Desde el nacimiento de la sociedad moderna, y con la generalización de la experiencia estética en la sociedad masas, el arte ha ido incubando un problema que no podemos ignorar más: ¿es mi parecer un criterio suficiente para establecer la valía artística de una obra? ¿O, por el contrario, hay grandes obras de arte independientemente de lo que a mí me hagan sentir? Pero, de ser así, ¿quién pone los baremos sobre lo que es o no el buen arte? ¿Los museos? ¿Los expertos? ¿La tradición?
Este es un problema que lleva entre nosotros desde el comienzo de la modernidad. Hume, célebre filósofo ilustrado, abordó este tema y supo ver las enormes contradicciones que traía consigo. Examinemos en primer lugar de dónde nace este problema y repasemos algunas nociones básicas de la teoría estética de Hume.
¿Belleza en el objeto o en la percepción del sujeto?
Desde los antiguos griegos, la tradición occidental ha abordado la belleza de forma racionalista y con criterios puramente formales. Se decía que la belleza era la armonía del cuadro, la proporción entre las formas u otros criterios similares. Sin embargo, el empirismo británico abandonó este sendero y apostó por defender que la belleza no está en el objeto (como no lo están los colores, por ejemplo), sino que es una percepción del sujeto que observa el mundo.
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