La arqueología no deja de anunciar hallazgos: desde Luxor —la antigua Tebas egipcia, uno de los mayores yacimientos arqueológicos del mundo— hasta Kent, en el sureste de Inglaterra, donde afloran vestigios de la ocupación romana, pasando por Tesalónica, la segunda ciudad más importante de Grecia, rica en restos bizantinos y helenísticos. Estos fragmentos del pasado dialogan con el presente y nos plantean preguntas intempestivas.
Para comprender cómo estas reliquias nos interpelan, la llamada ontología orientada a objetos (OOO, por sus siglas en inglés) ofrece un marco radical: propone que los objetos —una estatua, un fragmento de cerámica, una herramienta— tienen una existencia propia, irreductible a su utilidad o a su relación con el ser humano. Esta corriente filosófica, desarrollada en las últimas dos décadas, ha mantenido relaciones fecundas con disciplinas como la arquitectura, el arte o la literatura.
Christopher Witmore, profesor de Arqueología en la Universidad Tecnológica de Texas, ha sido una de las voces pioneras en aplicar estas ideas al estudio del pasado material. Formado tanto en arqueología clásica como en teoría contemporánea, Witmore es autor de Objetos intempestivos (Materia Oscura, 2024), un libro en el que explora cómo la OOO transforma nuestra manera de pensar los objetos arqueológicos. En esta entrevista, propone una arqueología orientada a objetos que constituye un auténtico movimiento sísmico para la filosofía: una invitación a repensar no solo las cosas del pasado, sino incluso nuestra propia noción del tiempo. Hablamos con él.
No conservamos La comedia de Aristóteles, a pesar de su éxito e importancia, así que, quizás, no siempre se preservan los objetos culturales más valiosos. En una guerra, por ejemplo, pienso que un puente bien conservado podría ser casi un síntoma de irrelevancia, porque una infraestructura estratégica debería ser destruida. Tengo este tipo de ideas en mente al leer sus reflexiones en torno a una arqueología orientada a objetos. Ciertos arqueólogos creen que la cultura humana lo es todo, mientras que el objeto no es nada. Usted se plantea repensar esa idea preconcebida y quisiera saber si se siente solo en esta indagación sobre la agencia y la política de los objetos.
«No son los tiempos los que marcan la diferencia», sino más bien, como sostuvo Bruno Latour en Nunca hemos sido modernos, «es la diferencia la que marca los tiempos». Pensar en el desconcertante naufragio de las cosas antiguas que existen en el presente —los escritos de Aristóteles, los puentes que escaparon a la destrucción, ya sea por guerras o terremotos, cuencos antiguos, ruinas de la Segunda Guerra Mundial, etc.— y sus relaciones como generadoras de tiempo es una inversión de los procedimientos habituales de los arqueólogos, quienes tienden a considerar el tiempo mismo como un agente de cambio.
Los arqueólogos, cual relojeros, se benefician enormemente cuando se le concede al tiempo una posición privilegiada y generativa, como una secuencia lineal de contenedores que avanza con regularidad, con independencia de lo que ocurra dentro de ellos. No se trata de que la cultura lo sea todo y los objetos nada —aunque agradezco el poder retórico de tu formulación—; los objetos no culturales deberían contar algo para los arqueólogos, ya que la autoridad del campo todavía se basa en hablar desde la experiencia, describir lo que se encuentra y fundamentar historias sobre el pasado en restos arqueológicos. La cuestión es cómo tenemos en cuenta esas cosas en relación con el pasado.
No creo que los objetos arqueológicos deban ser tratados solamente como intermediarios de situaciones culturales en las que pudieron haber intervenido y a las que, a su vez, se les da preponderancia como agentes detrás de los restos que encontramos. Eso supone considerar los objetos como derivados de algo distinto de ellos mismos, lo que a menudo coloca a los humanos en el centro de la realidad, como si fueran sus principales modeladores. Desde la perspectiva de la OOO, los objetos que encontramos en el presente son lo que hace posible el pasado.
El hecho de que un cuenco antiguo haya resistido y esté entre nosotros significa que no puede reducirse a sus pasados, tanto si se trata de un momento particular de sus usos como de su inactividad (lo que llegó a ser el objeto en situaciones distintas). Como arqueólogo, puedo darme cuenta de que un cuenco de cerámica resistió muchas situaciones diferentes: usos domésticos, como ajuar funerario, una larga estancia bajo tierra, una barrera para las raíces, un objeto encontrado, una pieza de museo, una evidencia para una tesis, etc. Sin embargo, como parte de un conjunto de tumbas, habrá perdido muchas de estas relaciones extrínsecas pasadas.
El recipiente, intrínsecamente, extiende sus propios pasados, aunque solo puede ofrecer sugerencias de lo que existió más allá de sí mismo. Esas sugerencias quizás digan muy poco sobre situaciones culturales pasadas y mucho sobre cómo el hundimiento de la tumba dañó el cuenco en algún momento durante su estancia ctónica. Desde luego, uno también tiene que reconocer que el recipiente es parte de un conjunto (una tumba) y, como tal, puede constituir un componente de un objeto mayor. Si bien esto podría entenderse como un conjunto que contiene su propio pasado, desde la perspectiva de la OOO, una parte de algo no puede reducirse a un objeto más grande.
Reconocer el cuenco, o la habilidad de la tumba para sugerir y ofrecer indicaciones, es respetar su agencia y autonomía, ya que esos pasados pertenecen al objeto. Puede que un artefacto de museo no parezca tener mucho peso político, pero si uno descubriera que una crátera [vasija grande y ancha donde se mezclaba el vino con agua] fue saqueada y vendida ilegalmente desde una tumba, entonces ciertamente podría verse involucrada en una disputa entre el Museo Metropolitano de Arte, la Fiscalía del distrito de Manhattan y el gobierno italiano. El cuenco y la tumba sostienen y defienden, contienen y comprenden, apoyan y cobijan. Sí que pueden ser actores políticos en las situaciones adecuadas. Decir lo contrario desde el principio es decretar de antemano lo que son las cosas, haciendo suposiciones sobre la naturaleza de lo real.
Los arqueólogos necesitan reconsiderar cómo trabajamos con las cosas. La diferencia entre la autoimagen de la arqueología y su práctica es una limitación, por mucho que el reduccionismo sea una característica de cualquier ciencia. En el libro, Graham Harman y yo establecemos un contraste entre una noción modernista del tiempo como un marco medido y predestinado donde nosotros insertamos los fenómenos, y una comprensión del tiempo orientada a los objetos como algo emergente, heterogéneo y sobre la superficie de las cosas.
Esto abre todo tipo de posibilidades creativas en torno a cómo concebimos esos tiempos que surgen de los objetos arqueológicos y también en torno a su articulación —qué historias contamos—. Creo que apenas estamos empezando a reconocer el potencial de esta forma de arqueología, pero para nada estoy solo en esto, pues hay ciertos arqueólogos que usan un enfoque orientado a objetos: Peter Campbell, Stein Farstadvoll, Bjørnar Olsen, Þóra Péturdóttir, Sara Rich, por nombrar a algunos.
«Los objetos no culturales deberían contar algo para los arqueólogos, ya que la autoridad del campo todavía se basa en hablar desde la experiencia, describir lo que se encuentra y fundamentar historias sobre el pasado en restos arqueológicos»
Usted parte del objeto para tratar de entender el pasado, pero advierte que muchos arqueólogos encuentran precisamente lo que estaban intentando encontrar. El pasado, en resumidas cuentas, no es una causa simple y directa del presente. Supongo que, si los arqueólogos hallan salazones, intentarán explicar la importancia de la sal en esa ciudad romana; sin embargo, quizás ese descubrimiento arqueológico acabe por sepultar otras posibilidades abiertas, teniendo en cuenta que muchas de esas ciudades también estuvieron habitadas por fenicios o musulmanes. La arqueología, entonces, ¿puede ser como una matrioska que encierra múltiples pasados?
Los arqueólogos, tal y como defendemos en el libro, están condicionados para ver las cosas como efectos o consecuencias de aquellas causas que pretenden encontrar. El deseo de recuperar rastros vívidos en un dominio borrado del presente y tratarlos como el agente causal detrás de lo que queda conduce, a menudo, a imponer el pasado favorecido por la historia sobre objetos que no pueden hablar. Si tomamos como ejemplo un lugar de la Segunda Guerra Mundial, podemos decir que llegamos con expectativas históricas a esos lugares —por ejemplo, a un bastión del Muro Atlántico en Finnmark—. Es fácil suponer que dicho lugar ilustra algo ya prefijado y conocido («este sitio lo destruyó la Wehrmacht en retirada en el año 1944»). Sin embargo, nunca encontramos el pasado que fue, solo lo que llega a ser de él, y aunque podamos encontrarnos con un pasado legendario, el compromiso es siempre con algo presente y específico del objeto hallado.
Si se juzga a partir de una imagen completa del pasado, como res gestae (logros, cosas realizadas), lo que encontramos es siempre incompleto, como sombras de su antiguo ser. Hay todo tipo de fenómenos históricos que tratan sobre algo más que las andanzas humanas: la transformación de las economías del pasado, los procesos de producción e interacción a través de redes comerciales cambiantes, etc. No obstante, la idea del pasado como algo consumado, definido por su finitud, sigue prevaleciendo a la hora de abordar las cosas antiguas. Los hallazgos arqueológicos van más allá de esos mundos y, a menudo, encuentran nuevas aventuras; como las cosas suelen olvidar sus pasados, su idiosincrasia retiene lo que recuerdan.
Algunas expectativas son parte del proyecto de la arqueología, pues no habríamos investigado ciertos programas ni conseguido fondos sin ellas. La distorsión aparece cuando imponemos sobre los objetos arqueológicos las expectativas asociadas con un pasado definitivo («así es como ocurrió»). Y no es que no podamos hablar de situaciones concretas. Por volver al ejemplo de la crátera: el cuenco fue enterrado junto a una mujer que murió en la treintena y se rompió cuando el techo de la tumba se hundió. Pero, la mayoría de las veces, tratamos con proposiciones sobre lo que podría haber sido. Algunas son mucho más fuertes que otras, pero las proposiciones están siempre abiertas al futuro, es decir, a la reevaluación, especialmente a la luz de nuevos objetos hallados que puedan revelar otros ángulos del pasado.
Aun así, a las cosas antiguas no les falta nada, se trate de pequeñas fortificaciones quemadas en el norte de Noruega o de cráteras enterradas. Están completas tal como están, abiertas en todo momento a las posibilidades futuras, ya que los elementos enterrados pueden contener pasados imprevistos aún por salir.
Distingue la datación relativa de la absoluta y sugiere que incluso el carbono 14 es una cronología relativa, no absoluta, al igual que el resto de métodos: dendrocronología, termoluminiscencia, etc. Lo plantea como formas inconmensurables, esto es, como un intento de unificar lo que no puede unificarse, aunque en última instancia utilicemos un calendario universal. Imagino que esto puede plantear todo tipo de problemas, como el posible anacronismo de esa estatuilla romana que supuestamente representa a alguien con el síndrome de Crouzon.
Has puesto el dedo en la llaga del papel del arqueólogo como relojero. Los arqueólogos separan de forma rutinaria lo que consideran métodos de datación absolutos, como el carbono 14, de aquellos métodos relativos, como la seriación de la cerámica. Dado que el carbono 14 se desintegra a un ritmo constante del cincuenta por ciento cada 5 730 años, tendemos a considerar trozos de carbono como pequeños relojes, cuando en realidad lo que hacemos es entregar nuestra traducción a los físicos de los laboratorios, quienes proporcionan un análisis y una fecha dentro de un rango definido. Graham Harman señala esta cuestión —cómo traducimos los cuantos, los fragmentos irreductibles de la realidad, en continuos— como una gran paradoja que se remonta a Aristóteles. De hecho, todos los modos de datación implican la traducción de lo discreto en lo continuo, lo que exige que tratemos lo local (relativo) como medible en términos de lo universal (absoluto).
No te falta razón. El ejemplo de la estatuilla que mencionas implica un acto de traducción similar, donde las idiosincrasias locales se traducen en términos científicos universales. En este caso, las peculiaridades de la figura —sus rasgos faciales, sus ojos o sus asimetrías— se leen «iconodiagnósticamente» como una posible evidencia del síndrome de Crouzon. Por supuesto, esta interpretación se basa en una supuesta fidelidad. Se supone que la estatuilla actúa como una referencia muy específica de algo más allá de sí misma; es decir, apunta extrínsecamente a un modelo humano con estas características inexplicables. Tal vez sea así. Pero también podría relacionarse con una desviación estética que se asemeja a las malformaciones congénitas asociadas al síndrome de Crouzon.
A diferencia del carbono 14, el análisis de la cerámica o la hidratación de la obsidiana, aquí nos encontramos con un ejemplo completamente singular (que no puede reafirmarse). Para que esta interpretación gane peso, habría que emprender un cuidadoso estudio comparativo con otras estatuillas del período: ¿qué estilos y convenciones están presentes en otras estatuillas? Se debería recurrir a asociaciones contextuales; los investigadores intentan vincular la figurilla con cultos a la salud y la protección en Bracara Augusta.
Para mí, la incertidumbre última de no poder saber algo con certeza no es un problema, sino parte del atractivo y el asombro de trabajar con el pasado arqueológico.
«La mayoría de las veces tratamos con proposiciones sobre lo que podría haber sido. Las proposiciones están siempre abiertas al futuro, es decir, a la reevaluación, especialmente a la luz de nuevos objetos hallados que puedan revelar otros ángulos del pasado»
Parece que cada semana se producen grandes descubrimientos arqueológicos. Hace muy poco encontraron, por ejemplo, una espada del siglo VI en Kent. Me gustó asomarme al pasado leyendo la noticia, aunque reconozco que conozco muy superficialmente ese periodo histórico.
Estos nuevos descubrimientos nos acercan al pasado a través de su entrada en nuestro presente y nos recuerdan la naturaleza caótica del tiempo. A través del hallazgo de la espada en Kent, un pasado previamente desconocido se vuelve coextensivo con quienes vivimos en la actualidad y, de esta manera, nuestro presente está más cerca de ese pasado que cualquier presente del siglo XIX, independientemente de las distancias en una línea temporal.
Si de repente nos tropezáramos con los fragmentos perdidos de Aristóteles en un monasterio de Tesalónica, la filosofía del siglo XXI se encontraría con aspectos del siglo III a. C. a un nivel más cercano que cualquier experiencia de los filósofos modernos anteriores a ese momento. Tales son los efectos de un tiempo no lineal, «percolativo», que nos recuerda el poder del pensamiento topológico, el cual el libro analiza en profundidad.
Sobre el autor
Andrés Lomeña (Málaga, 1982) es licenciado en Periodismo (por la Universidad de Málaga) y en Teoría de la Literatura y Literatura comparada (Universidad Autónoma de Barcelona), doctor en Sociología (por la Universidad Complutense de Madrid) y profesor de Filosofía en un instituto público. Coordina proyectos en la fundación internacional Common Action Forum, colaborando con universidades latinoamericanas como la UNAM (la Nacional Autónoma de México), la UBA (la de Buenos Aires) y la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es autor de Narratofilia (Irrecuperables, 2025), Podio (Alianza, 2022), Filosofía en rebanadas (Arcopress, 2022), Python para filósofos (Marcombo, 2022) y Filosofía a sorbos (Arcopress, 2020), donde cruza pensamiento crítico, narrativa y divulgación filosófica.
Deja un comentario