Arthur Schopenhauer consideraba que la literatura, especialmente la tragedia, es un espejo del sentimiento universal humano porque en una historia, en un personaje o en la tormentosa narrativa del héroe y sus cuitas se expresa lo que cualquier hombre o mujer de cualquier época puede sentir. La tragedia es una onomatopeya de las emociones —del amor, de la tristeza, de la alegría…—, es el afecto universal plasmado de forma poética.
El filósofo alemán no conocía el cine, sobre el todo el cine de arte o cine de pequeña producción, del cual seguramente diría algo parecido a lo que pensaba de la tragedia. Es este tipo de cine —a veces muy complejo, a veces muy barroco— el que usualmente se obsesiona por delinear la anatomía de los afectos en la pantalla grande. Y es que la potencia de las emociones que suceden con y más allá de las palabras solo se puede plasmar ahí de manera radiante, en la colorida y monstruosa pantalla grande (a diferencia de la tragedia leída en un libro).
El cine de Charlie Kaufman
Charlie Kaufman (guionista, productor, director y novelista) es uno de estos demiurgos cinematográficos que lanzan a sus personajes al juego perverso de la filosofía. Y es que no hay nada más abrumador que ver en grande y a todo color los ojos melancólicos de un existencialista. Neoyorkino y judío, Kaufman se sumerge creativamente en el fango de la naturaleza humana para después meternos a sus espectadores hasta lo más profundo de sus complejos y sufridos personajes. En especial, pienso en un par de películas en las que la filosofía juega un papel fundamental.
El cine de arte es filosofía en movimiento. A veces, desde su mutismo y sus escenas que transcurren lentas, intenta proyectar eso que es característico a toda cabeza y corazón, eso que podríamos comprender más allá del sonido de las palabras con una mueca, una caricia, una mirada. Me refiero a los sentimientos que nos atraviesan y a las emociones que atraviesan al prójimo. Siempre he pensado en el cine de arte como una forma de potenciar visualmente la empatía, como algo que ayuda a comprender desde lo más mórbido hasta lo más tierno del alma humana.
Siempre he pensado en el cine de arte o de baja producción como una forma de potenciar visualmente la empatía, como algo que ayuda a comprender desde lo más mórbido hasta lo más tierno del alma humana
Todos somos existencialistas
Charlie Kaufman, que había sido guionista hasta entonces, se inauguró como director en 2008 con una película que, debido a su rareza y a su carencia de trama lineal, pasó un tanto desapercibida en Latinoamérica. Estamos hablando de Syndedoche, New York. La trama de la película consiste en un escritor de teatro, el brillante Caden, que después del esfuerzo por conseguir la beca McArthur —subsidio que le proporciona estabilidad económica durante un año para realizar su majestuosa opera prima—, termina sucumbiendo a la procrastinación, ahogándose en la autoconmiseración de un matrimonio fallido y, en cierto sentido, fracasando en su plan de poner fin a su proyecto teatral.
Caden deja pasar los años ideando la mejor escenografía y guion posibles sin dejar nunca de estar abatido. El abatimiento es por el drama de volverse víctima de ese amplio abanico afectivo que a muchos genios termina por darles el tiro de gracia, esto es, la angustia y la soledad, emociones que, antes que ayudarles a llevar una vida creativa y en paz, les hace caer en picado al abismo del caos. Se siente incomprendido. Está hipocondríaco, obnubilado por la muerte siempre cercana, creativo pero saturado de exigencias ajenas, ególatra y sin rumbo, naufrago durante el otoño de su vida. Un genio, pero también un neurótico. ¡La inspiración de cualquier psiquiatra! ¡Todos somos Caden!
Creo que he perdido el hilo con esto de las emociones, pero vuelvo a él, esta vez con la película Anomalisa. Por supuesto, está escrita y dirigida por Charlie Kaufman, el brillante guionista que no podría ser más que el culposo placer de muchos de nosotros, de este público «insano» que busca en sus historias una terapia, una proyección cercana, la respuesta a ese vil sentimiento de tristeza que nos invade. Anomalisa es un filme que insinúa que no estamos tan mal, o quizá sí, pero que eso no nos vuelve una excepción; vaya, que le pasa a cualquiera. Todos podemos ser existencialistas.
Ninguna historia de Kaufman se salva de esos discursos complejos y meditativos, ni siquiera Anomalisa, a pesar de ser un largometraje en stop motion —que en otras películas nos haría concentrarnos más en las imágenes—. Lo más significativo del filme es la hondura de su historia, la hondura del discurso expuesto por su protagonista, Michael, un prestigioso autor de libros. Pero desgraciadamente no de libros literarios o filosóficos, sino de libros que hablan sobre cómo ganar clientes y sobre la autoayuda.
Anomalisa es un filme de Charlie Kaufman que insinúa que no estamos tan mal, o quizá sí, pero que eso no nos vuelve una excepción; vaya, que le pasa a cualquiera. Todos podemos ser existencialistas
El vacío de la vida y la búsqueda de un sentido
Los libros de Michael son libros dedicados a lectores que desean llegar al éxito empresarial. ¡Pfff, aburrídisimo!, aunque gracias a ese tipo de libros uno sí que puede volverse millonario y Michael, el protagonista de Anomalisa, lo sabe bien. Sabe bien que su escritura es superflua, que no hay mucha hondura en los tópicos de sus páginas e incluso por momentos le resulta repulsiva su propia banalidad. Es, sin duda, un hombre atormentado por las «buenas formas», por las convenciones sociales, sobre las cuales él también escribe.
Anomalisa narra el viaje de Michael, quien visita Cincinnati para dar una conferencia motivacional sobre su último libro. En esa travesía cree encontrar, al menos por una noche, una redención a esa rutina llena de peso y responsabilidad familiar. «Sentimos» a Michael desde el inicio como un escritor harto, vacío de amor hacia el prójimo, pero necesitado de algún tipo de esperanza que pudiera ver reflejada en alguien más, en alguien que le hiciera encontrar algo diferente a su reducido mundo condenado a lo homogéneo.
Michael es un autómata que ve en los demás un mismo rostro que se reproduce en masa, el mismo rostro que escucha en una voz neutral e igual en cada persona que se acerca a él. El escritor busca desesperadamente a alguien que lo redima de la maldición de lo idéntico, de ese egoísmo que le obliga a proyectar su malestar en todo cuanto lo rodea, alguien que lo orille a salirse de ese menosprecio que profesa a la vida.
Michael, el protagonista de Anomalisa, sabe que su escritura es superflua, que no hay mucha hondura en los tópicos de sus páginas. Es un hombre atormentado por las «buenas formas», por las convenciones sociales, sobre las cuales él también escribe
Atreverse a vivir
En fin, Anomalisa es una historia ácida que versa sobre lo patético que resulta no atreverse a abandonar relaciones y a personas que nos están matando (metafóricamente, claro). La película es el relato de muchos adultos frustrados emocionalmente, castrados por los convencionalismos, obligados a desarrollar un rol social que no desean: el de ser parejas de personas que no aman y padres aunque no lo quieran.
Anomalisa es una película que trata sobre la cobardía, sobre ese pánico que cualquiera puede tenerle a la libertad. Un filme espléndido que quizá le caiga en el hígado a muchos espectadores, pero que no dejará de ser un tipo de espejo que refleja la ficticia realidad que a veces puede encontrarse detrás de cualquier familia y promesa de «estabilidad».
Así todo, el cine de Kaufman es para introspectivos, para quienes prefieren confinarse en el diálogo interior antes que en el estridentismo de la imagen. Las tramas de Kaufman son lentas, su genialidad se justifica en esa perorata filosófica que sus personajes aburridos, atormentados, trágicos y nihilistas construyen alrededor de las circunstancias, en el flagelo aburguesado de ser, como muchos de nosotros, unos malditos existencialistas.
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