La esperanza ha sido objeto de estudio de múltiples áreas del conocimiento, con posturas tanto a favor como en contra, y definida de las maneras más diversas. En este dosier vamos a adentrarnos en este asunto empezando esta primera parte por acercarnos a la esperanza desde los enfoques que le han brindado la filosofía, la psicología y otras ramas del conocimiento que se han dedicado a su análisis e investigación.
Antes de nada, es necesario que nos situemos en el mapa. ¿De qué hablamos cuando hablamos de esperanza? Para el común de los mortales, esperanza es la creencia firme de que, antes o después, las cosas saldrán bien. Sin pruebas. Sin certezas. Le genuina creencia de que todo se arreglará en el futuro. Surge ya aquí un problema, pues podríamos establecer, por lo tanto, que esperanza y optimismo son términos sinónimos, íntimamente ligados a otro término que se usa especialmente hoy en día: el positivismo. Para tratar el tema adecuadamente, es necesario delimitar cada una de las palabras que se aplican, de manera que trataremos de resolver, de entrada, estas cuestiones.
En primer lugar, el “positivismo” del que tanto se habla hoy no tiene realmente nada que ver con el tema que estamos tratando aquí. Positivismo es la doctrina filosófica creada por el francés Auguste Comte (padre de la sociología), que destaca el papel del método científico en lo referente al conocimiento humano. Es decir, la defensa de la necesidad de recopilar e interpretar datos “positivos” –esto es, reales, probados– para conocer la realidad. El positivismo es una filosofía cercana al empirismo, mientras que el significado que muchos le dan hoy es otra cosa, que podríamos denominar «pensamiento positivo». No psicología positiva, que también es diferente, pues esa es la denominación que recibe la parte de la ciencia que investiga la felicidad y el bienestar de la mente desde un punto de vista científico.
Tampoco es correcto para ciertos autores el identificar esperanza con optimismo (ni con optimalismo, doctrina que sostiene un punto medio en que se fusionan el optimismo con el realismo), si bien en este caso las opiniones, como veremos a lo largo del texto, difieren. Puede que el mejor resumen de la cuestión acerca de esta confusión fuera el que dio no un filósofo o psicólogo, sino un político, el checo Václav Havel: “La esperanza no es la convicción de que algo va a salir bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte”.
«La esperanza no es la convicción de que algo va a salir bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte» Václav Havel
La esperanza en la vida diaria, motivo de estudio
Muchos han sido los filósofos y científicos que han investigado el concepto de esperanza, especialmente a nivel práctico: ¿cómo afecta esa cualidad a nuestra vida? ¿La hace mejor? ¿Peor? Qué duda cabe de que, ante dicha pregunta, el 90% de los interrogados preferirá una vida esperanzada. La desesperanza (que veremos más en profundidad en partes posteriores del dosier) se asocia a una experiencia vital vacía, amarga y cargada de sinsabores. Nadie desea una vida así a menos que sea suicida.
También la ciencia parece estar de acuerdo. Las personas que tienen esperanza o creencias que puedan sostenerla (éticas o religiosas) se definen como felices en mayor proporción que aquellas que no. El problema reside en que muchas personas hoy están “desesperanzadas”. El periodo que nos ha tocado vivir, caracterizado sobre todo por un auge de la demostración científica y la aceptación únicamente de los datos empíricos contrastados de manera inductiva, se ha traducido en una considerable dificultad para mantener un concepto como la esperanza, a menudo barrido y defenestrado por la realidad.
Incluso en nuestra época –la mejor, con los datos en la mano, que ha vivido la historia–, nuestra biología sigue estando configurada para ir en contra de la esperanza. Estamos hechos para prestar más atención y recordar más vívidamente los problemas y los sucesos desagradables que aquellos momentos felices y placenteros, al menos a corto-medio plazo. Nos guste o no, la principal preocupación de nuestra naturaleza es que sobrevivamos, no que seamos felices. Y para eso es necesario que seamos capaces de prever los posibles peligros, de ahí que aprendamos de los que hemos sufrido.
Deja un comentario