En el paisaje de la filosofía moral contemporánea, pocos experimentos mentales han generado tanto debate, investigación y aplicación práctica como el dilema del tranvía. Es un dilema sencillo: un tranvía fuera de control se dirige hacia cinco personas y podemos salvarlas desviando el vehículo hacia una vía donde matará a una sola persona.
Sin embargo, y a pesar de su sencillez (o precisamente por esta), ha trascendido sus orígenes académicos para convertirse en un paradigma interdisciplinario que ilumina tensiones fundamentales en nuestro pensamiento ético. Su potencia radica en la manera en que condensa preguntas filosóficas clásicas: ¿es lícito hacer daño a uno para evitar un mal mayor?, ¿pueden justificarse los fines por los medios?
¿Qué es el dilema del tranvía?
Orígenes intelectuales
El problema del tranvía fue formulado por primera vez por la filósofa Philippa Foot en su artículo «The Problem of Abortion and the Doctrine of the Double Effect» (en español: «El problema del aborto y la doctrina del doble efecto», publicado originalmente en 1967). Aunque Foot no empleó la imagen del tranvía ni el nombre por el que luego se conocerá el dilema, planteó un caso estructuralmente equivalente: un conductor debe decidir si desvía un vehículo fuera de control para minimizar el daño. Su pregunta era esta: ¿está justificado desviar un vagón fuera de control para matar al menor número posible de personas?
El objetivo de Foot era examinar la validez de la doctrina del doble efecto (llamada así porque hay un efecto positivo y uno negativo). Esta doctrina nace de la tradición moral católica —desarrollada por Santo Tomás de Aquino— según la cual una acción con consecuencias malas puede ser moralmente permisible si el mal no es buscado como fin ni usado como medio, sino solo previsto como efecto colateral. En otras palabras, el cristianismo pensó durante mucho tiempo en los grises de nuestras acciones (como en mentir para salvar vidas inocentes) y el dilema de tranvía es un escenario ideal para probar esto.
La versión más conocida del dilema, con el tranvía como protagonista y sus dos escenarios, fue introducida posteriormente por la filósofa Judith Jarvis Thomson en su artículo «Killing, Letting Die, and the Trolley Problem» (en español: «Matar, dejar morir y el dilema del tranvía», publicado originalmente en 1976), donde reformuló el problema para cuestionar las intuiciones morales tradicionales y explorar sus implicaciones normativas.
El dilema del tranvía, ideado por Philippa Foot y popularizado por Judith Jarvis Thomson, pone a prueba nuestros principios morales: ¿es legítimo causar un mal para evitar otro mayor? Su fuerza reside en cómo simplifica decisiones éticas complejas
La estructura del dilema
En su formulación canónica, el problema presenta dos escenarios estructuralmente análogos pero moralmente distintos. Y esto es importante, y a menudo se olvida: el dilema no es un único escenario, sino cómo reaccionamos ante dos escenarios distintos cuando los pensamos juntos. Estos escenarios son:
- Escenario del desvío. Un tranvía fuera de control se dirige hacia cinco personas que se encuentran en una vía. Morirán inevitablemente si no se hace nada. Tú estás junto a una palanca que puede desviar el tranvía hacia otra vía, donde hay una sola persona. Si la desvías, salvas a los cinco, pero muere una. La mayoría de las personas intuye que es moral tirar de la palanca: no se desea la muerte de esa persona, pero es el costo colateral de evitar una tragedia mayor.
- Escenario del puente. El mismo tranvía se dirige hacia las mismas cinco personas. Estás ahora en un puente sobre las vías, junto a una persona corpulenta cuyo cuerpo, si lo empujas, detendría el tranvía. Salvarías a los cinco, pero matarías directamente a esta persona. La mayoría de las personas intuye que sería moralmente problemático empujarla. Aquí, la muerte de esa persona no es un efecto colateral, sino el medio necesario para lograr el fin deseado.
El objetivo principal del dilema es enfrentar las doctrinas utilitaristas, según las cuales, la elección moral se basa en escoger siempre el máximo beneficio para la mayoría. En el dilema del tranvía vemos que esa elección no es tan sencilla y que no siempre basta con que haya un beneficio para la mayoría (con la palanca, sí; empujando a alguien, no).
Otra doctrina que se tambalea ante el dilema del tranvía son aquellas derivadas de las éticas deontológicas. Según estas doctrinas, el deber es el deber y no hay duda ante él. Sin embargo, con el dilema del tranvía vemos que no es tan sencillo porque, aunque el deber nos dice que nunca debemos matar a nadie, hay ocasiones donde todas las opciones están por fuera del deber (siempre muere alguien).
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El dilema y la tradición cristiana
El dilema del tranvía representa una preocupación constante de la tradición cristiana que no ha cesado de preguntarse por la opción más ética dentro de un rango de opciones ambiguas (siempre muere alguien). En este sentido, el dilema del tranvía formaliza y simplifica en forma de dilema un problema que era fundamental para la tradición cristiana: cómo manejarnos en los grises de la vida para saber si somos buenas personas (o no tanto).
Evidentemente, los teólogos clásicos del cristianismo no conocían el dilema del tranvía, pero su doctrina del doble efecto resuelve en parte el dilema señalando que en toda acción debían distinguirse entre la neutralidad del acto, la intención, la independencia causal y la proporcionalidad. Veamos una a una:
- Neutralidad del acto. La acción en sí misma debe ser moralmente neutra o al menos intrínsecamente buena. Es decir, no puede tratarse de una acción que, por su propia naturaleza, sea mala, como asesinar deliberadamente a un inocente. En el caso del tranvía, empujar una palanca sí que es un acto neutral, mientras que no lo es empujar a alguien por un puente.
- Intención recta. El agente debe perseguir exclusivamente el efecto bueno; el efecto malo no debe ser deseado, ni como fin ni como medio, sino solo tolerado como una consecuencia secundaria. En ambos casos, suponemos, nadie desea más muertes.
- Independencia causal. Aquí hay un punto crucial. Para la doctrina del doble efecto, el efecto bueno no debe surgir causalmente del efecto malo. Es decir, no podemos obtener el bien gracias al mal. En el escenario de la palanca, la muerte de la persona es un efecto colateral (podría no haber alguien ahí), algo contingente; en el caso del puente, la muerte de la persona que arrojamos es necesaria, no podría ser de otro modo.
- Proporcionalidad. El bien que se busca debe ser lo suficientemente importante como para justificar la permisibilidad del mal tolerado. No basta con que haya un beneficio; debe ser proporcionalmente mayor que el daño causado.
Estos teólogos morales católicos, entre los que se encontraban Francisco de Vitoria o Francisco Suárez, querían aplicar la moral cristiana a casos como las guerras justas, la defensa propia o decisiones médicas bastante límites. Ellos distinguieron entre la muerte directa (directe voluntarium) —aquella que es fin o parte del acto, como en el caso del puente— y la muerte indirecta (indirecte voluntarium) —aquella que no se busca pero se tolera como efecto previsible, como en la palanca—.
El dilema del tranvía contrapone dos escenarios moralmente distintos y cuestiona tanto las éticas utilitaristas como las deontológicas. La tradición cristiana aborda este conflicto mediante la doctrina del doble efecto, que distingue entre daño colateral y daño intencionado
Contra el utilitarismo
Como ya hemos señalado, el dilema del tranvía expone con precisión quirúrgica las limitaciones del «consecuencialismo agregativo simple», es decir, aquella posición ética que sostiene que el valor moral de una acción depende exclusivamente de sus resultados agregados en términos de bienestar o utilidad. Según esta teoría, en todos los escenarios es mejor que muera una persona a que mueran cinco. Con el dilema del tranvía aprehendemos una crítica fundamental: no es lo mismo activar una palanca y generar una muerte ocasional que tener que matar a alguien con nuestras propias manos.
Desde la lógica del cálculo utilitario, no hay diferencia relevante entre los dos actos, ya que el saldo neto de vidas salvadas es el mismo. El caso es que nuestras intuiciones morales más arraigadas rechazan esta equivalencia. La mayoría de las personas aceptan la acción de desviar, pero se niegan a empujar. Esta asimetría intuitiva plantea un desafío frontal al consecuencialismo porque muestra que no solo importa qué sucede, sino cómo sucede.
Esta diferencia no es meramente psicológica: remite a una estructura normativa que valora no solo los resultados, sino también las modalidades de la acción, los modos en que los seres humanos entran en relación unos con otros. El dilema, así formulado, obliga a reconsiderar la validez de una ética puramente agregativa y abre la puerta a modelos que incorporen la intención, la estructura causal del acto y la posición moral del agente. El dilema del tranvía no refuta la importancia de las consecuencias, pero muestra que las consecuencias por sí solas no bastan.
El dilema del tranvía revela los límites del consecuencialismo: no basta con evaluar consecuencias, también importa cómo se actúa. La diferencia entre desviar y empujar cuestiona una ética basada solo en el saldo de vidas salvadas
Contra la idea del deber
El dilema del tranvía no solo pone en cuestión el consecuencialismo, sino que también problematiza las versiones más rígidas de las éticas deontológicas. Estas teorías postulan derechos absolutos, como el derecho a no ser matado, lo que a la luz del dilema parecen insuficientes para explicar por qué nuestras intuiciones morales distinguen entre el caso de la palanca y el caso del puente, cuando en ambos se sacrifica una vida. Esta insuficiencia sugiere que no basta con invocar derechos inviolables, sino que debemos comprender la estructura moral de las acciones: quién actúa, a quién afecta, con qué intención, y a través de qué relaciones causales.
De hecho, este dilema ha propiciado el desarrollo de deontologías más sofisticadas, que introducen distinciones estructurales entre tipos de acción e intención, sin apoyarse exclusivamente en reglas absolutas. En esta línea, Philippa Foot aportó una de las distinciones más influyentes al defender la relevancia moral entre matar y dejar morir. Matar, argumentaba, consiste en iniciar activamente una cadena causal que desemboca en la muerte de otro, mientras que dejar morir supone simplemente no interferir en una cadena ya en curso.
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Las aplicaciones del dilema del tranvía
La neurociencia ha introducido una nueva dimensión en el estudio del juicio moral, desafiando la vieja separación entre razón y emoción. Joshua Greene, a través de estudios de neuroimagen funcional, ha mostrado que los juicios sobre dilemas «personales», como el caso del ser humano empujado desde el puente, activan áreas cerebrales asociadas a la emoción, mientras que los casos «impersonales», como desviar el tranvía mediante una palanca, movilizan regiones vinculadas al razonamiento abstracto.
Esta investigación no se limita al terreno especulativo. El dilema del tranvía ha migrado a ámbitos prácticos como la bioética, donde la distinción entre matar y dejar morir informa debates sobre la eutanasia activa y pasiva, el triaje en situaciones de escasez y la asignación de órganos.
En el terreno de la política pública, la estructura lógica del dilema ha servido para ilustrar conflictos entre justicia distributiva y respeto por la individualidad. Robert Nozick lo ha utilizado para argumentar contra las teorías redistributivas: si no estamos dispuestos a empujar a una persona desde un puente para salvar a cinco, tampoco deberíamos redistribuir su riqueza forzosamente para beneficiar a otros.
El derecho internacional humanitario también ha absorbido estas distinciones. En los debates sobre daño colateral y ataques proporcionales, la doctrina del doble efecto opera como principio estructurante: no es lo mismo causar la muerte de civiles como medio para un fin militar que preverla como consecuencia no deseada. Los principios de discriminación y proporcionalidad, pilares de la teoría de la guerra justa, responden directamente a estas preocupaciones.
Por otro lado, con el desarrollo de tecnologías autónomas, el dilema del tranvía se ha hecho literal. ¿Debe un coche autónomo proteger a su pasajero a costa de atropellar a varios peatones? ¿Cómo deben programarse estos vehículos ante situaciones donde no hay opción sin víctimas? Lo que antes era un experimento mental se ha convertido en decisión de ingeniería. En el ámbito más general de la inteligencia artificial, el problema del alignment —cómo lograr que los sistemas artificiales actúen de manera moralmente aceptable— también retoma la lógica distributiva del tranvía.
No faltan, sin embargo, críticas a esta proliferación de escenarios tipo tranvía. La primera objeción apunta a su artificialidad. Incluso Judith Jarvis Thomson expresó dudas sobre la relevancia práctica de casos tan extremos. La filosofía experimental ha revelado, además, importantes variaciones culturales en las respuestas, cuestionando la idea de una moralidad universal.
De hecho, algunos estudios de John Doris y Shaun Nichols muestran cómo pequeñas alteraciones en la formulación del dilema provocan cambios drásticos en los juicios, lo que sugiere que nuestras intuiciones son inestables y sensibles al contexto. Además, y desde otra perspectiva, algunos filósofos acusan a este enfoque de reduccionismo: centrar la ética en casos límite puede oscurecer la complejidad moral de la vida cotidiana, donde las decisiones rara vez se presentan como opciones binarias.
Pese a estas limitaciones, el dilema del tranvía ha reconfigurado el mapa de la filosofía moral. Ha convertido una cuestión abstracta en un nodo interdisciplinar, generando colaboración entre filósofos, psicólogos, neurocientíficos, juristas, economistas y expertos en inteligencia artificial. En el terreno pedagógico, se ha consolidado como herramienta fundamental para introducir a estudiantes en las tensiones entre deontología, consecuencialismo y teorías intermedias.
Más que un juego intelectual, el dilema del tranvía se ha convertido en un campo de prueba para nuestras teorías morales y nuestras instituciones (e intuiciones) éticas.
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