El egoísmo se ha considerado un término peyorativo prácticamente desde siempre. El egoísta es pura maldad porque piensa primero en él y después –si es que lo hace– en los demás. La moral hoy aceptada no lo tolera, porque no hay mayor bondad que el poner por delante los intereses de los demás a los nuestros. Pero ¿y si esa idea fuera la errónea? ¿Y si preocuparse por uno mismo es una virtud y no un defecto?
Por Jaime Fdez-Blanco Inclán, periodista
A lo largo de los siglos, si ha habido una idea que ha parecido ser siempre políticamente correcta y que ha gozado del aprecio del ciudadano medio esa es la del altruismo: que es moral velar por los demás, cuidar del prójimo, ejercer la caridad, preocuparse por los desfavorecidos, cargar con su sufrimiento, etc. Todo lo contrario ha ocurrido con la palabra egoísmo, sinónimo de malvado, de inmoral, de detestable, definiendo en el imaginario popular a aquellos que determinan que toda acción es buena siempre que tenga como objetivo el propio beneficio. Ambas interpretaciones, aunque normalizadas y aceptadas, parecen ser erróneas cuando se analizan en profundidad.
Altruismo: ¿una inmoralidad establecida?

En Occidente, la base del pensamiento altruista podemos encontrarla en la misma Biblia, pues es una idea que se mantiene constante, especialmente en el Nuevo Testamento. No es casualidad que los 10 mandamientos de Dios se pudieran resumir en uno: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. ¿Cuál es el problema entonces? El problema es que el altruismo –y con su aceptación como norma moral, todos nosotros– nos hemos olvidado de la parte final de la frase.
Altruismo significa que hemos de dedicar nuestra vida no a alcanzar nuestra felicidad, sino que hemos de poner por delante a todos los demás. El “los últimos serán los primeros” que dice la Biblia (de nuevo) o ese pasaje famoso del Tao Te Ching: “El sabio se pone detrás de los otros”. Declara que toda acción realizada en beneficio de los demás es buena, pero que toda acción en beneficio propio es mala. El único criterio de comparación de valor moral aceptado es, por lo tanto, el beneficiario de la acción. Básicamente, el altruismo significa que hemos de vivir para otros. Que somos esclavos de los demás. ¿En qué se sustenta esta teoría? ¿Qué clase de armonía puede surgir de semejante principio?
El altruismo declara que toda acción realizada en beneficio de los demás es buena, pero que toda acción en beneficio propio es mala
Un criterio como este paraliza el desarrollo moral del hombre, pues la primera lección que aprende bajo este código es que la moralidad es su enemiga. Si se comporta como debe, como el dogma establece que debe actuar alguien honrado, está destinado a sufrir, a ser sacrificado y no recibir nada a cambio. Nada puede ganar bajo ese criterio. Su única esperanza es que otros se sacrifiquen por él de la misma manera que él tendrá que hacerlo por ellos, sin desarrollar ningún placer en ambos casos.
Teóricamente, la creencia es que si todos vivimos para los demás, entonces los demás vivirán también para nosotros, de manera que la felicidad habría de ser plena. “Si tú me rascas la espalda y yo te la rasco a ti, todos seremos felices”. El problema es que cualquiera que tenga ojos y un mínimo interés por el mundo que le rodea puede afirmar con datos en la mano que eso no es cierto, sino que lo que se genera es resentimiento y tensiones cuando alguien no cumple su parte… Y siempre ocurre. Continuamente hay un eslabón de la cadena que se salta la regla y barre para su casa, lo cual ya es suficiente para deshacer esa supuesta armonía. Sin olvidar que si nuestro fin es combatir el sufrimiento de los demás, ¿no lo estamos perpetuando? Porque necesitaríamos de su existencia para poder cumplir nuestra función…
Más aún: atendiendo a observaciones biológicas, podríamos afirmar que el altruismo establecido se trata de un comportamiento poco natural, porque parece negar una faceta absolutamente básica de la naturaleza de cualquier ser vivo: sentir intensamente el deseo de luchar por su supervivencia y alcanzar la felicidad propia. ¿Es inmoral vivir de acuerdo a nuestra naturaleza? No parece muy lógico.
¿Somos esclavos?

Ese pensamiento que nos hace vivir esclavizados –porque eso es lo que somos, esclavos– por el resto, difícilmente puede ser una actitud moral. Una ética que sostiene que todo aquello que no es autosacrificio es moralmente cuestionable no puede guiarnos, ¡porque no nos tiene en cuenta! Peor aún, nos dice que todo lo que hagamos para nosotros mismos es malvado e inmoral. Pensemos cómo este principio puede afectar a la vida: la naturaleza no provee al ser humano de una supervivencia de manera automática. Nosotros, las personas, hemos de sobrevivir por nuestro propio esfuerzo personal. Hemos de pensar, tomar decisiones, actuar… Vivir, en suma. Pero si vivimos bajo el criterio de que todo esfuerzo encaminado a nuestro interés personal es malvado, ¿no estamos defendiendo que el mismo acto de vivir es malvado?
Una ética que sostiene que todo aquello que no es autosacrificio es moralmente cuestionable no debería guiarnos
Una doctrina así es complicado que sea moral. Y no solo por lo que implica a nivel de actuación en nuestro propio beneficio, sino, sobre todo, en lo que se refiere a que sean los demás quienes velen por nosotros. No puede ser moral un pensamiento que se basa en hacer cargar a los demás con el peso de nuestra vida, del mismo modo que es inaceptable que estos carguen en nuestras espaldas la suya. No solo parece erróneo a un nivel moral, sino también poco práctico. ¿No sería más lógico que cada uno se hiciera responsable de sí mismo?
La voluntad como valor rector
Entonces, ¿es que es malo ayudar a los demás?, se preguntará alguien. La respuesta es simple: no, en modo alguno. Es totalmente moral y legítimo hacerlo, siempre y cuando sea nuestro deseo y una elección racional. Es moral vivir para los demás si es fruto de nuestra voluntad. Podemos vivir para nuestros hijos, sacrificarnos por nuestra esposa o esposo, o anteponer el bienestar de nuestra familia al nuestro, si lo merecen, lo queremos y es lo que nos hace felices. Nadie niega la bondad de tales actos. Podemos ayudar, por supuesto, pero no por obligación, sino porque así lo deseamos.

El problema es que al altruismo no le importa que lo deseemos o no. Es una obligación. Una norma. Un dogma. El altruismo nos dice que solo podemos ser buenas personas si vivimos para otros y renunciamos a nosotros mismos. Nos obliga a negar nuestra responsabilidad sobre nuestra propia vida y ponerla en manos de otros, al tiempo que nos dice que nosotros tenemos que cargar con la responsabilidad de la felicidad de quienes nos rodean. Ocurre aquí como en la célebre máxima de Marco Aurelio respecto a la maldad: “Es ridículo no intentar evitar tu propia maldad, lo cual es posible, y en cambio intentar evitar la de los demás, lo cual es imposible”. Es ilógico negar nuestra responsabilidad en nuestra felicidad y sin embargo hacernos responsables del bienestar de los demás. De hecho, el mismo concepto de dogma, aplicado a ciertas acciones, sencillamente las destruye. Verbigracia: no puede defenderse una caridad obligatoria, porque sin voluntad del sujeto no puede ser caridad. La obligación destruye la propia naturaleza del acto.
No puede defenderse una caridad obligatoria. Sin voluntad por parte del sujeto no puede existir la caridad
Nuestra responsabilidad, nuestra tarea, debería ser cuidar y sacar lo mejor de nuestra existencia por nosotros mismos. Deberíamos ser responsables de nuestra vida, de nuestros errores y, por supuesto, deberíamos estar orgullosos de nuestros aciertos. No debería ser inmoral valorar nuestra propia vida, ni luchar por lo que queremos. No debería ser inmoral asumir que tenemos derecho a la felicidad. Lo inmoral no tendría que ser aceptar esa responsabilidad –nuestra vida–, sino el exigir que otros lo hagan por nosotros.
Se nos ha dicho que estar orgullosos de nosotros mismos es algo inmoral. Que la virtud está en ser humilde. Como seres falibles que somos, es lógico reconocer que, en ciertos aspectos, podemos estar equivocados. Todos cometemos errores, y por ello todos, en algún momento, hemos de ser humildes. Pero no es un mantra absoluto que aplicar a toda la existencia. No hay nada malo en sentirnos orgullosos de haber conquistado nuestros logros si han sido alcanzados honradamente. Sin embargo, se nos enseña que eso nos convierte en malas personas, del mismo modo que se nos enseña que hemos de vivir en un valle de lágrimas donde toda acción, todo esfuerzo, todo trabajo, ha de tener como objetivo el beneficio de otros. Producir para otros, amar a otros, cuidar de otros. Sin pedir nada a cambio. Como si el hecho de considerar que somos un valor y que nuestros esfuerzos son valiosos fuera un pecado, o al contrario, como si valorar las acciones, la honradez o las virtudes de otros (juzgarles en función de ellas, en definitiva) fuera malvado. Un sistema moral que sostiene esas premisas no debería ser aceptado.
Egoísmo irracional vs egoísmo racional

¿No será lo contrario? ¿No será moral ser egoísta? No ese egoísmo que cree que todo es bueno si nos beneficia, incluido el pasar por encima de los otros. Esa es una actitud irracional, animal. No caigamos en esa tergiversación intelectual. La satisfacción de deseos irracionales de uno mismo (como la satisfacción de deseos irracionales de los demás) no puede ser un criterio de valor moral. Este ha de constar de principios justificados racionalmente.
Miremos el egoísmo bajo la luz de la razón, desde el punto de vista de su misma definición: la preocupación por el interés personal. Aquel que sostiene y defiende que nuestra vida es nuestra y que no tiene otro fin que la satisfacción de nuestros proyectos vitales, respetando esa misma libertad en los demás siempre y cuando ellos no violenten la nuestra por la fuerza. Egoísmo no significaría que debamos pisar al de al lado para triunfar. Significaría no dar por hecho que otros han de sacrificarse por ti y asumir que nadie tiene derecho a obligarte a que te sacrifiques por él. Tampoco abandonar a su suerte al otro, sino prestarnos cuando queremos realmente hacerlo, cuando sentimos el deseo de hacerlo, no porque es lo que dicta la norma sociocultural.
Egoísmo significa que nuestra vida –y lo que hay en ella– es nuestra responsabilidad. No podemos hacer que los demás carguen con ella y nadie tiene derecho a exigirnos que lo hagamos nosotros por ellos
El egoísmo, en esencia, significa admitir que nuestra vida –y lo que hay en ella– es nuestro equipaje y nadie tiene por qué llevárnoslo ni exigirnos que le llevemos el suyo. Que es bueno tener autoestima y orgullo por ser buenos amigos, buenos esposos, buenos profesionales y buenas personas. Que no tenemos derecho a solicitarle a nadie que nos haga felices –y viceversa–, porque soy yo, exclusivamente, quien debe alcanzar esa meta, pues ese es el fin para el que he llegado a este mundo. Y eso, ciertamente, no parece algo malvado.
Sobre el autor
Jaime Fernández-Blanco (Madrid, 1983) es periodista y redactor, dedicado al mundo de la literatura, la historia y el pensamiento en diferentes medios y grupos de comunicación (Telecinco, Unidad Editorial, El País, Vive la historia). Antiguo miembro del equipo de redacción de la revista Filosofía Hoy y cofundador de Filosofía&Co.
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