Colombia lleva algo más de un mes de un paro nacional masivo, en el pico más alto de la pandemia en el país. Muchos colombianos, por varios años, han vivido intensamente las violencias y dominaciones que han vertebrado la vida nacional, y han organizado numerosos esfuerzos para confrontarlas. Lo que es, tal vez, inédito es que estos esfuerzos hayan despertado ahora un masivo apoyo popular en las ciudades y en muchos territorios del país.
Por Laura Quintana, filósofa
Varios medios de comunicación han hablado del paro nacional que se viene dando en Colombia, desde abril 28, en términos de un «despertar» general del país. No estoy del todo segura de esta caracterización. Mucha gente en Colombia, por varios años, ha vivido intensamente las violencias y dominaciones que han vertebrado la vida nacional, y ha organizado numerosos esfuerzos para confrontarlas en movimientos campesinos, organizaciones indígenas y de comunidades étnicas, comunidades de paz, procesos interculturales en defensa del territorio, colectivos estudiantiles y colectivas urbanas plurales e igualitarias. Esfuerzos que se han encontrado, una y otra vez, con múltiples formas de criminalización, persecución y represión por parte de un Estado muy capturado por dinámicas paraestatales, que han convertido tendencialmente en letra muerta su ordenamiento democrático. Lo que es, tal vez, inédito es que estos esfuerzos hayan despertado ahora un masivo apoyo popular en las ciudades y en muchos territorios del país.
Por mucho tiempo los colombianos nos hemos quejado de que las noticias que llegan sobre masacres en los territorios, violaciones de mujeres por agentes de la fuerza pública, persecuciones y asesinatos de líderes sociales, miles de ejecuciones extra-judiciales, no produjeran movilizaciones masivas que, en todo caso, de tanto en tanto, como en noviembre de 2019, se han dado. Una cultura del miedo arraigada por tantos años de guerra, formas de «insensibilización selectiva» tras décadas de «pedagogías de la crueldad» incorporadas (noción de Rita Segato desarrollada en su libro Contra-pedagogías de la crueldad. Buenos Aires. Prometeo Libros, 2018. 142 pp.), y un creciente escepticismo sobre la posibilidad de cambio, en parte, han paralizado tales demostraciones críticas. Pero algo parece haber cambiado ahora. Llevamos algo más de un mes de un paro nacional masivo, en el pico más alto que ha tenido la pandemia en el país.
En este paro se han expresado comunidades ancestrales, obreros, estudiantes, camioneros, jóvenes muy precarizados de los barrios, personas de clase media, con exigencias y necesidades diferenciadas, y distintos repertorios de acción, que exceden también configuraciones partidistas tradicionales
Se trata de un paro polifónico, sobre todo urbano, pero también rural: en este se han expresado comunidades ancestrales, obreros, estudiantes, camioneros, jóvenes muy precarizados de los barrios, personas de clase media, con exigencias y necesidades diferenciadas, y distintos repertorios de acción, que exceden también configuraciones partidistas tradicionales. En todo caso son visibles algunos aspectos en común: la gente expresa que está cansada de que en Colombia se dé una democracia sin pueblo, y una producción del orden social, tremendamente excluyente, y que persigue el disenso.
De hecho, una primera razón ligada con la continuidad de la protesta tiene que ver con el rechazo a la cruenta violencia policial que este gobierno desencadenó desde los primeros días de la manifestación y que hoy en día se articula, de manera muy visible, con fuerzas paramilitares. Esta violencia se ha hecho evidente gracias a videos tomados por miles de ciudadanos que han mostrado la brutalidad descarada de la fuerza pública hacia miles de ciudadanos indefensos, tremendamente expuestos y vulnerables, y en condiciones de una evidente disimetría de las fuerzas; la manera en que la policía se ha infiltrado a veces en la protesta para producir estragos y hacerla pasar por actos que atentan contra el orden público, y cómo ha protegido ataques, de civiles armados, contra los manifestantes.
Por eso algo que ha mantenido a la movilización es también la exigencia de que esta no se cesa hasta que no se detenga la masacre y se sepa la verdad respecto de los más de 50 asesinatos de manifestantes y 129 personas desaparecidas reportadas (algunos informes hablan de cerca de 400), en un mes de protestas; hasta que no se fracture el negacionismo del gobierno sobre lo que ha pasado y las desfiguraciones de los medios corporativos.
Pero la protesta también se mantiene porque expone un descontento acumulado. Lxs jóvenes, en particular estudiantes en las calles y personas que participan en las «primeras líneas», expresan un cansancio de sentirse invisibilizadxs, sin futuro, y reclaman nuevas maneras de hacerse valer. Allí se demuestra un impulso antineoliberal (aunque no se formule explícitamente en estos términos), contra programas económicos y políticas públicas que han producido cada vez más precariedad, desposesión (de derechos sociales, de tierras y capacidad colectivas), formas de corrupción y escasa representatividad. El Estado se fusiona con grandes capitales, y esto no sólo ha creado una brecha enorme entre Estado, élites y sociedad; también ha propiciado formas de autoritarismo corporativo, visibles en la persecución policial del descontento social, y en prácticas necropolíticas de «vaciamiento territorial».
De la mano con lo anterior, la protesta se manifiesta también como antiuribista. El uribismo se ha caracterizado por movilizar valores coloniales (patriarcales, racistas, clasistas), incorporados en la población tras años de prácticas de crueldad (vinculadas con lógicas extractivas, y la idealización del individuo propietario, blanco), así como lógicas guerreristas (el adversario como enemigo, el enemigo interno, la asimilación del disidente con el terrorista). Son lógicas antidemocráticas que han perseguido el derecho a la oposición, y se han fusionado con poderes mafiosos y paramilitares, para la preservación de un statu quo violento y desigualitario.
Por todo lo anterior, pienso que esta protesta apuesta por otras formas de representación, por crear espacios alternativos de intervención y participación democrática, de poder popular. En los lugares de resistencia, y pese a los sabotajes gubernamentales, la gente ha creado asambleas, imagina cabildos abiertos, reflexiona sobre cómo articular sus problemas, sus demandas y las propuestas para confrontarlos, y exige que estas voces sean escuchadas, más allá de un comité del paro que no las representa. Estas experimentaciones son también enardecidas: la percepción de numerosas injusticias reiteradas y negadas da rabia; e impulsa a la acción directa, por ejemplo, a quemas de figuras nacionales icónicas, o el apoyo a tumbadas de estatuas de figuras coloniales por parte de comunidades ancestrales, como los Misak.
La gente expresa que está cansada de que en Colombia se dé una democracia sin pueblo, y una producción del orden social, tremendamente excluyente, y que persigue el disenso
Pero estas expresiones de rabia digna, como las llaman, no son sólo reacciones inmediatas, irracionales, meramente violentas. Ellas performan y apuntan a crear imaginarios políticos anticoloniales y a derrumbar signos de un mundo que ha preservado un estado de cosas, que ha reproducido múltiples formas de desprecio.
Así, en medio de tremendos obstáculos, estas experimentaciones políticas intentan apuestas de construcción de un espacio común heterogéneo y conflictivo que se resiste a la privatización de la vida, a la desposesión del futuro, a la negación de las capacidades de la mayoría de los cuerpos y de las potencias afectivas disruptivas a las que pueden dar lugar. En ollas comunitarias, huertas urbanas improvisadas, asambleas populares que emergen en medio de calles bloqueadas para presionar la escucha y defender la vida, se elaboran propuestas para lograr transformaciones sustantivas, ancladas al deseo por una vida digna, que se activa en las solidaridades imprevistas que de pronto surgen: ciudadanxs que traen comida, madres que protegen los cuerpos de lxs jóvenes, nuevas articulaciones con movimientos indígenas, y campesinos que tejen conexiones entre los territorios del campo y de la ciudad, pensadas desde exigencias ecológico políticas amplias, orientadas a frenar el extractivismo de los cuerpos y de los territorios.
No son entonces meras reacciones desesperadas, como lo suponen quienes las miran con condescendencia. En medio de múltiples tensiones, de un caos social que en algunos lugares se vive como inhabitable, se despliegan potencias creativas entre cuerpos expuestos a la mayor vulnerabilidad y que ya no pueden más. Un deseo de transformación que ha ido contagiando a otros, fracturando su escepticismo, aunque, claro, no sin tropiezos, cuestionamientos, conflictos y enormes retos por pensar. Quizá allí —en este deseo, en esta emergente confianza en que podemos cambiar el orden de cosas dado— radique hoy nuestro despertar.
Nota
La reforma tributaria planteada por el presidente Iván Duque provocó manifestaciones masivas en las calles de Colombia. Ante la presión de estas protestas, el Gobierno colombiano decidió retirar la propuesta de reforma. Pero las movilizaciones son producto de un descontento mucho más amplio del pueblo colombiano.
Sobre la autora
Laura Quintana es doctora en Filosofía, profesora asociada y directora del Departamento de Filosofía de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Los Andes (Colombia). Es autora de varios libros. Uno de ellos, Política de los cuerpos. Emancipaciones desde y más allá de Jacques Rancière, recibió a finales del año 2019 en Colombia la mención de honor de los prestigiosos galardones a la investigación que concede la Fundación Alejandro Ángel Escobar, en la categoría de Ciencias Sociales y Humanas.
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