El Principito es un libro sin tiempo: válido para todas las épocas y para todas las edades. ¿Qué enseñanzas tiene la obra de Saint-Exupéry que lo convierten en una obra eterna? La temporalidad de nuestra existencia; que convencen las obras, no las palabras; el valor de cada experiencia…
Por Carlos Javier González Serrano
El Principito, publicado originariamente en 1943 y traducido a más de 250 lenguas, es un libro peculiar desde su inicio. Su autor, Antoine de Saint-Exupéry, arranca con lo que parece ser una dedicatoria, pidiendo perdón a todos los niños por consagrar esta historia a “una persona grande”. Y concluye: “Todas las personas grandes han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan.)”. Al margen del debate sobre cuál era el público al que Saint-Exupéry deseaba interpelar, lo cierto es que El Principito ofrece una vasta pluralidad de niveles de análisis, entre los que se encuentra el filosófico. En este librito, que ha cautivado por igual a niños y mayores, su protagonista nos da una lección de vida sin que en ningún momento debamos atenernos a imperativo alguno: serán la inocencia (que tantas cosas tiene que preguntar, pues “cuando el misterio es demasiado impresionante no es posible desobedecer”) y, más importante, la actitud del inmortal personaje (“solo los niños saben lo que buscan”), lo que transmite al lector un canon de conducta. Convencen las obras, no las palabras. Y es que “los ojos están ciegos. Es necesario buscar en el corazón”.
Dejarse de dibujitos…
El Principito arranca con la alusión a un misterioso yo en un momento determinado de un remoto pasado; desde las primeras líneas, Saint-Exupéry pone así énfasis en la temporalidad de nuestra existencia (tempus fugit). El narrador nos cuenta que, cuando tenía seis años, “vio” una vez una lámina que llamó mucho su atención. El narrador “vio” pues algo fijo, permanente, que no se mueve (y no como pasa, por ejemplo, con el tiempo, que nunca deja de correr); aquella lámina “representaba” a una boa que engullía a una fiera. Y entonces se nos dice que este mismo narrador, tras reflexionar “mucho” sobre “las aventuras de la selva”, decidió hacerse pintor…, aunque más tarde abandonará la idea porque “las personas grandes” le aconsejan dejar a un lado sus “dibujos” para centrarse en geometría, cálculo, historia o gramática.
De esta manera tan funestamente fantástica se relaciona el personaje por primera vez con los adultos: a través de una obligación, de un mandato que, además, arremete contra su primigenia vocación. Es así que, finalmente, el narrador se decanta por los aviones y queda convertido en piloto (oficio que ejerció el propio Saint-Exupéry), lo que por contrapartida le permite conocer, como él mismo nos cuenta, a “muchísima gente seria” y vivir con “personas grandes” (a las que ha visto “muy de cerca”, sin mejorar “excesivamente” su opinión sobre ellas).
«¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!”
Un pequeño Sócrates
Pero de repente todo cambia cuando, tras sufrir un accidente, el forzado piloto se encuentra en el desierto rodeado por la más absoluta nada. Después de descansar un poco, despierta al oír una “extraña vocecita”. Comienza así propiamente el relato de El Principito, en el que ambos protagonistas encuentran a diversas y multiformes personalidades que representan, cada una por su lado, una faceta única del ser humano… adulto. El propio narrador de la historia confiesa que necesitó “mucho tiempo para comprender de dónde venía. El principito, que me acosaba a preguntas, nunca parecía oír las mías”. Como un siempre inconformista Sócrates, ninguna respuesta parece saciar la curiosidad del principito: “Si uno se deja domesticar, corre el riesgo de llorar un poco…”.
Adultos que no entienden nada
Sin duda, una de las luchas conceptuales que tiene lugar con más fuerza en el libro es la de la belleza frente a la burda realidad. Pero nuestros protagonistas, como aseguran, “comprenden la vida” y, por eso, pueden “burlarse de los números”. Lo cierto es que los adultos no entienden nada si no se les habla mediante cifras; y es que las aman profunda y desesperadamente: “Si decís a las personas grandes ‘He visto una hermosa casa de ladrillos rojos con geranios en las ventanas y palomas en el techo…’, no acertarán a imaginarse la casa. Es necesario decirles: ‘He visto una casa de cien mil francos’. Entonces exclaman: ‘¡Qué hermosa es!’”. Y es que una acción es “verdaderamente útil porque es hermosa”, porque encierra un sentido que no pueden comprender los reyes, los hombres de negocios o los científicos.
“¿Los hombres? Creo que existen seis o siete. Los he visto hace años. Pero no se sabe nunca dónde encontrarlos. El viento los lleva. No tienen raíces”
Un librito de apenas cien páginas en el que, de nuevo, quedan expuestos los estrechos límites que separan literatura y filosofía. Saint-Exupéry nos adentra, a través de la añoranza de la infancia, en escabrosos asuntos como el paso del tiempo, la relación entre niños y adultos (y de su mano, la pedagogía), la unicidad y el valor de cada experiencia, el egoísmo y la egolatría, y, por último, aquello que solo puede captarse con un sentido muy especial: “He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”.
Los niños que fuimos todos los mayores
Mucho se ha discutido sobre el tipo de lector al que se dirige El Principito. Una de las obras más conocidas de la literatura universal incorpora una de las dedicatorias también más famosas. Aquí la reproducimos.
“A LEON WERTH. Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Pero tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de comprenderlo todo, incluso los libros para niños. Tengo una tercera excusa todavía: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Tiene, por consiguiente, una gran necesidad de ser consolada. Si no fueran suficientes todas esas razones, quiero entonces dedicar este libro al niño que fue hace tiempo esta persona mayor. Todas las personas mayores antes han sido niños. (Pero pocas de ellas lo recuerdan). Corrijo, por consiguiente, mi dedicatoria: A LEON WERTH cuando era niño”.
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