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El transhumanismo y yo

¿Es posible mover nuestra conciencia a otro cuerpo? ¿Puede la tecnología prometernos la eternidad? Y si lo hiciese... ¿es deseable? ¿Qué implicaciones filosóficas tendría?

2 comentarios

Desde su nacimiento, el transhumanismo, la posibilidad de mejoramiento de la especie humana por medio de la técnica, ha bebido de la ciencia ficción.

Desde su nacimiento, el transhumanismo, la posibilidad de mejoramiento de la especie humana por medio de la técnica, ha bebido de la ciencia ficción.

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En un escenario como el que nos ofrece la neurología del futuro, tal vez podemos/debemos especular con la posibilidad del renacimiento de nuestra identidad en otro cuerpo. Véase por ejemplo el proyecto Brain, que intenta registrar, y por ende predecir, la actividad neurológica de una persona; o los avances en organoides cerebrales (microcerebros artificiales de laboratorio que ya son capaces de producir ondas cerebrales similares a los cerebros de los bebes); o los últimos avances con Neuralink (la empresa de Elon Musk para el desarrollo de implantes neuronales con fines terapéuticos).

Ese es el summum aspiracional del movimiento transhumanista, el cual surgió a partir del trabajo del filósofo norteamericano Max More, pionero en articular los principios del transhumanismo como una filosofía futurista que aspira, desde 1990, al biomejoramiento humano gracias a la tecnología; y que desde su surgimiento ha estado influido por la ciencia ficción (entre los mitos de más solera, el de El hombre invisible, de H. G. Wells, o Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley).

Mente-cuerpo/Cuerpo-mente

Y es que, después de las muchas vueltas que le dieron los griegos —el mundo de las ideas vs lo sensible y el alma idéntica a sí misma e incorrupta, de Platón; o la materia vs la forma, de Aristóteles—, ya nos advirtió René Descartes que eso que llamamos el Yo, el alma, la mente, la conciencia (elige) no puede separarse del cuerpo.

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«Considerar la posibilidad lógica de que existan mentes sin cuerpo equivale a considerar la mente en sí un tipo de sustancia». Descartes

Años después, en 1994, el neurólogo Antonio Damasio, en su libro El error de Descartes, le dio otra vuelta de tuerca al tema, sacando el alma de la glándula pineal —donde la había colocado el filósofo francés— y sugiriendo la existencia de «la huella somática» y la influencia de la emoción sobre la razón, e insistió en que el error de Descartes había consistido precisamente en separarlas.

Sin embargo, por más que de la imposibilidad de la existencia de una mente sin su cuerpo se ha escrito tanto, se ha escrito menos sobre si unos mismos recuerdos, volcados, transmutados y/o copiados en otro cuerpo seguirían siendo el mismo Yo. Tal vez porque muriéndonos llevamos ya bastante millones de años, pero reviviendo, de momento, pocos… por más que nos abrumen los cantos de sirena de los futuristas sobre nuestra inminente inmortalidad. O sea, que tampoco podemos culpar a Descartes por la ausencia de respuestas filosóficas en este punto.

Sin embargo, a principios del XX, Henri Bergson, quien se oponía a las teorías de Ribot —el cual mantenía que la ciencia médica había probado la reducción del espíritu, en forma de memoria, a una región concreta del cerebro—, propuso una distinción entre «memoria mecánica» y «memoria pura» que bien podría usarse hoy para poner en cuestión la idea del renacimiento poshumano en otro cuerpo. Popper, por su parte, sostendría un dualismo entre procesos cerebrales y mentales conscientes (teoría del tercer mundo), o lo que es lo mismo: que el Yo se encuentra en alguna parte fronteriza entre lo ideal y lo sensible y, por tanto, lejos del alcance de los robots —gracias a Dios—. Algo que podría salvarnos de algunas de las profecías más distópicas sobre el inminente advenimiento de la superinteligencia.

El Yo y el amor platónico

Hablando del Yo» y las ideas pasamos con facilidad al otro, al amor y a la cuestión de si amamos un ideal platónico que solo existe en nuestra cabeza —ese cerebro capaz de crearse su propio mundo— mientras buscamos esa misma idea en todos los demás seres. O si podemos encontrarle al fenómeno amoroso un correlato físico con existencia corpórea propia, y del que, atendiendo a los efectos de las segregaciones de serotonina, también nos da cuenta la neurología moderna.

«Puede que el cerebro genere un mundo virtual que es la realidad que cada uno de nosotros ve». Rafael Yuste, neurobiólogo e ideólogo del proyecto Brain

Tanto Platón como Stendhal (experto tratadista en el tema amoroso si los hay) identifican el amor con la búsqueda de la perfección. Dice Shelley, hablando de Stendhal, que «cuando nuestra experiencia sensorial nos pone en contacto con una persona real del mundo que se parece al prototipo, nuestra imaginación ansía referir todas las sensaciones reales a esta perfección que anhelamos de manera instintiva». Así, me parece que ambos temas corren paralelos, el del Yo y el del Otro, y son dignos de explorarse en armonía en clave transhumanista.

La copia: un relato transhumano CIFI-losófico

Será por eso que me he lanzado al ruedo de la ficción filosófico-futurista, aunque, como dice la escritora Ursula Le Guin, el término «ciencia ficción» es confuso y encasillante. Razón por la que a mí últimamente me gusta más hablar de relatos sobre el futuro.

Dice Lydia Davis que ella no sabe por qué escribe un escritor, además de «para decir cosas que le interesen o que le hagan feliz». Me identifico: escribir es un placer que te permite vivir felizmente en otros mundos, dentro o fuera de la caverna, en tu cerebro o en el de tus lectores, alimentando la gran mente colmena que nos ha traído hasta aquí y que ahora amenaza con devorarnos en forma de red. Y es que en todo relato sobre el futuro la mente disfruta de libertad para escapar, sin moral que ahogue o limite lo que puede pensar o decir. Principios lógicos, por el contrario, sí creo que debe haberlos —en eso soy muy aristotélica: la proyección del futuro no debe romper nunca la lógica del presente, a riesgo de perder la verosimilitud que emociona al lector en el relato—. ¡Y qué sería de la filosofía sin pensamiento libre de corsés; o sin poesía; o sin mirar al futuro del mundo exterior, que solo enseña sus sombras a los prisioneros de la caverna!

Así pues, si tenéis curiosidad por explorar la frontera resbaladiza entre el renacimiento humano y la búsqueda del amor; entre lo ideal y lo terrenal; y, tal vez, entre el amor y el desamor, os invito a leer La copia, uno de los relatos del libro colectivo Ni en un millón de años, en el que he tenido la suerte de ser invitada a participar y que se presentó a finales de 2019 en Madrid en el espacio que Prodigioso Volcán tiene en Malasaña. Llamadme dualista pero, como escribo en La copia, «¿cómo pueden unas cuerdas vocales diferentes resucitar la voz de los muertos?».

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2 respuestas

  1. Avatar de Arturo
    Arturo

    Hola, me encanta el artículo. Si no lo has leído te recomiendo la novela “Ciudad Permutación” de Greg Egan. Me gusto mucho su planteamiento del desdoblamiento del yo (y de la realidad) al pasar la consciencia a un soporte informático. Intentaré leer tu relato. Saludos.

    1. Avatar de Filosofía&Co
      Filosofía&Co

      Muchas gracias, Arturo.

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