El problema de escribir atraviesa Cenar con Diotima (Herder, 2018) de principio a fin. En El Banquete se trata más de hablar que de escribir, ya sabemos la manía que al registro de lo escrito tenía Platón. El relato es oral, como en tiempos homéricos: se cuenta lo que se cuenta. ¿Qué tiene esto que ver con la escritura? En El Banquete, Diotima trata de llevar a Sócrates a su terreno: el amor sobrepasa este o aquel objeto de amor. Amamos lo eternamente deseable, que quisiéramos poseer interminablemente.
Entonces, escribir se puede pensar en esta modalidad, como un objeto eternamente anhelado e incompleto, nunca del todo adquirido. Escribir es meter la cabeza debajo del agua y bucear en un medio acuático, que se escurre constantemente, colándose por entre los poros de la piel de todo el cuerpo. Antes de entrar a mojarnos, el agua nos salpica. Nos zambullimos en la escritura porque, en el relato hacia el que dirigimos nuestra vida, la escritura femenina invade los sentidos, construye paradojas, dibuja contradicciones que no quiere superar, sino experimentar. En la risa de la muchacha tracia adivinamos la alegría de un trabajo de pensar que no cae en el agujero oscuro de Tales, en su absorta desatención por lo cotidiano.
Escribir es meter la cabeza debajo del agua y bucear en un medio acuático, que se escurre constantemente, colándose por entre los poros de la piel de todo el cuerpo
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Este mirar las cosas diarias: la mota de polvo en la taza de café que tomamos adormecidas, la tostada con mantequilla y mermelada, la leve brisa que sentimos al salir a la calle por primera vez después de una noche intensa, apacible o en vela, el roce de la ropa que vestimos durante el día, el trocito de papel apercibido en el asfalto mientras cruzamos velozmente para no perder el autobús, la mirada de la mujer desconocida en el semáforo, atenta al color de la chaqueta que llevamos, elegida a tientas en el desorden del armario del recibidor. Todas estas pequeñeces insostenibles forman parte de la escritura, una experiencia de atravesamiento constante en la que todas nos jugamos algo desconocido y no por ello ignorado. En este punto encontramos la feminidad que no se puede escribir.
La historia de Hustvedt
En el capítulo De padres, maridos y profesores cuento la historia de Siri Hustvedt. Hija de un padre profesor y escritor, que no sabe muy bien cómo hablar con ella, Diotima sin un Sócrates al que poder dirigirse. Este padre es silencioso y adopta gestos extraños. Ella, Diotima esforzada por alcanzar su afecto y atención, cuenta que:
“(…) al salir del dentista, agotada de llorar por el dolor de la ortodoncia, su padre paraba en una gasolinera y le compraba un pastelito dulce con chocolate y cerezas que, aunque a ella no le gustaba, se comía calladamente, conmovida y sorprendida por semejante gesto de dulzura y amabilidad.”
Cenar con Diotima, p. 84
Tomamos prestadas las palabras y no las queremos olvidar, pero cuando las depositamos en algún lugar cerrado, chillan porque no quieren estar ahí
En esta leve anécdota tiene lugar la extraña apropiación de una dulzura conmovedora. Hustvedt intenta escribir a pesar de la cerrazón paterna. Hace un doctorado, empieza a publicar. Se fija en otras escritoras: Dyckinson, Gerturde Stein, Virginia Woolf, Jane Austen. Decide no competir con ellas, sino amarlas. Amar a otras en las otras vidas narradas para nosotras, en un modo alternativo de hacerse a sí mismas. Hustvedt prueba también a ser otras, bajando la voz a veces. Ella dice: “Para esconder a la chica.” La escritura de Hustvedt hilvana las palabras del silencio paterno, en una verdadera experiencia frustrada de traducción de lo imposible. Es como engullir un pastel de chocolate y cerezas ofrecido desde la impotencia de saber amar.
La historia de Cixous
En el capítulo Escrituras femeninas y relatos de vida me he ocupado de Hélène Cixous, persona de voz pequeña. Esta mujer extraordinaria, amiga de Derrida, dice que la feminidad es un “modo de escuchar la lengua, distinto para cada sujeto. (…) Leer no es ser, sino decir. El lugar que ocupan las palabras en un decir abierto a otros es el carozo de la feminidad de dentro” (Cenar con Diotima, p. 126).
La feminidad consiste en salir a atrapar las palabras que quedaron escondidas en el fondo de la alacena, tan arriba en el altillo que no alcanzamos a sacarlas ni con la escalera más larga; no cazamos mariposas como Nabokov, sino vocablos en la brisa nocturna, cuando Minerva alzó el vuelo para irse. Hemos tomado prestadas las palabras y no las queremos olvidar, pero después, cuando nos atrevemos a depositarlas suavemente en algún lugar cerrado, como el Word de la pantalla de un ordenador o el cuaderno Moleskine, o el trozo de servilleta del lugar donde hemos comido tan bien acompañadas, las palabras entonces chillan desesperadamente porque no quieren estar ahí. Son como niñas caprichosas, forcejean, patalean furiosamente. Salpican las minúsculas existencias que son nuestras vidas vividas desde abajo.
Las palabras salpicadas son eso: otras voces que debemos alcanzar arriesgadamente. La filosofía también
Diotima nunca quiso ir de invitada a esa cena de hombres en casa de Agatón: ella está presente en el relato que se cuenta, en la historia de una conversación pasada que se “trae a colación” bajo la forma de un cuento narrado entre susurros:
“Diotima como voz pequeña se sitúa en el diálogo de Platón en la serie de palabras gastadas de los hombres que han hablado antes de Sócrates y de los que hablarán después. En su manera de introducir la cuestión del amor, hay en Diotima lo que Cixous llama un “gasto de sí”. Se expone al asunto de hablar con otros y al mismo tiempo señala un querer decir sin incluirse en un discurso previo o predeterminado. Es una pequeña voz en el sentido de la concentración de quien no se ofusca con la pérdida sino situándola en la voz de otros.”
Cenar con Diotima, p. 128
Las palabras salpicadas son eso: otras voces que debemos alcanzar arriesgadamente. La filosofía también.
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