«¡Qué exitosa es esa chica!», «Alcanzó la fama y el éxito, a pesar de nacer en un barrio humilde» o «¡Compra este libro para tener las diez claves del éxito!». Éxito por todas partes en nuestra sociedad. Éxito aquí, éxito allá. Es un mandato de nuestra era, pero ¿qué concepto de éxito es el que se defiende desde estos eslóganes de tazas y libros de autoayuda? ¿A quién beneficia esta idea de éxito? Analizamos estas y otras dudas para indagar filosóficamente si el éxito es o no es lo que parece. Para ello, partimos de la serie Wonderfalls y el concepto de éxito de su protagonista.
Por Julieta Lomelí Balver
Un acercamiento a «Wonderfalls»
En 2004, Bryan Fuller y Todd Holland crearon la serie Wonderfalls. En ella, Jaye Tyler, una recién licenciada en Filosofía por la prestigiosa Brown University, consigue un McJob (en jerga estadounidense, trabajo de poco prestigio, mal remunerado, que no necesita de cualificación y que no permite promoción personal) en una tienda de souvenirs ubicada al lado de las cataratas del Niágara (y con unas vistas preciosas).
Jaye, invadida por una actitud contraria al común optimismo juvenil, vive en una casa rodante (como las autocaravanas, aunque el término «casas rodantes» incluye una tipología más amplia) junto a otros remolques. Jaye parece conformarse con un trabajo muy por debajo de la expectativa común de cualquier profesional.
Asumiendo una actitud anarquista, a Jaye no le importa mucho la idea de éxito que sus padres le han tratado de imponer durante años. Su familia, en cambio, la conforman personajes exitosos: su madre es escritora, su padre es médico y su hermana es una prestigiosa abogada. Ni su hermana, de carácter más bien frío, ni sus progenitores logran comprender el conformismo y la indiferencia que Jaye parece tener ante la vida.
Pero detrás de este carácter y de estas aspiraciones nihilistas (o no) encontramos raíces más profundas. La conducta de la joven filósofa parece emanar de una insatisfacción más profunda, de una rebeldía que se enfrenta a una época que mide el éxito y valora al otro a partir de los logros materiales, una rebeldía contra los grados académicos y contra todo aquello que es uno ante la mirada superficial de los demás. Una mirada que no profundiza más allá de lo inmediato, que no repara en las virtudes, en los afectos, en la sensibilidad, ni en todas esas cualidades inherentes —y no externas a uno mismo— que configuran la realidad de una persona.
La serie avanza y Jaye nos deja ver el otro polo de su ruda y anarquista personalidad: un polo tierno y compasivo. Paradójicamente, la protagonista no respeta las reglas familiares ni sociales, pero sí termina respetando la lógica del universo, dejándose dirigir por los objetos con rostros —por ejemplo, artesanías, peluches, juguetes—. Objetos que han comenzado a hablarle para señalarle, a veces de la maneras más metafórica y surrealista, lo que debería hacer para mantener el orden del universo y salvar a las personas que le rodean de sufrir alguna consecuencia catastróficas.
Así es como Jaye se ve obligada a salir de su egocentrismo. Obligada a salir de sí para ponerle atención a una figurilla con cuerpo y cara de león, o a un pisapapeles en forma de mono, entre otros objetos. Ante estos objetos sentirá el compromiso de no ignorar sus mensajes para, así, ayudar a las personas que —sin querer— la necesitan.
La protagonista de Wonderfalls, una joven filósofa llamada Jaye, rechaza ligar el éxito a lo puramente académico, profesional o material
Jaye, espirítu rebelde
Rememoro Wonderfalls porque siempre pensé que Jaye era, más que una perdedora sin aspiraciones, alguien que reaccionaba de una forma auténtica a una época precaria. Una época como la nuestra. Una época que nos arroja a creer que la única forma de ser felices es tolerando la explotación y la autoexplotación laboral, tolerando el desgaste del cuerpo y de la mente. Una época que nos obliga a aspirar a la perfección que nos dibuja la mercadotecnia, una perfección cada vez más inalcanzable y difícil de habitar.
Jaye se rebela ante la quimera de satisfacer necesidades monstruosas que, en realidad, jamás serán satisfechas. La joven filósofa estalla contra ese optimismo barato que nos hace creer que todo se puede lograr gracias al esfuerzo y que el esfuerzo no debe tener límites. Un esfuerzo absoluto, incluso aunque sea necesario sacrificar nuestra libertad, tiempo, paz y salud física y emocional en aras de cumplir con ese ideal de triunfo y éxito que nos ha sido impuesto por una sociedad cada vez más capitalista, más inhumana y más competitiva.
Pensé en Jaye porque creo que puede ser la figura realizada de lo que la escritora Marian Donner (1974) sugiere en su Manifiesto en contra de la autoayuda (2001). Jaye podría ser ese personaje que se da cuenta del alto grado de frustración que provoca la idea contemporánea de «lograr la felicidad» cumpliendo expectativas, paradójicamente, cada vez más ridículas, superficiales e inaccesibles a la mayoría.
El éxito y la (in)felicidad
En nuestra sociedad, para ser feliz parece más bien ser necesario morar en la infelicidad la mayor parte del tiempo, pero aparentando lo contrario, aparentando ser feliz (aun cuando estés siendo exprimido por tu jefe y tu contexto social). Aparentar que estás siendo feliz, aunque te sientas un miserable tornillo de reemplazo en la gran maquinaria de nuestra sociedad, en una maquinaria que solo se concentra en producir resultados. Una máquina en la que si un día dejas de funcionar, serás tirado a la basura.
Aparentar que eres feliz, aun cuando tus relaciones con los demás sean tan materialistas como lo son tus necesidades. Aparentar la felicidad, en fin, incluso cuando sabes que para los otros eres un engranaje más en esta gran fábrica de infelicidad —al igual que para ti son los otros—. Porque los otros anulan nuestra identidad, como escribe Donner, para que «participes mejor en este juego y te olvides de lo incomprensible que es el mundo en realidad». La anulan para que aprendamos a «aguantar lo inaguantable».
Y además de todo lo dicho, además de asumir que estamos cada vez «más cerca del desgaste profesional», físico y psicológico, además de saber y aceptar que la felicidad está ligada al éxito, además de todo esto, decimos, has de asumir que la culpa es completamente tuya porque te has resistido a tragar no solo las pastillas de Prozac y Xanax con las que te tienen medicado, sino también el modelo de vida contemporáneo al que la lógica actual te ha querido obligar.
Por eso, la Jaye de Wonderfalls prefiere la ataraxia que le provoca no jugar con las perversas reglas de un sistema que nos exprime y a la vez nos satura con estimulantes para que sigamos funcionando, aunque lo hagamos en calidad de zombis. Por eso, Jaye sabe que, como escribe Donner, sí que «es mala señal estar adaptado a una sociedad enferma» que disfraza el agotamiento de eficiencia, la anorexia y el bisturí de belleza, el narcisismo de autocuidado, la competencia irracional y la deslealtad de ambición profesional y la infelicidad de éxito.
Así es esta cara de la realidad. Una realidad perversa, escribe Donner en su Manifiesto. La realidad de…
«… un mundo cruel y nihilista en el que cada uno vela por lo suyo. Un mundo en el que florece la pobreza, el racismo y la explotación. El que quiera sobrevivir aquí tendrá que enfrentarse a esta realidad y, hasta cierto punto aceptarla. Solo se gana participando en el juego y jugando mejor que los demás […]. Participa en el juego o fracasa, es una supervivencia del más fuerte en la que todos velan por sí mismos».
La idea de felicidad o éxito en nuestra sociedad es una idea demoledora para nuestro cuerpo. El ideal de perfección y autoexplotación que esconden impide la germinación de cualquier afecto o sentimiento de placer ante las pequeñas cosas de la vida
¿Y si el éxito no es lo que parece?
Sin embargo, siempre es posible escapar a la perversión de este sistema que nos asfixia y esclaviza (a cambio de migajas, para que él pueda seguir subsistiendo). Sí existe la manera de renegar y desobedecer las reglas aceptadas por la mayoría de la manada. Existe la manera de establecer desde uno mismo la fórmula de lo que —en lo más profundo de nosotros— consideramos que es la felicidad.
El camino a elegir a veces puede ser muy radical, como el que Jaye decidió transitar. Su alternativa es una alternativa que, a pesar de que para los demás signifique ser un fracasado, ante nuestros propios ojos adopta un sentido distinto: el de la libertad y la autenticidad. Usando las palabras de Donner: no hay que aceptar «ser una clavija redonda en un agujero cuadrado». Para ello, es necesario cambiar la respuesta común que se le da a la pregunta de qué es el éxito. «La pregunta simplemente se reduce a cómo defines el crecimiento y la mejora».
¿Y si el éxito para uno tiene más que ver con compartir más tiempo con tu pareja, familia o amigos que con mostrarle a los demás lo bien que te va en tu trabajo —a costa, eso sí, de una soledad impagable—? ¿Y si el éxito para uno es poder jugar en el mundo de la creatividad, a pesar de no ganar en el mundo de los negocios?
¿Y si el verdadero éxito es para uno —como lo es para Jaye— poner atención en los objetos más insignificantes, como por ejemplo, las figurillas de cera y los peluches que venden en la jugueterías (para que te susurren al oído cómo salvaguardar el orden del cosmos, y de paso, cómo ayudar a los demás)?
¿Y si el éxito para uno es sentir felicidad por las pequeñas maravillas que escapan de la lógica de la compra y la venta y que nos son ofrecidas en lo más cotidiano, como la sensación del viento en tus poros, el espectáculo del agua bailando entre las piedras, la mirada de complicidad de quien te acompaña, la satisfacción de haber ayudado a alguien o la caricia de quien amas?
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