«Había deportaciones, pero también había que reírse un poco», afirmó Jetty Cantor, superviviente del campo de concentración de Westerborck (Países Bajos). Leo, no sin estupefacción, que durante su estancia en ese campo Cantor actuó en múltiples ocasiones para las SS y para los internos. Quedo a tomar un café con Juan Ignacio Delgado Alemany, el hombre al que, según sus propias palabras, Ignatius Farray está dando una paliza. Le pregunto por la risa, por la comedia y, también, claro, por la filosofía. Aprovecho la ocasión para contarle las palabras de Cantor, para que me explique, como alguien que se dedica a la comedia, si cree que la risa puede liberarnos.
La comedia, me cuenta, tiene que ver con la libertad; tiene que ver, sobre todo, con la posibilidad de quebrantar, con la connivencia del público, los límites socialmente aceptados. Me habla del heyoka, un personaje del pueblo Lakota (comunidad indígena de Estados Unidos). El heyoka es un hombre al que se le permite que haga todo al revés: que camine hacia atrás y monte a caballo de espaldas.
El heyoka es un «proto-cómico», una suerte de payaso sagrado que provoca la risa de aquellos con los que se cruza. Un bufón al que se le reconoce el privilegio de poder transgredir las normas sociales, de cuestionar, o incluso violar, los tabúes que operan en una comunidad. Por eso, el heyoka, como el cómico que actúa en Lavapiés, es, sobre todo, un «terrorista». Alguien que, si cumple con el cometido que le ha sido asignado, desestabiliza el orden dado y respetado en una comunidad. El cómico, como el filósofo, pregunta por qué las cosas tienen que ser como son.
La risa que provoca la comedia no es un reflejo ni una descarga atemporal. Esa risa burlona no debe confundirse con la respuesta instintiva que los neurobiólogos identifican con la risa de un bebé. La carcajada irónica que arrancan los payasos sagrados surge en el cruce entre miedo y libertad. Durante el tiempo que dura el espectáculo, ese bufón puede ridiculizar las normas sociales, nuestras creencias más profundas. Estoy bastante convencida de que Platón fue de los primeros en hacerse cargo del potencial transformador de la risa irónica, y por eso se empeñó en desterrar a los poetas de su ciudad ideal.
Antes de que nosotras discutiéramos en Twitter sobre los límites del humor, Platón ya había sentenciado que la única risa aceptable era aquella que era inofensiva, la que no generaba controversia, la que no ridiculizaba la tradición. Pero, como insiste Juan Ignacio, a la comedia no se la puede controlar, la comedia es un mono con dos pistolas.
La risa que provoca la comedia no es un reflejo ni una descarga atemporal. La carcajada irónica que arrancan los payasos sagrados surge en el cruce entre miedo y libertad
En el concurso de las Leneas del año 423 a. C. se presentaron tres comedias: dos de ellas ridiculizaban a Sócrates. Los diálogos platónicos dan cuenta del descontento que provocaron en el entorno del filósofo, tanto que en la Apología Sócrates dice temer más a cierto comediógrafo que al propio Ánito —uno de los oradores que encabezó la causa en su contra—. La comedia —eso lo sabían también los griegos— debía mantener un cierto contacto con la realidad, es decir, debía permitir que el objeto de sus risas, lo risible, fuera reconocible.
El «caviladero de mentes sabias» de Las nubes nos planta ante un Sócrates que no se pregunta por la belleza o por el bien, sino por si los mosquitos emiten sus sonidos por la boca o por el culo. Una mente sabia, quizá la más famosa de su época, relegado a ocuparse de cuestiones risibles. No sorprende, pues, que Las nubes de Aristófanes arrancara buenas carcajadas entre las filas del público de las Leneas.
La comedia tiene un rostro jánico: con una cabeza mira a la cultura, a las normas sociales, mientras que con la otra devuelve una risa burlona, irónica. Hay dos respuestas posibles a la decadencia y al patetismo de la vida del ser humano: o reírse o rezar, escribe Juan Ignacio. En su último libro, Meditaciones, Ignatius habla de la angustia, la ansiedad y el abismo. Entre las parades de los remordimientos del pasado y las expectativas del presente, la comedia es un martillo que abre un boquete por el que escapar. Solo aquel que se encuentra perdido, aquel que ha mirado al abismo sin haber caído en él, escribe, puede devolver una risa burlona.
Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti, sentenció Nietzsche y, años más tarde, Barthes definió la fiesta como «el arte de vivir por encima del abismo». La risa irónica que devuelve la comedia a la vida es la de aquel que se ha asomado al abismo, que ha visto «que la mierda siempre gana», que la vida es, como dice el cómico canario, «pro-muerte» y que, con un gesto de autoafirmación, ha abierto mucho la boca y en su cara se ha dibujado un grito sordo.
Cuenta la leyenda que, algunos años después de que su tic nervioso se convirtiera en una de las señas de identidad más reconocible de su comedia, Ignatius leyó en Freud que la representación gráfica de la angustia era un grito sordo. Yo, que no soy cómica, sino investigadora, he intentado buscar esa referencia. No la he encontrado, pero tampoco he querido preguntarle, porque una no lleva varios años estudiando filosofía para conceder, a estas alturas, más autoridad epistémica a una sentencia solo porque la enunciara un intelectual reputado. Se non è vero, è ben trovato, que decimos los españoles.
Hay dos respuestas posibles a la decadencia y al patetismo de la vida del ser humano: o reírse o rezar, escribe Juan Ignacio. En su último libro, Meditaciones, Ignatius habla de la angustia, la ansiedad y el abismo
«Ignatius ya no está solo» es el nombre del dúo cómico que le propuso, hace años, su hijo. Y, como si se tratara de una profecía pronunciada por el oráculo de Móstoles, el presagio se cumplió. Ignatius tiene una legión de personas que, de lunes a jueves, se dan cita en su canal de Twitch, en el particular «chat de la angustia». Por allí han pasado filósofos como Claudia Fernández o Ernesto Castro, con los que ha compartido reflexión sobre la razón poética y el Ulises de Joyce, entre otras cosas.
Sin un tema establecido, dependiendo de las inquietudes que atreviesen al anfitrión ese día o de las lecturas que haya cotejado, miles de personas se reúnen para mirar juntos al abismo y devolverle una sonrisa irónica. Me gusta pensar que la filosofía y la comedia se parecen porque ambas se asoman a lo absurdo de la vida y persisten sin ceder a la desesperación, porque una y otra saben que la única forma soportable de vivir es imaginarse a Sísifo riendo.
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