«No veo más que un mundo que eternamente devora, que eternamente tritura y rumia»
Goethe, Las penas del joven Werther1
Si habláramos al modo de Schopenhauer, diríamos que el pintor y el filósofo no tienen nada en común en cuanto a su realidad fenoménica, pero que se asemejan asombrosamente cuando los consideramos desde la perspectiva (precisamente esa perspectiva que se sustrae a cualquier perspectiva del entendimiento) de la cosa en sí, esto es, de su realidad metafísica.
No se refiere este «enraizamiento» común al hecho de que el filósofo pesimista tuviera alma de artista (Safranski se refiere a Schopenhauer como «el filósofo de los artistas», el cual, frente a Hegel, siempre consideró el arte como una forma más adecuada de expresión de la verdad que los áridos conceptos), o a que a Goya se le pueda considerar el más filósofo de los pintores (está superado ya el viejo prejuicio de Ortega y Gasset de un Goya «ebanista» medio analfabeto que tenía un talento innato para la pintura).
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