Si hay una filosofía que ha conseguido encandilar a personas de toda condición y época esa es el estoicismo. Esta rama del pensamiento, cuya fundación debemos a Zenón de Citio, se mantendría en primera fila de la cultura filosófica durante nada menos que medio milenio (del siglo III a. C. al siglo II d. C.) y mantendría una influencia a través de los siguientes siglos como pocas veces ha visto la historia. Vamos a hacer aquí un repaso a sus características más sobresalientes que quizá expliquen el porqué de semejante éxito.
Una filosofía, dos nombres propios
Como hemos dicho, el fundador del estoicismo fue Zenón de Citio, un discípulo de Crates de Tebas que desarrolló su pensamiento a partir de las tesis cínicas de su maestro (de ahí la clara sintonía entre ambas filosofías en varios aspectos).
Sin embargo, quien convirtió al estoicismo en una doctrina de relevancia fue Crisipo de Solos, quien dirigió la Stoa (la escuela estoica, ubicada en el pórtico pintado de Atenas) desde el 232 a. C. al 204 a. C. Gracias a su enorme talento dialéctico y a su gigantesca producción -nada menos que unas 700 obras, de las que tristemente solo nos han llegado fragmentos-, Crisipo consiguió no solo que el estoicismo fuera una filosofía de gran relevancia, sino que la Stoa llegase a superar a la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles.
Si bien hubo otros filósofos de renombre en esta escuela -como Cleantes, Panecio, Posidonio y su más famoso discípulo, Cicerón- tendríamos que esperar al Imperio Romano para que llegara la nueva remesa de filósofos de enorme fama, con Séneca, Epicteto y el emperador filósofo Marco Aurelio.
El hombre y su moral, preocupación principal
El centro del estudio de los estoicos es muy claro: el ser humano. Toda su filosofía está destinada al hombre, y más concretamente, a su moral. Lógica, física y ética se presentan al servicio de la persona con un objetivo que nunca parece perder el rumbo: enseñarnos a vivir de acuerdo a nuestra naturaleza.
Los estoicos admiten dos principios: la materia y la razón. Pero esta última, en realidad, no es algo separado, sino que podemos encontrarla en todas partes. Razón y Dios se identifican, según los estoicos, porque Dios es el rector del mundo y, al mismo tiempo, su sustancia. Es por este motivo que podemos decir que la naturaleza del mundo es racional.
Todo está ligado por una ley natural, una razón universal, por decirlo de alguna manera. Una unión que integra también al ser humano, conectándolo con el mundo, puesto que él es también un ser racional. Todo este entramado forma una cadena inexorable de relaciones, causas y efectos ya establecidos, que es lo que entendemos como destino. Los estoicos son, por tanto, deterministas. Creen que los sucesos del mundo está preestablecidos y nosotros poco podemos hacer para cambiarlos.
Autarquía: autosuficiencia para ser feliz
Como los cínicos, los estoicos consideran que el ideal del sabio es conseguir no necesitar nada ni a nadie para alcanzar la felicidad en la vida. ¿Y cómo se alcanza esa felicidad? Viviendo conforme a nuestra naturaleza racional, es decir, viviendo virtuosamente.
Puesto que el sabio vive en comunión con el universo y este está perfectamente determinado, el ideal estoico es el que nos transmitió Epicteto: soporta y renuncia. Soporta, porque tu destino va a ser el mismo te guste o no. Es un plan establecido por la divinidad del que no puedes escapar, así que no tenemos más elección que seguirlo dócilmente o dejar que nos arrastre. Y renuncia, porque siempre nos será más fácil alcanzar la paz, y con ella la ansiada felicidad, si no estamos dominados por nuestros deseos y apetitos. Si tenemos pocas necesidades y sabemos controlar nuestras emociones, vivir felizmente será muy sencillo, de ahí la importancia de seguir ambas reglas.
Epicteto ofreció una regla para enfocar la vida: «Soporta y renuncia»
Todo interior, nada exterior
El punto de partida de la ética estoica es que la verdadera felicidad depende únicamente de nosotros mismos. Estas ideas son las que convierten al estoico en un personaje inexpugnable. Nada de lo que hay en el exterior le importa, puesto que todo su esfuerzo está en alcanzar la virtud, en lo que de él depende, en lo que nadie puede arrebatarle… en su interior. Esa es la clave de su fortaleza.
Por mal que le vayan las cosas, el estoico nada teme, pues ha alcanzado la ataraxia, la imperturbabilidad de ánimo. Este concepto es su objetivo final, de la misma manera que el budista persigue alcanzar la iluminación. De este modo el estoico logra vivir en completa paz conforme a su naturaleza. Ante un hombre que acepta su destino y solo se preocupa por vivir de manera virtuosa, ni las emociones, ni el placer, ni el dolor o las riquezas tienen poder. Centrándose en su vida interior, el estoico se posiciona por encima de las cosas materiales y se hace completamente independiente.
Una teoría sensualista
La teoría del conocimiento de los estoicos parte, como la de Aristóteles, los empiristas o los positivistas, de la experiencia sensible. Es decir, de los sentidos. Para los estoicos se trata de un proceso que pasa por diferentes etapas. En primer lugar, lo que nos llega por los sentidos deja una representación (una impresión, dice Zenón) en nuestra razón, que, como ya hemos dicho, es la parte de «divinidad» que poseemos y que nos conecta con la racionalidad de la naturaleza. Sin embargo, esas representaciones no son aún conocimiento. Si aceptáramos sin más eso como una muestra de la realidad, no estaríamos ante un conocimiento, sino ante una opinión. Para que se convierta en conocimiento, esa representación debe poseer una evidencia que invite a la inteligencia a aceptarla. Ese consentimiento debe darlo el hegemonikon, el Yo. El conocimiento llega cuando los datos que nos ofrecen los sentidos pasan por el tamiz de la racionalidad.
Para que las representaciones se conviertan en conocimiento, debemos poseer una evidencia que invite a la inteligencia a aceptarla
Cosmopolitas
Los estoicos, a diferencia de los cínicos, no despreciaban a sus semejantes ni a la sociedad. Para el cínico, todos aquellos que vivían erróneamente no eran más que unos mentecatos, que merecían ser insultados y ridiculizados por su estupidez. Un artífice de ello fue Diógenes, célebre por sus rifirrafes con sujetos de todo pelaje. Sin embargo, la crítica ácida del cínico no trataba de corregir o servir de ejemplo a sus semejantes, sino que se contentaba con menospreciarlos.
Los estoicos, por su parte, tienen esa visión crítica, pero no comparten la forma. De hecho, para ellos la idea de comunidad es sumamente importante. Ahora bien, fieles a su pensamiento y su idea de que el mundo está unido por el fino hilo de la racionalidad, se consideraban ciudadanos del mundo. No creían en ser de aquí o allá por motivos de nacimiento o cultura. Ellos eran de la razón y la virtud, dondequiera que estas reinaran.
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