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Hans Lebert: el mal nuestro de cada día

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Este año se cumplen 100 del nacimiento del escritor austriaco Hans Lebert. Nació en Viena el 9 de enero de 1919 y murió el 19 de agosto de 1993. Es decir, le tocó vivir la época dorada del horror y esta –y sus efectos– impregnaron una obra sofisticada en su concepción y crueldad, bellísima en el lenguaje, aterradora en su fondo. ¿No es una extraña amalgama? La obra de Lebert y el mismo autor no se llevan nada bien con adjetivos ni etiquetas. Quizá por ello siguen siendo tan desconocidos. Quizá por ello hay que recordarlos.

Pilar G. Rodríguez

La piel del lobo, de Hans Lebert, en Muchnik editores.
La piel del lobo, de Hans Lebert, en Muchnik editores.

Un hombre vuelve al pueblo y los demás lo miran con recelo. Es el extranjero, el apátrida, el desterrado, el raro, y lo es frente a los otros, frente al mundo, frente a quienes permanecieron… Para que no quede ninguna duda sobre el arquetipo, Hans Lebert llama Unfreund (antipático, en alemán) al protagonista de su novela La piel del lobo. Lo sitúa en un pequeño pueblo austriaco, en el tiempo del posnazismo y la reconciliación. El pueblo, por cierto, se llama Schweigen (en alemán, silencio). Es decir, no hay ninguna sorpresa y pasa lo que crees que va a pasar: hay drama, asesinatos –para más señas– y una acusación que recae sobre el nuevo, porque ¿los demás? Uy, no, no, no, los demás no hubieran sido capaces. Más en una aldea donde todos se conocen… O quizá no tanto. La piel del lobo se publica en 1960 y recibe buenas críticas: el filósofo y periodista Ernst Fisher escribe: «Es la primera novela austriaca realmente significativa y por eso no se ha publicado en Austria sino en Alemania. Trata sobre unos cadáveres bien enterrados sobre los que crece la hierba de la prosperidad y bailan los extranjeros mientras que una nebulosa de corrección y buenos modales espera su propina».

Un país sobre una «montaña de huesos»

Esa es la expresión que utilizó Hans Lebert en su conferencia titulada Discurso sobre la libertad. Fábula del cambio de papeles a mediados de los 60 para combatir esa magia que, en esa década, había convertido en víctimas al victimario pueblo austriaco. Como si Heldenplatz no hubiera ocurrido. Pero ocurrió y pasó lo que pasó. Y, en palabras de Lebert, ese muro, esa gran montaña de huesos, «¡no tienen trampa! Y entonces es cuando los años de la reconstrucción no se pueden aceptar, son tan inexistentes como irrevocables (…)».

En La piel del lobo, de Hans Lebert, un hombre vuelve al pueblo y los demás lo miran con recelo. Es el extranjero, el raro, el antipático y pasará a ser el asesino en cuanto haya un muerto y se necesiten culpables

«Heldenplatz» y una novela jamás escrita

Heldenplatz, de Thomas Bernhard, en Cuenco de plata.
Heldenplatz, de Thomas Bernhard (Akal/Cuenco de plata).

La plaza de los héroes. Eso es lo que significa Heldenplatz. Es una explanada histórica situada en el centro de Viena salpicada por edificios oficiales y monumentos históricos. Es también el lugar por donde desfilaron las tropas alemanas recibidas con entusiasmo por el pueblo austriaco en marzo de 1938. El 15 de ese mes, Hitler declaró la anexión de Austria a Alemania en esta plaza ante una alegre multitud. Pero este hecho se le atragantó tanto a Thomas Bernhard, el escritor austriaco más conocido –en ocasiones más por sus ataques y furibundas críticas al país que por su buena literatura–, como a uno de los menos, Hans Lebert. El primero le dedicó a la plaza su obra Heldenplatz. En ella, un profesor de la universidad de Viena, Josef Schuster, que vive en un apartamento en la plaza de los héroes se acaba suicidando: han pasado 50 años del día de la anexión, pero los vítores de la multitud y los ecos de la anexión no se han acallado y siguen llegando frescos a esa casa tal y como llegaron el día fatídico.

Portada de la monografía dedicada a Hans Lebert, editada por Droschl. En ella se incluye un capítulo dedicado a la recepción de Lebert en España que firma Georg, Pichler, profesor en la universidad de Alcalá.
Portada de la monografía dedicada a Hans Lebert, editada por Droschl. En ella se incluye un capítulo dedicado a la recepción de Lebert en España que firma Georg, Pichler, profesor en la universidad de Alcalá.

Hans Lebert evidenció también su trauma ante aquellos acontecimientos. Se refería a la fecha innombrable con estas palabras en el discurso escrito tras la concesión del premio Grillparzer: «He vivido muchos días muy amargos, pero ninguno como aquel de marzo de 1938, en el que Austria decidió dejar de existir». El título del discurso, por cierto, que resultó muy polémico, era Proteged vuestra tierra vosotros mismos y tampoco lo leyó él sino un actor: Wolfgang Gasser, que –oh, casualidad– había tenido un papel protagonista en Heldenplatz. En alguna ocasión, Hans Lebert manifestó su intención de escribir una novela para la que tenía título: En la noche, cuando fui traicionado. No llegó a materializarse. En España, años después, la tarea la retomó el escritor Andrés Sorel, uno de los pocos que investigaron la obra de Hans Lebert, y quiso llevar ese título a la novela La noche en que fui traicionada. Su acción se sitúa en El Barco de Ávila y la fecha de referencia es el 18 de julio de 1936. Habla de esa labor y del propio Lebert en uno de los ensayos que se incluyeron en el monográfico de la revista República de la Letras dedicado a Lebert, en el año 2002.

El silencio y la mentira de la reconstrucción son dos de los grandes traumas literarios, vitales también, de Hans Lebert. Se materializarán en todas sus obras y en todos los géneros de las mismas junto con un tercero, el juego de la culpa y la falsa inocencia. En La piel del lobo se prefiere este último. Los personajes –los muy buenos personajes– sostienen por completo todo el peso de la narración por lo que dicen, por cómo lo dicen y por lo que callan. El narrador se aparta, se echa a un lado, pero los está esperando. Los espera sobre todo en la taberna donde, ayudados por el schnapps, su lengua está siempre al borde de soltarse:

– Nosotros seguiremos siendo nosotros –dijo Habergeier, tras echarse un trago al cuerpo.
– Nosotros seguiremos siendo nosotros –dijo Rotschdel, por lo visto movido por una irresistible compulsión de imitar al cazador.
– ¡Seguiremos siendo los de siempre! –confirmó este y se echo otro trago.
– ¡Los de siempre! –dijo Rotschdel–. Pase lo que pase.
– Pero –dijo Habergeier levantando el dedo –hay que saber conectar, hay que ir con el tiempo.
– Muy bien dicho! Hay que ir con el tiempo. Hay que saber conectar.

(Nota: en la novela lo dice uno de los lugareños, pero en la historia de la filosofía lo dijo –y más bien lo hizo– el exquisito Heidegger).

En vez de describir a los personajes, Lebert prefiere que ellos hablen, que se suelten la lengua en el bar mientras él parece tomar nota de lo que dicen y de lo que callan

Y mientras en el pueblo, Silencio, los habitantes tratan de cohabitar con esa culpa que anda enterrada en forma de muertos en el horno de ladrillos y que sobre todo anda oculta en sus corazones, en su memoria o en otros lugares de sus cuerpos, la naturaleza no tiene ningún problema con ella. La naturaleza no disimula, es culpable en las novelas de Lebert porque todos son culpables: la diferencia es que ella no tiene remilgos. El entorno es nazi y esa traslación es una de las más hermosas, delicadas y literarias formas de expresar que nada podía escapar primero a los hechos, luego a las consecuencias y después a la culpa. Así, el sol tiene espadas, en vez de rayos y la luz da latigazos. Los árboles parecen ejecutar el saludo nazi con el movimiento de sus ramas y los cuervos vuelan en paralelo como aviones de guerra y muerte. Pero ¿quién es Hans Lebert? ¿Por qué enjuicia a todos sus contemporáneos, a toda la época? ¿Cómo vivió y cómo actuó? Esta es la historia de un autor con una vida más novelesca que sus propias novelas.

La naturaleza no disimula, es culpable en las novelas de Lebert porque todos son culpables: la diferencia es que ella no tiene que disimularlo

Sigfrido escribe novelas

La leyenda lo acompaña desde antes de nacer. Hay posibilidades de que Hans Lebert sea nieto del emperador Francisco José porque su abuela había sido su amante. Y fue sobrino de Alban Berg, porque su tía Helene se casó con el célebre compositor, de modo que, desde pequeño, trató con intelectuales de muy distintas disciplinas artísticas. Lebert es un niño cuando empieza a pintar, también le interesa la escritura, pero su destino profesional parece ser la música. Estudia canto, tiene una buena voz de tenor, le apasiona Wagner y con 22 años se convirtió en el Sigfrido más joven de la historia. A pesar de los viajes, de los conciertos, no consigue evitar el llamamiento a filas de la Wehrmacht y bajo la sospecha de que ha estado esquivando el requerimiento lo acusan de desertor y lo detienen. Finalmente fue declarado no apto para el servicio militar, pero para ello tuvo que poner en práctica una estrategia muy arriesgada. 

La sociedad secreta del gas venenoso

Un plan loco fue el que finalmente libró a Hans Lebert de aquella locura colectiva que, en ocasiones, se dice fue aquella guerra: aprovechando sus dotes y experiencia de actor, en su cautiverio fingiría una enfermedad mental. Para ello, comenzó a escribir a las autoridades dando cuenta de una sociedad secreta –llamada del gas venenoso– que habría descubierto, y cuyo objetivo era exterminar a los jóvenes en edad militar. Las autoridades lo disculparon del llamamiento a filas y recomendaron su internamiento. Pero no lo dejaron en paz, lo citaron para otra comparecencia y allí Lebert representó su mejor papel. Se levanta, gesticula, va y viene… Prepara la escena final en la que, a gritos, acusa a gritos al tribunal de ser comediantes y actuar por encargo de la Asociación Americana del gas venenoso. «¡Heil Hitler! Fue la única vez que levanté la mano e hice el saludo. Luego me di la vuelta, me dirigí hacia la puerta y me largué. Un año después me llegó la carta donde me declaraban no apto para el servicio militar».

El círculo de fuego, de Hans Lebert, en Muchnik editores.
El círculo de fuego, de Hans Lebert, en Muchnik editores.

Transcurrían los años finales de la guerra, el pesimismo se extendía y no había ganas de teatro ni de ópera en el centro de Europa. Wagner y el Reich entero entraban en decadencia y Lebert cae en el bando de la literatura. Comienza por la escritura de relatos y publica un par de obras mientras prepara La piel del lobo, que tendrá repercusión, premios incluso, buenas críticas y alguna mala, lo cual no le sentará mal al prestigio del autor. Lebert entra en los círculos literarios… pero tampoco demasiado. Enseguida se retrae o no es del todo bien acogido o aceptado –nunca se sabe qué va primero en estas operaciones– y todo se agudiza cuando se publica la segunda novela, El círculo de fuego. Con ella la crítica (mala) es ya unánime. Sobre todo es que la novela se presenta en mal momento. Se publica en 1971 y ese pueblo austriaco que tan bien retrataba en La piel del lobo tiene ya su mirada fija en el futuro, ha seguido hacia delante. ¿A qué seguir erre que erre con el pasado?

Sí, Lebert es un escritor de lo mismo, por lo cual se hace un que o se toma o se deja. En su segunda novela, se retoma a sí mismo y a sus temas. El círculo de fuego es la historia de dos hermanastros separados durante la guerra que se vuelven a reencontrar en la casa familiar de las montañas. Sí, el paisaje, el ambiente es –o podría ser– el mismo. Pero algo sí ha pasado: la guerra. Ella fue guardiana en un campo de concentración. Él huyó, no quería tomar partido y la huida fue su camino. Tensión es la palabra que define esa extraña convivencia y Lebert no rechaza ninguna: hay tensión política, palabras y silencios de reproche, ira. Y hay tensión sexual: olores –en vez de aire– de familia, agarrones, miradas, roces y forcejeos… La extraña pareja se conoce, se reconoce, se detesta, se atrae, se maltrata, se asesina, se salva, se perpetúa…

En su segunda novela, El círculo de fuego, Lebert retoma los temas, el paisaje, el entorno… En realidad, en distintos géneros (cultivó la poesía y el relato) contaba siempre la misma historia: la suya, la de su país

Esta reinterpretación explícita de El anillo del nibelungo wagneriano, esta lectura perturbadora de la reciente historia austriaca venía de nalgas y estaba condenada al silencio desde el mismo alumbramiento, y por eso Lebert la defendió con vehemencia: «Me gustaría decir que, si alguien puede escribir El círculo de fuego, ese alguien soy yo. No tengo ningún trauma nacionalsocialista ni el resentimiento de quienes apostaron por el Reich y perdieron. Soy objetivo y comprometido por igual. Sin embargo, habrá mucha gente que no lo entienda o lo entienda mal. Los de la izquierda me acusarán de nazi y la derecha de bolchevique inculto. Para mí este libro significó encontrar el equilibrio sobre filos cortantes, entre el sentimentalismo devoto, el fetichismo, la novela patriótica, el chisme y la agitación política».

El mal radical

Lebert hizo pleno con su pronóstico. La novela no fue entendida y él fue acusado. Se trató de la novela más incómoda posible en el momento menos adecuado. Como explica el traductor, Adan Kovacsics en el mencionado monográfico de República de las letras: «Su obra se niega a introducir el consuelo. Sus lectores debían sentirse incómodos: allí donde normalmente encontraban un centro para apoyarse no había nada». Como mucho, Lebert les hablaba de montañas de huesos y de cadáveres que tampoco era, ni sigue siendo, un tema para el mainstream. A Lebert le interesa el mal y nada más y va allá donde cree que va a encontrarlo. En realidad, no va a ningún lado; como mucho sale de casa y observa, escucha, lee. «Me interesa el mal en sí, y lo he buscado allí donde más confiaba en encontrarlo, en nuestro presente». ¿Qué pasa? Que nada suele conseguirse en estado puro y tampoco el mal. Si tomamos el ejemplo de los personajes de El círculo de fuego, el mal lo encarna ella, Hildegard, la guardiana, la asesina. Lebert echa por tierra el argumento de que enrolarse en el nazismo era algo de pusilánimes, resentidos, cobardes o violentos. Ni siquiera de seres normales, no. «Lo que Lebert se propuso como reto especialísimo fue demostrar que una persona hecha de la mejor sustancia, Hilde en este caso, también era susceptible de entrar (…)», afirma uno de los máximos expertos en la obra de Lebert, el crítico literario Jürgen Egyptien. Y al contrario, tampoco el hermanastro es el epítome de la bondad. Y –a decir verdad– sale bastante mal parado en las páginas de El círculo de fuego.

Lebert: «Me interesa el mal en sí, y lo he buscado allí donde más confiaba en encontrarlo, en nuestro presente»

«Se me quitaron las ganas de escribir»

Tras esta novela y su recepción, Lebert declara haberse quedado sin ganas de escribir. También se había quedado sin su primera esposa en 1974. Tras casi dos décadas de silencio por una parte y olvido, al final de su vida, en los 90, algunos autores reivindican su obra y rehabilitan a su autor, que es ya un hombre enfermo. Entre ellas destaca la voz de la Premio Nobel de Literatura Elfriede Jelinek, que en una de sus novelas, Los hijos de los muertos, le rinde un particular homenaje.

Hans Lebert murió el 19 de agosto de 1993 y está enterrado en el cementerio central de Viena. A la ceremonia no acudió ningún representante de las letras austriacas. Sus libros, editados por Muchnik, se pueden encontrar –con suerte– en librerías de viejo.

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