La constatación de un vacío
Es común en los planes de estudio —o al menos así lo ha sido durante décadas— estudiar la historia de la filosofía con un enorme vacío en su interior. Se estudia la filosofía griega, por supuesto, donde se destacan las grandes aportaciones de Sócrates, Platón y Aristóteles; después, se habla de los neoplatónicos y de las diversas escuelas griegas (estoica, epicúrea…). Normalmente, de ahí se da el salto a los padres de la Iglesia, con el objetivo de estudiar la recepción cristiana de esta filosofía griega. El culmen de esta recepción se coloca en el platonismo de Agustín de Hipona, que suele acompañarse de la recepción aristotélica de Tomás de Aquino.
Pero entre uno y otro (entre Agustín y Tomás) hay casi un milenio. ¿Qué pasó entre medias? Y, sobre todo, ¿es que Agustín de Hipona no conocía a Aristóteles? ¿Por qué esa recepción tan tardía del filósofo griego? La razón es que los textos de Aristóteles no llegaron a Europa con los textos platónicos. Para que Tomás de Aquino pudiera recibir los textos de Aristóteles en el siglo XIII, estos tuvieron que viajar desde Grecia al sur de Turquía, y de ahí a Siria, donde entraron en contacto con el pueblo árabe y la cultura islámica. Fueron precisamente las traducciones árabes las que se tradujeron al latín en la península ibérica, traducciones que luego se diseminaron por toda Europa.
Esta peripecia literaria puede parecer una historieta anodina, un chisme anecdótico sin enjundia para nuestro propósito. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Este viaje de las obras griegas destaca una verdad fundamental: durante varios siglos, los grandes avances intelectual y filosóficos se dieron en los países árabes y al abrigo de la cultura musulmana. La pregunta que surge, entonces, es obvia: ¿cómo podemos no tener constancia de estos avances o de sus filósofos? ¿Cómo es posible que nombres como Ibn Hazm o Ibn Tufayl nos resulten mucho más lejanos que otros (como, precisamente, los de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino)? Este artículo pretende saldar la deuda con uno de esos autores: Ibn Hazm.
Contrariamente a lo que muchos prejuicios —islamófobos— de nuestro tiempo nos podrían hacer pensar, la cultura musulmana ha sido históricamente (y en especial en el período que aquí nos ocupa) una cultura abierta al diálogo y al intercambio. Su pensamiento fue un pensamiento vivo, que reflexionaba desde una posición religiosa particular, sí, pero no por ello se anquilosaba en disputas metafísicas y teológicas (como sí ocurrió en la Europa cristiana del mismo período). En este sentido, al-Ándalus (en árabe clásico, الأندلس o الأَنْدَلُس) es un buen ejemplo de ello, sobre todo en su primer período, con su tolerancia al resto de religiones y su convivencia pacífica.
Entre Agustín de Hipona y Tomás de Aquino hay casi mil años en los que la filosofía discurrió, principalmente, por ciudades árabes como Bagdad, Córdoba o Teherán
Expansión islámica y primeros contactos filosóficos
La expansión musulmana comenzó en el año 635 de nuestra era. En su momento de máximo apogeo, los territorios conquistados abarcaban desde los Pirineos hasta la India, teniendo su punto central en Asia Occidental, especialmente en la península Arábiga. Dentro de todo este territorio, fue en Judea donde los árabes entraron en contacto con la cultura helénica y con los escritos de los principales filósofos de la Grecia clásica.
De todos estos filósofos, Aristóteles se convirtió rápidamente en el favorito de los pensadores musulmanes, de ahí que la recepción de las obras aristótelicas fuese más temprana y más rica en estos países que en la Europa cristiana. De todas su filosofía, fue la lógica aristotélica la parte que fue más aceptada (casi de inmediato), aunque más tarde se aceptó casi la totalidad de su filosofía (incluso obras que hoy sabemos que son apócrifas).
De entre todos los gobernantes musulmanes, es importante destacar al califa abbasí al-Mamún (813-833), que desempeñó un papel crucial en la traducción de las obras filosóficas de la Antigua Grecia, movilizando una cantidad enorme de recursos de su califato para ello. Esta importante labor cultural de traducción y reconocimiento de la filosofía helénica se dio en lo que se conoció como la Casa de la Sabiduría (en Bagdad, actual Irak), sentando uno de los principales focos de pensamiento de ese momento. A partir de esta explosión de traducciones, la cultura árabe experimentó un crecimiento intelectual y cultural similar al de la antigua Grecia, con propuestas novedosas y reinterpretaciones de la filosofía anterior.
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