Han pasado nueve años desde que un cáncer de esófago acabara de forma temprana con la vida de Christopher Hitchens. El filósofo chileno Rogelio Rodríguez recuerda a este escritor británico que se estableció en Estados Unidos, del que dice que «consideraba que el mayor honor de su vida era haber desempeñado un papel en la lucha contra las religiones organizadas y a favor de la razón y la ciencia».
Por Rogelio Rodríguez Muñoz, licenciado en Filosofía
Se cumplen nueve años del fallecimiento de Christopher Hitchens (13 de abril de 1949-15 de diciembre de 2011) y seguimos evocando su voz y sus ideas, las que están más vigentes que nunca.
Británico de nacimiento, pero norteamericano por propia decisión, Hitchens representó siempre la agudeza, la vivacidad y la fuerza de la genuina reflexión crítica, la desafiante lucidez del más pleno ejercicio intelectual. Sin pretender forjar un conjunto de dogmas definidos, alejado de los ropajes ideológicos a la moda, hablando solo desde sí mismo sin personificar doctrina alguna, solidario con el dolor y sufrimiento de los perseguidos por credos supuestamente poseedores de «certezas absolutas», apasionado de la vida a la que le exprimió toda su savia mientras pudo, Hitchens arremetió con su pluma erudita, irónica, libertaria, contra reyezuelos de todas layas desnudándolos sin vacilaciones: la monarquía británica, Kissinger, Clinton, la madre Teresa de Calcuta, los islamistas radicales… Y no trepidó en defender al escritor Salman Rushdie, mientras este era condenado a muerte por la barbarie teocrática. Poco después de terminar sus memorias —tituladas Hitch–22—, un cáncer al esófago puso fin a sus días.
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