Cuando David Foster Wallace llevaba unos cuantos días embarcado en un lujoso crucero por el Caribe, se percató de un detalle curioso y ciertamente estremecedor. Siempre que salía a dar una vuelta por el barco, alguien entraba en su camarote y lo ordenaba a la perfección. ¿Cómo era posible que, todos los días, a la vuelta del desayuno, apareciesen dos bombones debajo de la almohada y una toalla con forma de cisne sobre la cama?
Se trataba del personal de limpieza, de eso no había duda, pero el asunto inquietante era otro: no había manera de cruzarse cara a cara con ellos. Las artimañas desplegadas por Foster Wallace para descubrir in situ a los perpetradores del orden de su camarote fueron de lo más agudas e ingeniosas (están relatadas en uno de los capítulos de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer), pero todas resultaron infructuosas.
Era como si el personal de limpieza se moviese en una dimensión espacio-temporal paralela a la del resto de los turistas, o accediera a los camarotes por pasadizos secretos e inaccesibles para los clientes del crucero. En todo caso, resultaban invisibles a ojos de los demás.
Algo parecido puede decirse de las personas que aparecen en Todos los vivos y los muertos, de Hayley Campbell, una excelente colección de entrevistas a profesionales del mundo funerario, recientemente publicada por la editorial Capitán Swing, en una magnífica traducción de Jesús Fernández Abela. Por el libro de Campbell transita una docena de personas cuyos trabajos pasan completamente desapercibidos para la mayoría de nosotros, a pesar de ser los encargados de poner orden en el barullo que se produce cuando la muerte, en cualquiera de sus formas, se cuela por el ojo de buey del camarote de nuestras vidas.
¿Quiénes son los invisibles de la muerte?
Nuestro mundo se parece por momentos a un crucero gigante donde abundan el lujo, las fiestas y la diversión —o eso dicen—. Aun así, algunas veces ocurren cosas no del todo agradables durante esta suerte de vacaciones perpetuas. Por ejemplo, puede que un día nos despertemos con la noticia del fallecimiento de algún familiar o conocido. El ritmo normal de los acontecimientos se desbarata y nuestra vida se convierte en un desorden de dimensiones considerables.
No obstante, pasadas unas cuantas horas, las cosas vuelven a su lugar: nos informan de las causas del fallecimiento, del tanatorio donde se realizará el velatorio, de la hora del entierro o la incineración. Nos despedimos de nuestros seres queridos en cuerpo presente y retomamos progresivamente el curso de la vida. Seguimos con nuestras cosas, pero sin darnos cuenta de que alguien ha realizado un montón de trabajo (¿sucio?) para que lidiemos de la mejor manera posible con la muerte, y también para que los muertos transiten decentemente a mejor vida.
Alguien, por ejemplo, se ha encargado de meter y sacar el cuerpo del fallecido en las cámaras frigoríficas del hospital; alguien lo ha embalsamado, y otros tantos lo han vestido y maquillado; alguien lo ha trasladado al tanatorio, y, una vez allí, otros saben cómo organizar el velatorio para que la despedida del difunto se desarrolle con normalidad. Desde la expiración hasta el entierro, son muchos los profesionales que aportan su granito de arena para que el enfrentamiento directo con este hecho fundamental de nuestras vidas, la muerte, sea una experiencia digna para todos los implicados.
Los profesionales del mundo funerario —protagonistas del libro Todos los vivos y los muertos, de Hayley Campbell— trabajan en silencio para que el caos de la muerte se ordene sin que apenas reparemos en ellos
Visibilizar a un número importante de estos profesionales es una de las grandes aportaciones del libro de Campbell. Desde Poppy, la directora de una funeraria modesta donde se trata a los fallecidos como si fuesen familiares de los propios empleados (¿te acuerdas de Fisher & Sons, la funeraria de la serie Six Feet Under?), hasta Dennis Kowalski, director de un instituto «criónico» de Detroit, pasando por anatomistas, embalsamadores, enterradores o trabajadores de un crematorio; Campbell relata, mediante narraciones de su propia experiencia durante el transcurso de las entrevistas, el día a día del tratamiento con la muerte.
Y lo hace muy bien, rehuyendo los tópicos manidos en torno a la muerte. En Todos los vivos y los muertos no se encuentran reflexiones filosóficas de (supuestos) altos vuelos, pero sí hay filosofía. Tampoco se trata de un estudio de sociología crítica acerca de la industria de la muerte, pero sí hay crítica social, y mucha. Por momentos, se describe con pelos y señales todo lo que ocurre en una sala de autopsias repleta de aparatos quirúrgicos, cámaras frigoríficas, productos químicos y líquidos corporales de diferentes densidades y olores, pero sin caer en el morbo o el amarillismo.
Finalmente, no hay rastro de sensiblería ni de espiritualidad cool, pero en el libro hay numerosos pasajes que emocionan hasta las lágrimas, del mismo modo que, por momentos, se logra que el lector conecte con dimensiones de la existencia profundamente humanas.
¿Y cómo se consigue todo esto? Muy sencillo: Campbell se limita a contar lo que vio y sintió en el transcurso de las entrevistas, así como a dar voz a los entrevistados, atendiendo a los detalles concretos que ellos mismos relatan acerca de sus quehaceres cotidianos. No hace falta nada más para que la humanidad de los entrevistados —y, por momentos, también su inhumanidad— florezca por sí misma.
Terry Regnier, por ejemplo, se dedica a preparar los cuerpos donados a la ciencia para que los futuros médicos e investigadores realicen sus prácticas y análisis. Disecciona cuerpos a diario, guarda órganos, piernas y brazos en sus respectivas cámaras frigoríficas, y su jornada laboral suele terminar juntando las cabezas de los cadáveres —que se han movido de un lado para el otro— con sus respectivos cuerpos.
Se diría que, para conservar su salud física y mental, Terry no tiene otra opción que convertirse en un autómata de la disección, y en gran medida es así. Pero este buen hombre también se encarga de conservar detalles significativos de los cuerpos que disecciona, como pueden ser tatuajes o uñas pintadas. El objetivo: que los estudiantes de medicina recuerden, cuando vean esas marcas, que ese cuerpo descuartizado perteneció a una persona con vida propia.
El libro visibiliza con lucidez a quienes trabajan con la muerte desde múltiples frentes: funerarias, autopsias, criónica o máscaras mortuorias. Campbell narra sus experiencias sin sensiblería ni morbo, logrando una crítica social precisa y profundamente humana
La extravagancia de la muerte
Campbell entrevista a profesionales de la muerte realmente extravagantes. Es el caso de Nick Reynolds, hijo de uno de los delincuentes más perseguidos del Reino Unido por el asalto al tren postal de Glasgow-Londres en 1963. Nick se dedica a la elaboración de máscaras mortuorias, una profesión muy respetada en el pasado, aunque en franco declive en nuestros días. Ha realizado máscaras mortuorias de personajes muy conocidos —incluida la de su propio padre— y sabe muy bien qué hay detrás de algo tan misterioso como intentar preservar tu rostro cuando ya no estás entre los vivos.
En la mayoría de los casos, no es más que un afán de eternidad al que se aspira gracias a cuantías considerables (hacerse una máscara mortuoria no está al alcance de todos los bolsillos), pero también hay algo más. En el año 2007, Nick viajó a Texas para asistir a la ejecución de John Joe Amador, quien había sido condenado a la inyección letal por el asesinato de un taxista (en el libro hay una entrevista a Jerry, verdugo de una cárcel de Virginia, que no tiene desperdicio).
Para Nick, se trataba de un ejemplo manifiesto de injusticia, y decidió, junto con la familia del reo, realizarle una máscara. No fue para nada fácil —las autoridades pusieron mil trabas—, pero finalmente lo consiguió: «Hablé con John Joe Amador justo antes de que lo ejecutaran. En realidad, estaba superemocionado. Me dijo: ‘Guau, eres el tío que me va a hacer la máscara mortuoria. Es un honor que normalmente solo reciben personas como reyes y así. Pensaba que era una basura. Ahora sé que soy alguien’».
La muerte ocurre en los lugares más insospechados y suele dejar rastros y manchas por doquier. Alguien tiene que limpiarlas, y ese es precisamente el cometido de la empresa de Neal, Crime Scene Cleaners Inc. Su labor no es otra que limpiar aquellos lugares donde se han cometido crímenes de todo tipo, pero también se ocupa de la limpieza de pisos y departamentos donde se encuentran cadáveres de personas que llevan muertas varios días, semanas o meses.
Neal ha tenido que aprender a realizar bien su trabajo por su propia cuenta. Así, por ejemplo, sabe que no basta con tirar a la basura el colchón donde se encontraba el cuerpo para eliminar el hedor de la habitación, ya que las moscas y demás insectos han impregnado imperceptiblemente todas las paredes con restos del cadáver putrefacto. En el capítulo dedicado a la entrevista con Neal, nos encontramos ante alguien para quien la muerte no es más que un negocio como cualquier otro.
Sus clientes le producen asco y suele tratarlos con desdén y apatía, pero hace bien su trabajo: todo queda limpio y nadie puede hacerle ninguna objeción. Publica imágenes de las escenas del crimen en su cuenta de Instagram. Neal le tiene miedo a la muerte, como cualquier persona normal y corriente, y, aunque lo intenta encubrir bajo su pose de tipo duro, veinte años limpiando escenas de crímenes le han pasado factura, como le ocurriría a cualquier otro mortal.
Campbell retrata a figuras como Nick Reynolds, creador de máscaras mortuorias, y Neal, limpiador de escenas de crimen, revelando dimensiones éticas y materiales del trabajo con la muerte. Sus testimonios muestran cómo incluso en contextos brutales, persiste un deseo de dignidad
Entre el equilibrio y el desequilibrio emocional
Otro de los aspectos a destacar de Todos los vivos y los muertos es la propia actitud de la autora ante semejante cantidad de experiencias impactantes vividas en el transcurso de las entrevistas. Desde pequeña, Campbell está familiarizada con la muerte. Su padre, Eddie Campbell, es un famoso dibujante de cómics británico conocido por su novela gráfica From Hell, basada en los crímenes de Jack el Destripador.
En el despacho del señor Campbell, Hayley podía encontrar imágenes de autopsias de crímenes escabrosos al lado de riñones de animales o calaveras. Cuando, años más tarde, Campbell se decidió a realizar las entrevistas del libro que reseñamos aquí, su disposición emocional frente a la muerte era bastante robusta. Aun así, todos tenemos un límite más allá del cual se desencadenan los desequilibrios emocionales.
La autora se quiebra parcialmente en el capítulo dedicado a Mark Oliver, director de una empresa dedicada a la identificación de víctimas de catástrofes humanas y naturales —¿qué lleva a los familiares de las víctimas de un accidente aéreo a querer ver los restos carbonizados de sus seres queridos?—, pero termina completamente derrumbada ante la imagen del cuerpo sin vida de un bebé en la bañera de una sala de autopsias.
Campbell recoge en ese capítulo una afirmación de Julia Kristeva que resume sus emociones y pensamientos a raíz de esta experiencia: «El cadáver, visto sin Dios y fuera de la ciencia, es la máxima abyección. Es la muerte infectando la vida». La autora tan solo se recuperará parcialmente de las secuelas de esta situación unas semanas más tarde, gracias al ejemplo y las palabras alentadoras, colmadas de amor y sensibilidad, de Clare, una partera que, tras una experiencia traumática en el parto de un recién nacido sin vida, decide dedicar toda su vida a ser comadrona de duelo, asistiendo a embarazadas que dan a luz bebés que apenas respirarán unos minutos el aire de este mundo.
La autora, habituada desde niña a la muerte, se enfrenta a su límite emocional al ver el cuerpo de un bebé. Solo la ternura de una comadrona de duelo logra reconfortarla
En el epílogo de Todos los vivos y los muertos, Campbell confiesa que el proyecto de este libro se le estaba yendo de las manos a medida que avanzaba con las entrevistas. La cantidad de posibles personajes aumentaba exponencialmente y comenzaba a sentirse realmente abrumada. No obstante, gracias a una conversación con Mattick, un policía retirado de homicidios, se da cuenta de que no necesita realizar más entrevistas: «Me estás preguntando por cosas que ya has experimentado. Me preguntas qué cosas llevas dentro, cuando tú ya tienes estas cosas dentro de ti». Más adelante, Mattick sentencia:
«Nunca te podrás deshacer de las imágenes. No lo digo por ser cruel. Habrá desencadenantes que te harán recordar estas cosas. Estarás en algún sitio y no sabrás por qué, pero de repente aparecerán. Y no podrás detenerlas. Porque lo que has visto no es normal. Las cosas por las que me estabas preguntando. Ya estás metida en ello».
Efectivamente, cuando vemos y sentimos la muerte de cerca, nuestra vida deja de ser la misma. Decía William James que todos los seres humanos llevamos el gusano de la muerte en el pecho (the worm at the core) y que, precisamente por ello, cuando nos percatamos de su existencia, nos convertimos en metafísicos melancólicos. Esto es lo que le ocurre a Campbell, y posiblemente lo que nos ocurriría a cualquiera de nosotros.
La melancolía no tiene buena prensa (y mucho menos la metafísica), pero tal vez sea una emoción positiva para lidiar con aquellos momentos de la existencia humana más radicalmente cruciales. Activada por la experiencia de la muerte, la melancolía puede llegar a ser una situación emocional proclive a las experiencias de sentido y necesaria para repensar qué tipo de vida estamos llevando. Así fue, al menos, para Campbell:
«Es cierto que el tiempo que he pasado con los muertos me ha vuelto más paciente con las personas, lo que podría explicar por qué tanta gente que trabaja cerca de la muerte ha sido tan paciente conmigo, tan abierta con alguien que acaban de conocer. Discuto menos. Todavía me enfado, pero me controlo más. He pasado de albergar muchísimo rencor a olvidar la inmensa mayoría».
El libro de Campbell, por tanto, no solo saca a la luz un entramado de pasadizos secretos habitado por personajes excéntricos encargados de sacarnos las castañas del fuego en lo relativo a la muerte; también es una invitación a pensar nuestra propia muerte con el propósito de llevar una vida un poco más humana. Y para ello, la idea de recuperar el rostro humano de todos los operarios de limpieza del crucero de nuestras vidas es un gran acierto por parte de Campbell.
Alguien tiene que hacer estas cosas, y son ellos y ellas los que lo hacen por nosotros. Cruzarnos todos en los pasillos del crucero tal vez nos ayude a reflexionar sobre lo que ocurre con cada uno de nosotros cuando pasamos al otro barrio, a examinar con detalle nuestro día a día y a tomar consciencia de la fragilidad de nuestra breve y pasajera existencia mortal.
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Daniel López González (Ronda, Málaga, 1980) es licenciado y máster en Historia de la filosofía y Pensamiento contemporáneo. Ejerce como tutor de varias asignaturas de grado en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y como profesor de Filosofía en diversos institutos y centros educativos. En la actualidad, investiga en torno a las relaciones entre psicología, filosofía y nuevas espiritualidades desde un punto de vista crítico. Ha sido traductor (inglés-español) de varias obras de filosofía como La tragedia, los griegos y nosotros, de Simon Critchley, o Las jugadas que importan, de Jonathan Rowson. También ha impartido cursos y talleres sobre la muerte desde la perspectiva de la filosofía y saberes afines.
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