En Uruguay se trata de un fenómeno que está cambiando la cara al país, la cara demográfica, al menos. Según una encuesta reciente: un 45% de la población considera allí que la inmigración es mala para el país. El porcentaje cambia y un 67% de los encuestados entre 17 y 29 años la respalda. Es decir, los jóvenes presentan una menor resistencia a la inmigración. La toman con mayor naturalidad y están más abiertos a la inclusión del diferente. Porque de eso se trata de incluir, de aceptar o no –y en qué grado– al diferente, al otro.
Filosóficamente se trata de un problema enrabado con el problema de la otredad, con aquello que representa lo que no soy yo y que tiene una cara doble: por un lado, me confirma lo que soy y, por otro, me muestra algo diferente a lo que soy.
El filósofo que centró toda su obra en este problema fue el lituano Emmanuel Levinas, quien hizo un movimiento, un desplazamiento muy interesante respecto a toda la historia anterior de la filosofía. Toda esa historia se centraba en el yo: yo pienso, luego yo soy el que existo. Es verdad que tendemos a ser sujetos centrados en sí mismos, que interpretamos desde el yo y con una perspectiva que emana de ese mismo yo. Pero es verdad también que están los otros –el infierno son los otros, decía Sartre– con sus identidades, sus perspectivas.
Pues bien, yo dependo de esos otros porque somos animales sociales y mi identidad se construye con el vínculo con los otros. Que no soy (y no somos) el centro del universo me lo recuerda el otro que pone límites a mi perspectiva, me dice que no es la única, que no lo abarco todo y que lo que pienso no es una verdad definitiva. ¿Qué pasa? Que esos límites ocasionan una molestia, constituyen una irrupción, la irrupción del que llama a la puerta y me pide que le deje entrar. La metáfora es de Levinas, quien dice que, ante esa situación, tenemos una responsabilidad, porque el hecho de que yo denomine “otro” al otro lo coloca en una situación de vulnerabilidad como el huérfano, como la viuda, como el extranjero… Él citaba expresamente estos tres ejemplos.
Que no soy (y no somos) el centro del universo me lo recuerda el otro, que pone límites a mi perspectiva. ¿Qué pasa? Que me molesta
Y por algo más: tenemos responsabilidad porque el otro nos constituye y nos llama, nos llama hasta la puerta… Fijaos qué bonito es este desplazamiento que completa Lévinas: al pienso luego existo (que es una frase ensimismada que no sale de uno mismo) le opone el soy nombrado (por otro), soy amado (por otro), luego soy. Mi ser depende, por tanto, de que alguien me llame, me ame y me reconozca.
Tolerancia vs hospitalidad
Y frente a esta llamada del otro tengo dos posibilidades: tolerancia u hospitalidad.
La primera implica una concesión: te tolero, te soporto, te aguanto y no me quejo, pero te exijo que te adaptes a mí, a mis normas, a mi casa y a mi país. Por tanto, tolero en la medida en que el otro se adapte a mí, se identifique conmigo, con mi casa y mis causas, lo cual implica una pérdida de su “otredad”. Esto funciona así no solo con extranjeros, sino que es una tendencia mucho más amplia. Es un clásico entre padres e hijos: las reglas de la casa las ponen ellos.
La hospitalidad es la que Levinas sugiere, la más difícil. No implica concesión, sino transformación. Te dejo entrar y te acepto, aunque me cueste, porque me obligas a cuestionarme mis valores; aunque sufra porque me obligas a cambiar, te tomo en tu diferencia y soy capaz de transformarme a través de ti. Difícil, ¿no?
Levinas, además, da una imagen muy bonita para ilustrar esta hospitalidad: la caricia. En el contacto con el otro, en el contacto físico, hay muchas maneras de tocar: agarrar, golpear, abrazar, estrechar… Bueno pues él dice que la distancia óptima entre el yo y el otro es la caricia. Toco a alguien, lo descubro, lo reconozco y lo libero. No lo estoy apresando ni aferrándome a él. Lo acaricio con la mano abierta, lo libero, pero algo me ha pasado: ambos nos hemos transformado, podemos desplegar nuestro verdadero ser, sin concesiones como exigía la tolerancia.
El filósofo emmanuel Levinas crea la imagen de la caricia como distancia óptima entre el yo y el otro
Schopenhauer también reflexionó sobre el tema del otro y la distancia justa y se inventó otra imagen: el dilema del erizo. Él hablaba de dos erizos que sienten frío y deciden acercarse para darse calor. Cuando se juntan, ¿qué pasa? Que chocan sus púas y se molestan, se pinchan… y se separan de nuevo. Pues bien, ese es el dilema de los seres humanos como seres sociales que somos, que necesitamos cierta cercanía con nuestros semejantes, pero si esa distancia es muy corta, la presencia del otro nos molesta, nos incordia. Y así andamos, intentando buscar la distancia óptima donde nos podamos sentir seguros sin que la presencia de los otros se convierta en una molestia o en una amenaza.
El dilema del erizo
El “dilema del erizo” lo planteó el filósofo Arthur Schopenhauer en 1851, en su obra Parerga und Paralipomena. Tomó forma, como a él le gustaba, de parábola. El principio lo encuentras en la imagen que ilustra esta entrada. Aquí está el dilema en su formulación completa: «Un rebaño de puercoespines se apretujaba estrechamente en un frío día de invierno para protegerse de la congelación con el calor mutuo. Pronto empezaron, sin embargo, a sentir las púas de los demás, lo cual hizo que se alejasen de nuevo. Cuando la necesidad de calor los aproximaba otra vez se repetía este segundo mal; de modo que se movían entre ambos sufrimientos, hasta que encontraron una distancia conveniente dentro de la cual podían soportarse de la mejor manera».
* Texto a partir de una columna radiofónica emitida durante el programa “Quién te dice…” que Magdalena Reyes tiene en Del Sol. Puedes escuchar el audio completo aquí.
Deja un comentario