Hay sucesos de crueldad aberrante que se repiten con la obstinada insistencia de ciertas pesadillas e, igual que ellas, sobrecogen, no sólo porque muestran cómo el atropello, el tormento y el horror son capaces de tragarse toda belleza, razón o armonía, sino porque traslucen las profundas simas sobre las que arraiga inestable el género humano.
Por Virginia Moratiel, doctora en Filosofía
Entre 1895 y 1916, Emilia Pardo Bazán, la condesa rebelde, católica monárquica, pero liberal en sus costumbres y acérrima defensora de los derechos de la mujer, publicó en el semanario barcelonés La ilustración artística una ingente cantidad de crónicas sobre «la vida contemporánea», en muchas de las cuales narró lo que entonces se denominaba crímenes pasionales o actos de violencia doméstica, denunciando la indiferencia social ante esa brutalidad atávica y supuestamente natural, surgida del autoritarismo y del desprecio del varón por el sexo femenino. Ya casi sobre el final de la serie, que aún prosigue impertérrita en la realidad después de pasados cien años, concluía:
«Con razón decía un célebre jurisconsulto que la vida no está protegida; pero debió añadir en especial la de la mujer. Todo español cree tener sobre la mujer derecho de vida o muerte. Lo mismo da que se trate de su novia, de su amante, de su esposa. Los celos disculpan los más atroces atentados, las venganzas más cruentas; y los que se escandalizan de las barbaridades de la guerra (que al fin tiene un carácter colectivo y de interés general) disculpan esas atrocidades individuales, como si fuese lícito nunca tomarse la justicia por la mano».
De mujercidio a feminicidio
En aquel entonces, Pardo Bazán creó el término «mujercidio». Pero, además, dedicó al tema algunos cuentos. Probablemente el más famoso, a causa de su sugerente simbología, sea El encaje roto, donde una novia de rica familia rechaza a su prometido en el altar tras descubrir que masculla una larvada misoginia a causa de la desagradable mueca que el susodicho hace ante el desgarro de la tela del vestido nupcial que había sido de su madre, producido durante el desplazamiento por la iglesia. En el primero de ellos, titulado Piña, se cuestiona el maltrato y la subordinación femenina en el ámbito doméstico a partir de la observación de las conductas de una pareja de monos que la escritora había llevado como mascotas a su hogar. En tal caso, la crítica recae en la fémina por su voluntaria sumisión, aunque este es sólo un sesgo del asunto, porque la condesa sabe perfectamente que la sociedad transmite y reproduce los valores patriarcales también a través de sus víctimas, hasta hacérselos asumir incluso con más enjundia y agresividad que a los hombres, como ocurre en La mayoraza de Bouzas, donde la esposa despechada, en lugar de castigar al marido por su adulterio, le corta las orejas a la amante por llevar los pendientes que él le había regalado:
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