Marie Le Jars de Gournay (1565-1645), mujer culta y ampliamente respetada en su tiempo (aunque más tarde fuera olvidada), gran seguidora de los escritos de Montaigne, aseguraba en su obra Sobre la igualdad de hombres y mujeres que «estrictamente hablando, el ser humano no es ni masculino ni femenino: los sexos distintos no están ahí para establecer y señalar una diferencia, sino que sirven solamente para la reproducción. La única característica esencial radica en el alma dotada de inteligencia». Marie decidió permanecer soltera y, producto de su gran cultura y tesón para el estudio, fue artífice de uno de los salones franceses más eminentes en el que se reunían intelectuales de diverso calado donde se hablaba sobre literatura, política o filosofía. El mismísimo cardenal Richelieu fue un confeso admirador de Marie.

Apoyándose en algunas tesis del mencionado Montaigne (que llegó a tratar a nuestra protagonista como a una «hija adoptiva espiritual»), De Gournay centró su pensamiento en la reflexión sobre la muerte y en la necesidad de imprimir un sentido a nuestra vida. Pero, sobre todo, puso sobre el tapete la cuestión del género, al afirmar que si bien hombre y mujer se diferencian físicamente, en su interior, sin embargo, albergan una característica idéntica: poseen un alma. Y es que no dudó en denunciar que si las mujeres no alcanzaban puestos más destacados en el panorama cultural de la Francia que le tocó en suerte vivir, era debido a la carencia de posibilidades para formarse. Por esta razón nunca dejó de animar a sus amigas y conocidas, a través de sus libros y en las reuniones que ella misma organizaba, a adquirir el aprendizaje necesario para situarse al mismo nivel intelectual que los hombres para, con el tiempo, demostrar la igualdad de los sexos a este respecto. En un breve texto, titulado Quejas de las mujeres, harta de las falsas acusaciones que sobre ella se cernían (brujería, prostitución, demencia, «vieja solterona», etc.) llegó a escribir que «más de uno dice treinta tonterías y todavía triunfa, por su barba o por el orgullo de sus supuestas capacidades».
Condenadas a ser y existir en un mundo construido por el varón
Como explica el profesor mexicano Marco Arturo Toscano Medina, cuando la historia de la filosofía se ha hecho cargo de la mujer (aunque haya sido colateral y parcialmente), «da la impresión que se ocupa de una realidad que no es completamente humana». Si tenemos en cuenta que la filosofía responde a la universal y perentoria necesidad humana de dar solución a los grandes interrogantes de la existencia, es difícil entender cómo hay quien ha intentado hacer de esta disciplina un campo destinado exclusivamente a los hombres. El problema es que, cada vez que las mujeres han intentado hacerse un hueco en la filosofía, prosigue Toscano Medina, han sido «condenadas a ser y existir en un mundo construido por el varón», por lo que escapar de los fuertes prejuicios arraigados en la sociedad en cuestión ha supuesto un esfuerzo en ocasiones insuperable.
Immanuel Kant, por ejemplo, inmerso de lleno en el complejo contexto de la Ilustración, declaró en una clase del curso 1790-1791 que «las mujeres son siempre niños grandes, es decir, no se fijan nunca un objetivo, sino que se dejan caer ahora aquí, ahora allá, pero no contemplan objetivos importantes; esto último es tarea del hombre». En aquella misma época, sin embargo, en la que el acceso de las mujeres a la cultura seguía sujeto casi por completo a la condición de que sus familias ostentaran un alto nivel económico, o que se decantaran por la vía religiosa de un monasterio, existían auténticas filósofas que se vieron condenadas a vivir bajo la sombra de las grandes figuras masculinas (el propio Kant, Fichte, Schelling o Hegel, entre otros).
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