¿Son la literatura y la filosofía disciplinas alejadas? En Las cosas como son y otras fantasías, Pau Luque muestra lo infértil que es pensar ambas por separado. Por un lado, la filosofía puede aportar nuevas lecturas y relecturas a obras literarias (como en el caso de Lolita) y, por otro lado, la literatura le muestra a la filosofía cómo discurrir, cómo cabalgar un texto. La intersección de esta fructífera unión tiene nombre propio para el autor: la imaginación.
Por Julieta Lomelí
George Steiner, en su Poesía del pensamiento —después de un análisis lúcido y profundo de los más de dos siglos de cultura y literatura occidental—, concluye eso que muchos académicos odiarían aceptar: que el pensamiento edificante y la densidad argumentativa también pueden ir acompañados de una escritura estilística. Porque la barca del conocimiento no necesariamente habrá de naufragar en altamar cuando el uso estético del lenguaje ose cruzar la pesada marea del pensamiento.
Esta guerra entre filosofía y literatura ha resultado muy incómoda porque ha aislado a muchos autores al terreno sobrio, y a veces muy aburrido, de la ensayística filosófica de pretensiones científica. ¡A pesar de que, por supuesto, la filosofía no es una ciencia! O, por otro lado, ha situado a otros en la prisión de la poesía y la literatura, a la cual los esclavos del discurso «objetivo» han condenado a los libertinos del lenguaje y el estilo.
Juicios polarizados entre lo que es o no pensamiento, entre lo que es o no teoría, entre lo que es o no filosofía, se disparan como bombas a lo largo de los siglos deseando destruirse los unos a los otros. Un dejo de envidia y de celos, entre los esclavos que se ajustan a las etiquetas y los que no, es lo que se siente entre ambos islotes de la poiesis intelectual. ¿Por qué el ensayo literario no habría de ser también filosófico? ¿Por qué la filosofía no puede tener algunos matices poéticos?
Morar en esta interminable discusión es más desgastante que edificante. Por ello, mejor sería dar por hecho eso que Steiner escribió al final de su obra antes mencionada:
«Hay quienes niegan que haya alguna diferencia esencial [entre filosofía y literatura, entre pensamiento y poesía]. Para Montaigne, toda la filosofía es ‘n’est qu’une poésie sophistique‘ [no es más que una poesía sofística], donde sophistique es algo que hay que manejar con cuidado. No hay oposición. —A continuación Steiner rememora las palabras de Jean Luc Nancy— ‘Cada una crea dificultades a la otra. Juntas son la dificultad misma: la dificultad de tener sentido’. Otros han encontrado que las intimidades entre lo filosófico y lo poético son incestuosas y recíprocamente perjudiciales».
Como en lo personal defiendo el incesto entre estilo y pensamiento de rigor, o mejor dicho, el erotismo intelectual y gozoso que juntos pueden lograr, tuve a bien encontrar un libro —de un filósofo académico, pero también no académico— que cumple en belleza y profundidad con esta síntesis de la cual gustaba Steiner: Las cosas como son y otras fantasías de Pau Luque.
La obra de Luque es un buen ejemplo de la dialéctica que se puede lograr entre filosofía y ensayo literario, entre el pensamiento y la literatura, entre el uso de la primera persona en la escritura —de ese yo que lanza argumentos y que opina—, pero que no por ello deja de ser portavoz de una serie de preocupaciones intersubjetivas de cierto tiempo y determinada cultura. ¿No es acaso eso también filosofía?
El ensayo de Luque entra muy bien en esa etiqueta de la no etiqueta steineriana del ensayo filosófico como un ejercicio híbrido, un ejercicio para olvidarse y enterrar a los autores canónicos que pelean su sitio inmortal de la historia. Porque esta no es más que una historia de condiciones siempre finitas. El ensayo híbrido de Pau Luque, entre filosofía y literatura, no tiene el presuntuoso deseo de volverse el Opus Magnum de instituto escolar ni tampoco la evocación atemporal de todos los poetas.
La voz de Luque es tan actual como la actualidad polarizada entre los juicios estéticos y los juicios morales, entre la ética y el arte, entre ser o no ser un bastardo, o un habitante de las altas esferas morales y del buen gusto. Por ello, la escritura de Luque es muy ad hoc a nuestra centuria, es un aporte humanista que sabe que toda variante moral termina siendo también una variante contextual, una ética apegada a valores y factores socioculturales. Aunque ello no significa, ni nos exime de, comportarnos a la altura de nuestro tiempo.
¿Por qué el ensayo literario no habría de ser también filosófico? ¿Por qué la filosofía no puede tener algunos matices poéticos?
Luque, siguiendo esta tradición estéticamente libertina de analizar algunas obras de la gran cultura occidental y de la cultura pop, piensa en el problema entre la moral y el arte desmitificando algunas sobreinterpretaciones que han gustado construir alrededor de las palabras algunos moralinos e inmorales.
En ese sentido, sorprende —y será el único spoiler que cometeré sobre el libro— que, para Pau Luque, la Lolita de Nabokov no es una Lolita. No es una Lolita en el sentido morboso, ventajoso y perverso en la que hemos pensado tradicionalmente una Lolita. La Lolita de Nabokov no es esa niña menor de edad que seduce al cuarentón afanoso de carne fresca. La Lolita de Nabokov no es esa Lolita con intenciones sexuales que pervierte a un indefenso hombre veinte o treinta años mayor que ella. La Lolita de Nabokov, escribe Pau Luque:
«No seduce a nadie, mucho menos a Humbert Humbert. Lolita, a pesar de ser presentada con este título y algunas afirmaciones del propio Humbert, es una novela sobre un monstruo que alega estar enamorado, no sobre una adolescente provocadora llamada Lolita. No hay, en Lolita, ninguna ‘lolita’».
Pero el imaginario colectivo generalmente actúa de modo neurotizante y no puede más que construir juicios desde la totalidad o la nulidad, desde el absoluto o los «nunca». Desde esta modalidad de enjuiciamiento se afirma que Lolita, la novela de Nabokov, trata de una chica que anda buscando un sugar daddy y ella, Lolita, es el ejemplo de esta nueva casta de jovencitas que gustosas corren tras un hombre mayor que, sin matiz alguno, quieren por interés y no por amor.
Aunque otra versión, igual de sesgada que la primera, es hacer de Lolita un libro prohibido, desde el puritanismo de un público que no sabe jugar con la imaginación. Esta otra versión se sitúa en el extremismo moral en el que la fantasía pierde así su sentido de fantasía.
Lolita tampoco es una oda a la pedofilia ni defiende la pedofilia. De hecho, piensa Luque, es la manifestación de los horrores explícitos que cualquier hombre podría, aunque no lo creyera, cometer:
«Nabokov, insinúa que, por una extraña mezcla de motivaciones, todos podemos inventar una historia para intentar justificar esas atrocidades. Los hombres —y aquí el género no es neutral, si es que alguna vez lo es— somos el objeto de seducción de nosotros mismos antes que de nadie más, nos contamos historias para convencernos de que las cosas impensables pueden ser aceptables. Eso es lo que hace Lolita, eso es lo que nos hace Nabokov: nos dice que, bajo la dulce ducha de palabras apropiadas y adjetivos quirúrgicos, todos podemos terminar nadando en aguas hediondas».
Los dueños de la moral suprema que exigen que Lolita —un libro que, si se mira de cerca, es una crítica social al puritanismo sexual de mediados del siglo pasado, y también a las atrocidades que se pueden cometer desde esa doble moral— debería ser una lectura prohibida porque es una provocación total y una manifestación de pedofilia, e incluso alienta a la pedofilia, lo hacen desde una interpretación sesgada, desde una lectura bastante común devenida del ejercicio poco lúdico de la imaginación.
La imaginación, escribe Pau Luque, «la imaginación hace surgir, como la ola que devuelve el cadáver de un ahogado a la playa, nuestras jorobas morales». Pero eso no debería espantarnos, sino volvernos conscientes de nuestra propia imperfección. Sin embargo, prohibir un libro es una invitación demasiado seductora a leerlo, a pesar del colectivo censurador que gusta de las opiniones rígidas e inamovibles y de la tan en boga corrección política.
Luque, siguiendo esta tradición estéticamente libertina de analizar algunas obras de la gran cultura occidental y de la cultura pop, piensa en el problema entre la moral y el arte desmitificando algunas sobreinterpretaciones
Y es que el pensamiento, al igual que la buena escritura, debería de conservar ese hado lúdico, esa afición por el juego, por barajar las posibilidades y los múltiples tonos que tiene la vida desde la imaginación. Si fuéramos más lúdicos y menos severos quizá podríamos darnos cuenta de que eso que miramos por la ventana, y también nuestras relaciones con los demás, están coloreadas por miles de matices. Miles de formas de ser que, a veces, un juicio blanconegruno no agota.
Pero para apreciar todos estos matices hay que ejercer un uso adecuado de la imaginación, llevándola más allá de la mirada bicolor, del frunzo ceñido por el peso de los juicios ajenos, censores y reiterados, para explotar una visión libre de la vida.
¿Qué enseña la belleza de Lolita a este tiempo que sigue mirando con miopía el arte y los complejísimos afectos humanos que lo construyen? Escribe Pau Luque:
«Lolita contiene un retrato de cómo se puede atrofiar el logos y de cómo la belleza de las palabras puede ser parte de esa atrofia. Lo que junto con Nabokov imagino es que, cuando las palabras embelesan, es posible hacer de la náusea una fiel compañera de viaje, como le ocurre a Humbert. La enseñanza de Lolita, si es que tiene alguna, es que no es fácil, pero tampoco está lejos de ser imposible, imaginarse a uno mismo intentando justificar comportamientos propios de auténticos hijos de la gran chingada».
Por eso podemos imaginarnos en mil versiones, algunas impropias, otras muy apropiadas a las expectativas del prójimo. Pero quizá, para no ser unos puritanos en la realidad, ni tampoco unos «auténticos hijos de la chingada», se ha abierto ese plexo imaginario de la literatura, ese cosmos infinito que construyen las palabras para imaginarnos en infinitos mundos posibles: para morarlos sin tener que ir a la cárcel, para amarlos y volverlos nuestros sin provocar el espanto de nuestros padres, para exhibirlos en la cama y en nuestros más portentosos sueños, sin tener que asustar a nuestras parejas.
Para eso es la literatura. Es un mundo que expande las posibilidades y que le da sentido a ese portentoso universo de lo cotidiano. La literatura es la bucólica frontera entre la fantasía y lo ordinario, entre la perversidad que acompaña cada uno de nuestros nuestros deseos, y el camino del deber ser que nos impide materializarlos.
Por ello, ese deber ser categórico también «debe» aprender a jugar con los colores del mundo, porque solo en los matices encontrará un sentido profundo. Uno que no se pinta con los colores de lo meramente bueno y lo meramente malo, un sentido que, como escribe Steiner, «devendría juego: homo ludens». Un juego de palabras y mundos que Pau Luque nos invita a surcar con su literatura, con sus trampas estéticas y rigurosas, poéticas y filosóficas, literarias y teóricas.
Las cosas como son ayuda a recordar la enseñanza más severa de Steiner: «que los procesos imaginativos y cognitivos de la psique humana tienen una fuente en última instancia material. Que hasta la conjetura metafísica o el hallazgo poético más grandioso son formas complejas de química molecular». Esa química molecular que todos podemos generar, esa que nos puede volver demiurgos de procesos creativos complejos y, también, constructores de una moral compleja que no se agote en reduccionismos dualistas y en prejuicios inquisidores. Esa química molecular es la que podríamos cultivar.
Como escribe Pau Luque:
«La imaginación se alimenta de la propia imaginación, creando una espiral cuyo final es tan enigmático como su principio. Son los hechos que no existen en nuestra rea- lidad más inmediata los que lideran la conversación hasta convertirla en una suerte de juego, porque la imaginación es un ejercicio lúdico que, a diferencia de los deportes, no se termina nunca, porque no hay una meta a la que llegar, no hay un objetivo que tú puedas alcanzar antes que tu rival. En la imaginación, como en los juegos, se vertebra un remanso en el que no se puede ganar ni perder, en el que se evaporan la competición y la competencia. Como todo juego, también la imaginación es un juego serio. Es decir, es un genuino juego».
En vez de vivir con severidad, juguemos.
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