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Revista Especial HANNAH ARENDT

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El marqués de Sade y su reivindicación del mal

El marqués de Sade no solo narró escenas transgresoras: construyó un sistema filosófico completo sobre el mal. Su proyecto radical sigue perturbando dos siglos después porque cuestiona los fundamentos mismos de la moral occidental. Desde su materialismo extremo hasta su defensa de la transgresión como acto creativo, Sade nos obliga a confrontar preguntas incómodas sobre libertad, naturaleza y los límites de lo humano.

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El marqués de Sade revolucionó la concepción filosófica clásica sobre el mal. Diseño a partir de autorretrato de Sade, extraído de Wikimedia Commons, con licencia CC BY-SA 3.0.

El marqués de Sade revolucionó la concepción filosófica clásica sobre el mal. Diseño a partir de autorretrato de Sade, extraído de Wikimedia Commons, con licencia CC BY-SA 3.0.

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El umbral del mal

Todo espacio cultural es siempre un territorio: florecen discusiones, hay cambios de estación, conviven distintas especies, hay tensiones, ciclos…, pero también, como en todo territorio, hay fronteras. En la historia de nuestra cultura, una de esas fronteras es querer el mal. No es posible porque, por definición, nuestro territorio se construye en torno a la alta valorización de lo bueno. Es en este espacio liminar, entre desear el mal y construir a partir de él todo un sistema, donde el marqués de Sade alzó todos sus textos.

Sin duda, esto hace que los textos de Sade sean difíciles de digerir. No solo por las escenas que aparecen en Justine o en Los 120 días de Sodoma, sino, y más bien, por la pretensión inquietante de construir todo un sistema filosófico a partir del mal. Y ese gesto, esa operación intelectual, sigue siendo hoy tan inquietante y perturbadora como cuando la escribió el marqués de Sade hace más de doscientos años.

Número 14 - Revista FILOSOFÍA&CO

HANNAH ARENDT

Una pensadora imprescindible para el siglo XXI

Cruzar el umbral: reivindicar el mal

Es importante entender desde el principio que la reivindicación sadiana del mal no es el capricho de libertino (¡quiero hacer lo que me dé la gana!) ni una provocación gratuita (¡algo provocador que les epate!). Su reivindicación es una conclusión lógica derivada de su materialismo radical.

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Las 120 jornadas de Sodoma, del marqués de Sade (Edimat libros).

En La filosofía en el tocador, de 1795, Sade desarrolla todo un naturalismo consecuente: si la naturaleza es el único principio rector, y en la naturaleza observamos destrucción, violencia y muerte como fenómenos constantes, entonces el mal no puede ser una aberración, sino parte constitutiva del orden natural. ¿Por qué iba a estar permitido que un león arrancase la vida de cuajo a una gacela, y no que lo hagamos los humanos?

«La destrucción es una de las leyes de la naturaleza», escribe en ese mismo texto, y de ahí extrae que el ser humano, cuando transgrede las normas morales, no está violando ninguna ley fundamental. Lo que hacemos, paradójicamente, es obedecer a la naturaleza misma. Claro que uno podría señalar siempre un hiato moral para desaprobar nuestras acciones: el león si no mata, se muere de hambre; nuestra violencia, en cambio, es gratuita. Pero ¿no ocurren también en la naturaleza episodios violentos fuera de la necesidad? ¿No está también permitida la destrucción?

Este es el otro lado del umbral. La herida que el marqués de Sade abre en el cuerpo de la moral occidental. El bien y sus reglas, lejos de ser verdades universales, se revelan como construcciones históricas con un olor inconfundible: ese aroma judeocristiano de culpa, sacrificio y negación que Nietzsche después denunciaría en La genealogía de la moral. La moral del bien es, en realidad, una moral de la renuncia, construida sobre el no, sobre la idea de que ser virtuoso significa fundamentalmente negarse a sí mismo (y a la fuerza de la naturaleza).

Y es que ¿hay algo en la naturaleza que premie la renuncia a la violencia? ¿O, en cambio, son los sistemas de dominación los que construyen lo que se debe o no se debe hacer para que no haga falta una represión violenta? Como señala Georges Bataille en La literatura y el mal, escrita en 1957, Sade tiene la lucidez de comprender que «el bien no es más que la represión organizada del mal», una arquitectura cultural erigida para domesticar los impulsos que la civilización considera peligrosos.

Los textos de Sade no son simple provocación libertina: si la naturaleza muestra destrucción y violencia constantes, el mal no es aberración, sino parte del orden natural

El mal como libertad

Frente a estas cadenas del «aparente bien», Sade propone algo que nos resulta, de primeras, escandaloso: el hombre es un ser libre, creativo, con deseos que no pueden realizarse bajo la rígida etiqueta de lo «bueno».

Y aquí conviene detenerse. No es solo que en la naturaleza no haya moral. No es solo que la moral sirva (en sus dos acepciones) a la cultura dominante. Es que, además, lo que llamamos «bueno» es un campo muy limitado de lo posible. Restringimos nuestra libertad al condenarnos a hacer únicamente lo correcto.

Aquí puede verse que la libertad sadiana no es abstracta ni espiritual. Es una libertad encarnada, pulsional, que brota del cuerpo y sus apetitos. En Juliette, por ejemplo, su personaje femenino más radical encarna esta libertad absoluta: rechaza toda restricción moral, explora sistemáticamente cada transgresión posible.

En ese proceso se convierte en lo que Simone de Beauvoir, en su ensayo «¿Hay que quemar a Sade?» (1955), llamó «una mujer libre en un mundo de hombres». Beauvoir capta en su lectura del texto algo esencial: para Sade, la libertad requiere atravesar todas las prohibiciones, experimentar todos los límites. Solo así el sujeto puede constituirse como verdaderamente autónomo.

Sade propone una libertad encarnada y pulsional que brota del cuerpo, no del deber. Sus personajes, como Juliette, rechazan toda restricción moral para constituirse como sujetos verdaderamente autónomos

Frente a la restricción del bien, la creatividad del mal

El mal, entonces, se convierte en momento de afirmación, de creación. Frente a la constricción del bien (que siempre nos dice lo que tenemos que hacer), el mal es infinito en sus posibilidades. Esta es quizá la intuición más poderosa del pensamiento sadiano porque precisamente anticipó algunos de los debates filosóficos posteriores.

Cuando transgredimos la norma moral, cuando violamos el tabú, no solo estamos desobedeciendo: estamos creando un espacio nuevo, estamos afirmando nuestra voluntad contra el peso de la tradición. Pierre Klossowski, en Sade mi prójimo, escrito en 1947, desarrolla esta idea mostrando cómo en Sade la transgresión no es destructiva en sentido nihilista, sino productiva: genera nuevas formas de subjetividad, nuevas posibilidades de existencia. La transgresión de la norma es el acto más puramente creativo porque rompe con lo dado, con lo heredado, con aquello que pretende presentarse como natural e inevitable cuando en realidad es solo histórico y contingente.

Esta lectura encuentra un desarrollo conceptual en La historia de la sexualidad de Michel Foucault, donde Sade aparece como figura liminar. Foucault muestra cómo Sade se sitúa en el umbral de la modernidad (volvemos al umbral), en ese momento en el que la sexualidad deja de ser simplemente prohibida para convertirse en objeto de un discurso exhaustivo, analítico, científico. Para Foucault, el libertino sadiano no solo viola las normas: las estudia, las analiza, las descompone para entender sus mecanismos de funcionamiento. En ese gesto hay algo profundamente moderno, algo que anuncia nuestra propia época de transparencia y visibilidad totales.

Frente a la neurosis de una cultura «buena» del orden —y aquí Sade anticipa el psicoanálisis freudiano—, los textos de Sade proponen creación, maldad y transgresión. El término «neurosis» no es aleatorio: fue Freud el que mostró en El malestar en la cultura cómo la civilización se construye necesariamente sobre la represión de las pulsiones, generando una insatisfacción estructural, un malestar que nunca puede ser completamente resuelto. Sade había intuido esto un siglo antes: la cultura del bien es una cultura de la mutilación, que exige sacrificar partes esenciales de nosotros mismos para poder funcionar socialmente.

Cuidado con el mal, el exceso también ahoga

Pero esta lectura liberadora de Sade tiene sus límites, evidentemente, y conviene no romantizarla en exceso. Maurice Blanchot, en Lautréamont y Sade, advierte sobre el callejón sin salida del sistema sadiano: si llevamos sus premisas hasta el final, llegamos a un solipsismo radical donde cada libertad individual se convierte en tiranía sobre los otros. El universo sadiano es un universo de depredadores, donde la libertad absoluta de uno significa necesariamente la esclavitud absoluta de otro. No hay comunidad posible, no hay pacto social que pueda sostenerse. Solo hay voluntades en conflicto, cuerpos que se devoran mutuamente.

Adorno y Horkheimer, de hecho, en la Dialéctica de la Ilustración, situaron a Sade como la verdad oculta del proyecto ilustrado: la libertad absoluta, el mal sin límites, es la razón instrumental llevada hasta sus últimas consecuencias, donde los seres humanos se convierten en meros objetos calculables, manipulables, intercambiables. Los libertinos sadianos organizan sus orgías con la precisión de un experimento científico, catalogando sistemáticamente cada combinación posible de cuerpos y placeres. En esa racionalización del exceso, Adorno y Horkheimer vieron el rostro oscuro de la modernidad: una razón que, al liberarse de todo límite ético, se convierte en puro dominio.

Y, sin embargo, tampoco podemos simplemente descartar al marqués de Sade como monstruo o profeta de la barbarie. Hay en su diagnóstico algo innegablemente verdadero, algo que resuena con nuestra propia experiencia de la represión moral. Roland Barthes, en Sade, Fourier, Loyola, propone leer a Sade no como un filósofo moral, sino como el creador de un lenguaje, de un sistema de signos que permite articular lo que la cultura oficial mantiene en silencio. Sade inventa una gramática del exceso, una sintaxis de lo prohibido. Y en ese gesto lingüístico hay una forma de libertad que trasciende el contenido específico de sus fantasías: la libertad de nombrar, de hacer visible, de traer al lenguaje aquello que debe permanecer oculto.

Mientras el bien nos constriñe con mandatos, el mal abre posibilidades infinitas. Klossowski muestra cómo la transgresión en Sade no es destructiva sino productiva: genera nuevas subjetividades y formas de existencia

El marqués de Sade hoy

Quizá el legado de Sade no sea tanto su programa —imposible, indeseable— como su pregunta: ¿cómo construimos una ética que no mutile la vida? Annie Le Brun, en Sade: De pronto un bloque de abismo, rescata esta dimensión interrogante del pensamiento sadiano, su capacidad para forzarnos a pensar lo impensable, para cuestionar certezas que creíamos inamovibles. Sade nos obliga a reconocer que nuestras categorías morales tienen límites, que nuestros sistemas de valores tienen puntos ciegos, que la distinción entre bien y mal es más frágil, más histórica, más contingente de lo que quisiéramos admitir.

Al final, Sade permanece como un pensador límite, alguien que habita las fronteras de lo pensable. No nos ofrece respuestas confortables, pero sí preguntas necesarias. Y en esas preguntas, en esos espacios de duda e incertidumbre que abre su obra, quizá podamos encontrar algo parecido a una libertad que no sea pura destrucción, a una transgresión que no sea mera violencia. No sé si eso es posible. Pero la pregunta, al menos, merece que nos quedemos con ella.

Sobre el autor
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Sobre el autor

Javier Correa Román (Madrid, 1995) es doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Redactor de FILOSOFÍA&CO, es autor de cinco libros, los últimos publicados: Estética y Emancipación. Hacia una teoría del arte de lo común (2021), Micropolítica del amor. Deseo, capitalismo y patriarcado (2024), y, en Libros de FILOSOFÍA&CO, Arte en la era digital (2023) y Nihilismo (2025). Es librero de malaletra.

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