En 1889, a Nietzsche le diagnostican una «parálisis progresiva». Empieza el viaje a la «noche eterna» del filósofo y su madre y se inicia también una correspondencia conmovedora entre esta y Franz Overbeck, el mejor amigo de su hijo.
Por Diego Firmiano
Friedrich Nietzsche sugería que sin enfermedad no podía haber un saber profundo y denominó aquello «la náusea del conocimiento». Esto era totalmente una antinomia, si no, una aporía de su pensamiento. Una autotraición o contrafilosofía que sustentó hasta al final, arrojándose al cráter de su locura para completar su apoteosis, su delirio de ser un superhombre.
«Sería un insulto a la misión de mi vida
si esta terminara en mi candidatura a la santidad.
‘San Nietzsche, patrón de los filisteos’».
Mi hermana y yo. Nietzsche
Adam Zagajewski, en su libro La defensa del fervor, se preguntaba cómo hubiese podido ser intelectualmente el siglo XX si Friedrich Nietzsche hubiera muerto de escarlatina a la edad de 8 años. Fundamentaba aquella inquietud aduciendo que «por fin apareció alguien que proclamara abiertamente la independencia de la vida intelectual, que hacía caso omiso de los decorados históricos, que hablaba desde lo más profundo de su espíritu y, para colmo, lo hacía con serenidad y a la perfección, con un lenguaje increíblemente plástico y sonoro» [1].
Su libro contiene una alabanza a Nietzsche como el hombre simbólico, y como el intelectual que glorificaba la vida antes que la erudición. El hombre que creía irremediablemente en el amor fati y que demolió los cimientos y el orgullo del conocimiento occidental. Sin embargo, ese hombre que constituyó una gloria para los filósofos que aparecieron después de él, y una desgracia para los que lo precedieron, terminaría a inicios de 1889 en un manicomio.
El hombre que constituyó una gloria para los filósofos que aparecieron después de él, y una desgracia para los que lo precedieron, terminaría a inicios de 1889 en un manicomio
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