El día que Sartre murió fue el fin de una era. Unos dicen que fueron 20 000, otros que 50 000, pero la única certeza es que la peregrinación hasta el cementerio de Montparnasse en aquella primavera de 1980 congregó a tantos como espíritus había despertado Sartre a lo largo de su vida. Como dijo Deleuze para la revista Arts en 1964, Sartre fue «su maestro», aquel que enseñó a toda una generación a pensar de otra manera y que «sabía cómo inventar lo nuevo».
Nada de esto debe sorprendernos: su existencialismo resultaba cautivador a cualquiera, especialmente a los más jóvenes. Todavía durante el mayo francés, con más de 60 años, se atrevía a subir a las tarimas, agarrar los micrófonos y acompañar —nunca eclipsar— a estudiantes y obreros en sus reivindicaciones con palabras de aliento: «Solo hay una solución: salir a la calle».
Entonces era 1968 y las barricadas se elevaban sobre el Barrio Latino de París. Sin embargo, Sartre no había sido siempre aquel filósofo comprometido (engagé) que viajó a Cuba, se opuso a la intervención soviética contra la Primavera de Praga y que, años más tarde, se aproximaría al maoísmo. Para comprender quién fue realmente Jean-Paul Sartre y cómo evolucionaron sus concepciones de la existencia y la libertad humanas, debemos retroceder varias décadas, hasta los años 30, cuando se dirige a Berlín para estudiar la fenomenología de Husserl.
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