El mundo ha sido construido por la duración de sucesos infinitos, en los que hombres y mujeres de toda centuria han vestido diferentes tipos de relojes, ya sea hilvanados con los colores y penumbras del cielo, con los surcos trazados por la tierra, con los lapsos tejidos en la carne, y también con los relojes diseñados artificialmente. Esos «relojes» han iniciado y también puesto fin a cada uno de nuestros ciclos circadianos. Las manecillas y los segunderos no solo han obedecido a la hora individual, sino también a épocas complejas que están determinadas siempre por las horas de muchos individuos; lo propio también es marcado por el prójimo.
La pregunta por el tiempo, una a la cual san Agustín —en su claustro pintado por minutos largos, con el reloj de la sabiduría imposibilitada a la inmediatez— no pudo responder de manera concreta. Después de haber dibujado sendas y acertijos escribía rendido: «¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Porque a la pregunta por el tiempo se contesta con la respuesta incalculable de la vida.
Las manecillas y los segunderos no solo han obedecido a la hora individual, sino también a épocas complejas que están determinadas siempre por las horas de muchos individuos; lo propio también es marcado por el prójimo
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Me gusta pensar en la tradición filosófica que se ha construido alrededor del tema del tiempo, como lo hace el filósofo italiano Giacomo Marramao en su libro Kairós (Gedisa 2008), desde una crítica a la hermenéutica a la metafísica del tiempo. Prefiero buscar cómo darle la vuelta a esa temporalidad de carácter eterno que ha desplazado al tiempo de vida, porque considera que «eso» que vale la pena vivir está fuera de este mundo, lejos de nuestros sentidos y de nuestro cuerpo. Desde una comprensión errónea de la tradición platónica, la vida de hombres y mujeres se anteponía al tiempo verdadero. Este último que no se puede experimentar bajo la prisión del repudiado tiempo cotidiano, finito y, por lo tanto, aborrecible.
Marramao hace una lúcida crítica sobre la interpretación sustancialista de ese tiempo eterno, que se escindió del tiempo finito de los hombres. El filósofo denuncia ese tiempo prosaico subyugado a un tiempo auténtico. Esa hermenéutica de la temporalidad que le quita el valor a la existencia terrenal nació a partir de una comprensión errónea o tergiversada de Platón. Giacomo corrige la interpretación tradicional y dualista que generalmente se ha elaborado alrededor del tiempo platónico. El filósofo italiano considera que Platón jamás pensó en un «tiempo verdadero» y de carácter transmundano por un lado, escindido de un tiempo terrenal. Platón no quería entender el tiempo humano como una falsificación, o una copia imperfecta de la eternidad, de una eternidad que es inalcanzable. Marramao considera que Platón quiso referirse más bien a dos niveles posibles de pensar un mismo fenómeno temporal, la coopertenencia entre tiempo mundano y tiempo eterno. Uno no es sin el otro, se habita siempre en un tiempo cotidiano particular, caminando de la mano con el tiempo de la eternidad.
Para Giacomo, cuando Platón hablaba de tiempo se refería a un solo fenómeno entendido desde dos perspectivas: como el tiempo de Chronos (xρόνος) que era la imagen móvil del aión (αἰών). En la transliteración hispánica, chronos significa «tiempo determinado», tiempo abstracto. Marramao comenta que Platón pensó en el chronos como ese tiempo de vida concreta, que es también parte del gran tiempo del cosmos, del aión, de la eternidad.
El filósofo Giacomo Marramao denuncia el tiempo prosaico subyugado a un tiempo auténtico
Me atrevo a dibujar una imagen poética —para cimentar mejor la idea de Marramao—, acudiendo a una evocación rápida de la mitología griega. En la Antigüedad pareció existir una confusión del dios Chronos (Χρόνος) con uno de los titanes de la Teogonía de Hesíodo, con Kronos (Κρόνος), el hijo del dios de los Cielos eternos, de Urano y de la Madre Tierra, la diosa Gea. Kronos, para Hesíodo, representaba al más poderoso de todos los titanes jóvenes. Según el mito, Kronos castró a su padre para después lanzar por agua y tierra el esperma de su progenitor, fecundando así todo lo viviente en el océano y en la Gea mundana. Posteriormente, según el libro clásico de G. S. Kirk, J. E. Raven, más tarde, en el siglo de Pericles, aparece claramente «la sustitución de Kronos (Κρόνος) por Chronos (Χρόνος) para después volverse el dios del Tiempo. Parece ser que esa confusión entre dioses no cambia mucho el sentido metafórico de la Teogonía de Hesíodo. Kronos primero fue el titán que castró la eternidad de los cielos, que usó el material del Aión para fecundar el mundo. Kronos fue el hijo parricida que fundó el chronos entendido como el tiempo de la tierra, de la humanidad, pero germinado a partir de la eternidad, del esperma del padre, con la permanencia del Aión.
Marramao dirá algo parecido, pero desde su concepción crítica del tiempo para Platón: «Chronos se constituye como imagen eterna de Aión, precisamente al avanzar según el número; y Aión, por su parte, persiste en el Uno. Ahí reside el carácter turbador e íntimamente subversivo de la conclusión platónica: Chronos es tan eterno como Aión. Ambos están siempre juntos, o caen juntos».
Marramao vuelve visible, a partir de una lectura novedosa y crítica, la tergiversación de la filosofía del tiempo platónica, y la permanencia en el error, y en la imposibilidad filosófica de comprender al tiempo humano, como cooperteneciente también de un gran tiempo cósmico. Generalmente el tiempo ha sido sometido a una hermenéutica dualista: como tiempo de Dios y tiempo de hombres; como pasado o futuro; como tiempo propio y tiempo impropio, etcétera. Por esta consideración duplicada del tiempo, fundada por la comprensión equivoca del chronos platónico, se han tejido varias perspectivas, de Aristóteles a San Agustín, de Agustín a Heidegger y Bergson, y de estos al relativismo temporal de la teoría einsteniana, marcando nuevamente un parentesco común entre todas las reflexiones que escinden la comprensión del concepto del chronos, entre un tiempo que se considera «auténtico» —la sombra del dualismo platónico— y otro tiempo numerado, el tiempo de vida, ese tiempo distinto a lo que se numera, lo que al inicio he llamado «el tiempo del Dios cristiano».
Generalmente el tiempo ha sido sometido a una hermenéutica dualista: como tiempo de Dios y tiempo de hombres; como pasado o futuro; como tiempo propio y tiempo impropio, etc.
Esta involución o tergiversación del chronos platónico, me parece, no deja de ser una interpretación nihilista de la vida, porque siempre parece enaltecer el «tiempo verdadero, el tiempo del aión», sobre el tiempo de la tierra, de la vivencia cotidiana. La tradición también ha nulificado el valor del presente, volviendo su obsesión por la muerte y el futuro, una forma más de cautivar al individuo en un tiempo fantasma. Se ha sacrificado el instante por la promisoria retórica de un devenir «mejor», o del fatídico apocalipsis.
Heidegger, desde la polémica interpretación de Giacomo, con su furor para adelantarse siempre a la posibilidad última toda existencia, la propia muerte, construye una filosofía que reemplaza la inmediatez, que olvida la vida porque esta es sustituida por la consideración de un futuro fantasma. La existencia auténtica para Heidegger es una sugerencia por librarse «de la presentificación, de los ‘ahoras’ que inexorablemente se escapan diluyéndose en la nada, puesto que la existencia puede darse tiempo anticipándose el futuro». Pareciera que, para Heidegger, la única manera de salirse de la alienación de vivir al día, de huir de la medianía de sólo pensar en el presente es situarse en esta perenne obsesión de lo que aún no somos, para entonces, llegar a ser lo que quizá no seremos. Y por ello, desde la concepción heideggeriana, escribe Giacomo, «nuestra experiencia del tiempo se hallará siempre fuera del eje respecto al momento presente. Es decir, paradójicamente, nuestra experiencia del tiempo es auténtica en tanto que está fuera del tiempo que vivimos».
Este tiempo heideggeriano fragmentado en auténtico e inauténtico no está nada alejado a la comprensión contemporánea del chronos, que está demasiado construida por el fetiche del futuro, por ese perfume invisible del porvenir, que devalúa los minutos más cercanos: «Nuestra experiencia está dominada por la hipertrofia de la expectativa».
La existencia auténtica para Heidegger es una sugerencia por librarse «de la presentificación, de los ‘ahoras’ que inexorablemente se escapan diluyéndose en la nada, puesto que la existencia puede darse tiempo anticipándose el futuro»
En este sentido, y evocando una frase bellísima de Jaques Le Goff, pareciera que el tiempo actual ha quedado fracturado entre el tiempo «del campesino» y el tiempo del «mercader-bancario», el del campesino como ese hombre que espera sin prisa el día de la cosecha, y mientras ara la tierra ve cómo las nubes van desplazando el sol, mientras la luna se ve cada vez más cercana: ha llegado la tarde, el fin del trabajo. Y el tiempo del mercader-banquero, de ese hombre obsesionado con el futuro, ese tiempo de la aceleración, de la ganancia, de la eficiencia, un tiempo que también críticos como Byung-Chul Han no dejan de analizar en sus obras.
Sin embargo, la intención de Giacomo Marramao no es la de devolverle «al instante el aroma del tiempo», ni enaltecer a quienes viven tan sólo en la inmediatez como sugerencia existencial. Ni tampoco es, usando la metáfora de un filósofo español para referirse al pensamiento de Heidegger, rectificar las filosofías de velorio, de esos futuros impredecibles e incluso inexistentes. Repetir el imperativo de cómo debe o no el individuo apropiarse de su tiempo no es la intención. Giacomo más bien quiere liberarse de los dualismos y de la comprensión anquilosada del tiempo. Resguardándose en su idea de volver al «originario del Kairós: sí, del Chronos conviviendo con el Aión». Del tempus latino que no olvida el spatium —del wetter con el zeit; del time en relación con el weather—. Escribe Giacomo, habitar nuevamente «tempus en cuanto templanza, en cuanto a conjunción de elementos, en conjunto con el spatium, como ese corte que pasa a determinar la precaridad e inestabilidad constitutiva de toda morada».
Moremos de nuevo ese tiempo kairológico para romper las inercias de la barbarie del pasado y el nihilismo. Del arrepentimiento frente a lo que no pudo ser. Pero también, para escapar de la dictadura del futuro prefabricado, y podamos así abrirnos a un tiempo más complejo, al escuchar atentos el segundero que atraviesa nuestros cuerpos, los latidos de un corazón enamorado que no puede contarse igual que los de un corazón lleno de miedo u odio.
Giacomo quiere liberarse de los dualismos y de la comprensión anquilosada del tiempo
Vivir en el Kairós nos ayudaría a desplegar «la ipseidad múltiple de la que tanto se habla hoy, aunque siempre dentro del marco de lo inquietante» en un tiempo oportuno. En un tiempo que, considerando al prójimo, y sabiendo que sólo es posible vivirlo en comunión con el prójimo, podríamos también coincidir con la eternidad. Esto significa lograr tener la «capacidad de actuar en la coyuntura para modificar la escena de la situación: de hacer coincidir el proyecto con el objetivo, de la coyuntura».
Tengamos apertura a ese tiempo propio, a ese chronos del Kairós, que siempre está en conexión con un spatium: con la atmósfera que puede ser de crisis o de bonanza, que puede ser de progreso o de penuria, y a partir del cual, nosotros, siendo la manecilla más delgada, consigamos ser libres de confirmar nuestras acciones y decisiones, sin estar determinadas a un tiempo que corre velozmente o a uno detenido por la nostalgia del pasado.
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