El filósofo Leonardo Ordóñez Díaz cree que la crisis sanitaria que vive el mundo por estos días es una oportunidad para revisar con sumo cuidado lo que consideramos normal y anormal en el estilo de vida contemporáneo, y reflexiona sobre sus consecuencias en el medio ambiente y sobre la urgencia ecológica.
Por Leonardo Ordóñez Díaz, filósofo
Casi desde el inicio de las cuarentenas, de los cierres de fronteras y de la ralentización global de la actividad económica a raíz de la propagación del coronavirus, en los medios de prensa y en las redes sociales han circulado informes anunciando una notable disminución en los niveles de contaminación del aire de muchas grandes ciudades del mundo. También han circulado fotografías y videos de animales silvestres que, aprovechando el confinamiento de las personas en sus hogares, se han paseado por calles y avenidas de urbes tan populosas como Santiago, Los Ángeles, Barcelona, o Tokio, mientras que delfines y otras especies marinas han retornado a las playas de distintos puertos del Caribe o el Mediterráneo.
Al mismo tiempo, en las tribunas de opinión, en los chats, en los informes noticiosos se han multiplicado las especulaciones y los debates acerca del lapso que será necesario aguardar antes que las cosas vuelvan a la normalidad. Esa es una cuestión que interesa a todos, sean ricos o pobres. La mayoría de empresarios y líderes políticos teme con razón que una cuarentena prolongada afecte gravemente el desempeño financiero de las corporaciones y los países en el mediano y largo plazo. Entretanto, los ciudadanos de a pie temen por sus empleos, y quienes viven en la informalidad y la pobreza sufren con intensidad las penurias derivadas de la desaceleración brusca de la actividad económica, tal como antes sufrían las causadas por su ritmo frenético.
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