Queda ya relativamente lejos la época en la que la filosofía tuvo la pretensión, a todas luces desmesurada, de poder elaborar una explicación completa y sistemática de todo lo existente. Toda vez que las peores versiones del materialismo dialéctico marxiano languidecieron en simultáneo a la crisis terminal de los regímenes soviéticos, la filosofía ha comprendido que su aporte no tiene más remedio que ser complementado por aquellos que provienen de la antropología o la sociología.
Es cierto que esta convicción tarda todavía en expresarse en la organización de facultades y departamentos de las universidades, para la que no parece haber pasado un día desde el siglo XIX, y cuenta con una importante tarea pendiente: la comprensión de que la filosofía es también inseparable del conocimiento del funcionamiento de nuestro planeta vivo Gaia1, de sus límites y dinámicas, de sus fragilidades. Esa tarea pendiente es la que abordan, no sin cierto retraso en comparación con disciplinas como la economía ecológica2, las humanidades ecológicas.
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