El 15 de abril de 1980, un par de horas después de la muerte de Jean-Paul Sartre, la televisión INA de Francia entrevistó al político Daniel Cohn Bendit sobre sus primeras impresiones: «Era capaz, pese a la distancia que se pudiera sentir, de mantener siempre su solidaridad del lado de quienes eran rechazados por la sociedad. […] Era alguien en quien se podía contar».
Cohn-Bendit, que había sido una de las caras más visibles de la contestación, el desorden público y la revolución cultural de Mayo del 68, no ocultaba su admiración por la figura de Sartre. Y es que, aunque el movimiento estudiantil había «declarado la guerra» contra una «universidad anticuada» y al dogmatismo de muchos intelectuales, la filosofía de Sartre sirvió de base para muchos manifestantes.
La creatividad y la imaginación fueron grandes motores de la revuelta, lo cual era compatible con la trayectoria literaria de Sartre, que a menudo llevaba su literatura y activismo político a extremos desbordantes. En cuanto al trasfondo político, las temáticas del izquierdismo francés de contestación social, emancipación y el antiimperialismo habían sido temas de Sartre durante décadas, lo cual le confería credibilidad ante el levantamiento estudiantil. Su posición contraria a la hegemonía cultural del orden burgués también le otorgó legitimidad para poder hablar a pesar de su edad (62 años en 1968) y estatus de intelectual consolidado.
Para cuestionar las nociones de modernización, cambio social, modernidad y críticas de la sociedad de consumismo era necesario reconocer la posibilidad de romper con un cierto statu quo. En este reconocimiento de la propia libertad, la filosofía de Sartre resultaba clave para unos jóvenes que buscaban desmarcarse de referentes intelectuales o políticos.
La actitud de Sartre: escuchar desde una posición de autoridad
El día de la muerte de Sartre, Cohn-Bendit también confesó: «Creo que si Sartre fue un poco como un padre intelectual para todos nosotros… fue por su capacidad de escuchar […] mucha gente sintió su presencia entre nosotros como alguien que sabía escuchar».
En efecto, lo primero que destaca en Sartre es su actitud de apoyo decidido a las protestas. En la mañana del 10 de mayo de 1968, pocas horas antes de la noche de las barricadas en París, aparecía una carta —firmada por Sartre, entre otros— en Le Monde mostrando apoyo a la revuelta estudiantil. Se aprecia su voluntad a escuchar y a entender a los estudiantes a comienzos de mayo (entrevistó a Daniel Cohn-Bendit en mayo y junio de 1968 en el semanario Le Nouvel Observateur).
Su trayectoria también lo respaldaba. Sartre había rechazado recibir el Premio Nobel de la Literatura como denuncia contra la ideología burguesa, y su obra Critique de la raison dialectique (1960) lo consolidaba como un fiel izquierdista. Incluso fue a dar un discurso en el anfiteatro de una Sorbonne ocupada, un gesto significativo, pues ofreció generosamente su fama en favor de la causa de los insurgentes.
En la mañana del 10 de mayo de 1968, pocas horas antes de la noche de las barricadas en París, aparecía una carta —firmada por Sartre, entre otros— en Le Monde mostrando apoyo a la revuelta estudiantil
La base filosófica de Sartre: un oasis contra la impotencia del estructuralismo
Para entender su contribución a las ideas emancipadoras de los estudiantes, conviene acercarse primero a su filosofía. Sartre, fuertemente inspirado en la filosofía de Kierkegaard, comienza su propia propuesta existencialista en una conferencia de 1945 en París titulada L’existentialisme est un humanisme (El existencialismo es un humanismo).
En ella, asegura famosamente que el hombre, con su existencia, precede a su esencia, dotándolo de una gran libertad para autodeterminarse. No existe ninguna naturaleza o programa que confine al individuo en base a una definición única de lo que es el hombre. Nadie puede definir cómo somos o lo que haremos durante nuestra vida. La esencia, entendida como una característica o función a priori y permanente, no puede aplicarse al ser humano.
Esta visión, que niega cualquier dios, supone que el hombre es libre; no posee más función que aquella que él mismo se proponga. El ser humano debe llegar a ser lo que está destinado a ser, participando activamente en el proceso por el cual se define a sí mismo.
Y puesto que ninguna naturaleza humana es completamente inmutable, cada uno puede elegir su vida y superar las creencias y presunciones que le rodean. Esto es entendido como un instrumento clave en una revolución: la capacidad de reconocer la propia libertad y rebelarse frente a las estructuras o normas sociales. Sin embargo, frente a esta visión existencialista, se situaba otra corriente filosófica que había ganado terreno entre los intelectuales franceses en las décadas que precedieron a Mayo del 68: el estructuralismo.
En la década de los sesenta, comienza a nacer la idea de un estructuralismo de raíz marxista, estrechamente vinculado a los trabajos del profesor Louis Althusser. Según él, Karl Marx sitúa las posibilidades de acción del individuo en relación con las condiciones materiales y las relaciones de producción en las que se encuentra. Además, el análisis de uno mismo no parte directamente del individuo, sino del filtro del contexto socioeconómico del momento.
Así, la esencia del hombre reside en esta estructura que constituye una formación económica particular. Como dijo Althusser en un programa de radio en 1963: «No hay acceso directo del hombre al hombre, no hay acceso directo de la reflexión filosófica al hombre. Este acceso filosófico pasa necesariamente por el estudio de la estructura de un período histórico dado».
El estructuralismo, desarrollado en gran parte por Claude Lévi-Strauss en los años cincuenta y sesenta, sostiene que el individuo es solo un efecto superficial de las estructuras lingüísticas, culturales o socioeconómicas que lo rodean; de la misma manera que el sabor de una cerveza no es más que el efecto subjetivo de su estructura molecular. Hay que comprender esas estructuras subyacentes que construyen la cultura y moldean al individuo para entender su manera de ser y de pensar.
En esta línea, muchos opinan que los estudiantes no eran del todo conscientes de ser instrumentos de fuerzas ocultas (por ejemplo, el paso de una sociedad tradicional a una sociedad individualista basada en el capitalismo y el mercado) que los llevaba a protestar.
El oasis que contribuye Sartre frente a esta ‘acusación’ de inconsciencia, ingenuidad o irreflexión, es la idea que cada uno tiene el derecho de liberarse de sus costumbres. De cambiar y de elegir sus propios valores. Cada persona dispone de una libertad innegable (que conlleva también la responsabilidad de ejercerla) para romper con los automatismos de la cotidianidad y criticar el contexto con el que se está disconforme.
La idea del estructuralismo sobre la inconsciencia del individuo frente a las fuerzas ocultas que lo determinan condenaría a la juventud a una especie de rigidez y parálisis. Los estudiantes, en aquellos días de acampada en las universidades, encontraron esperanza en la idea de que ellos mismos se definen con la totalidad de sus acciones.
En la década de los sesenta, comienza a nacer la idea de un estructuralismo de raíz marxista, estrechamente vinculado a los trabajos del profesor Louis Althusser
Sartre y su «imaginación al poder»
En la primera entrevista entre Daniel Cohn-Bendit y Sartre, publicada el 20 de mayo, el joven hacía hincapié en el desorden espontáneo y en la efervescencia incontrolable que buscaba huir de cualquier marco paralizante, impuesto por un poder centrípeto. Al principio, el movimiento estudiantil carecía de una estructura ideológica clara y de coordinación entre las diferentes corrientes que lo formaban. Los diferentes bandos izquierdistas (gauchistes, revolucionarios, marxista-leninistas, maoístas y trotskistas) se movilizaban más bien por contagio y difusión de ideas.
Fue en este contexto cuando Sartre confesó su admiración porque los estudiantes habían puesto como lema «L’imagination au pouvoir» («la imaginación al poder»). Según él, los estudiantes se estaban desligando de la vieja clase obrera, que históricamente había quedado encorsetada en situaciones muy concretas. Esta vez usaban la imaginación para ver hasta donde podían ejercer su absoluta libertad. Sartre cerró la entrevista explicando a Cohn Bendit:
«Nosotros estamos formados de un modo tal que tenemos ideas precisas sobre lo que es posible y lo que no lo es. […] Ustedes tienen una imaginación mucho más rica y las frases que se leen en los muros de la Sorbona lo prueban. […] Se trata de lo que yo llamaría la expansión del campo de lo posible. No renuncien a eso».
Esta idea de usar la imaginación para ejercer la libertad resultaba crucial si los estudiantes querían transformar identidades, roles sociales, objetos culturales y símbolos del statu quo.
Las frases en forma de grafitis fueron una forma central de expresión durante el 68 en toda Francia. Uno de los eslóganes recurrentes era «Althusser-à-rien» («Althusser, para nada»), un juego de palabras que señalaba la escasa aportación del autor al pensamiento de los manifestantes. Otro mensaje clave era «Une structure ne descend pas dans la rue» («Una estructura no baja a la calle»), que expresaba el rechazo a un determinismo de las estructuras a la hora de explicar el levantamiento estudiantil.
La distancia entre el análisis intelectual y la movilización en las calles se reflejaba también en otros intelectuales de la época, como Jacques Lacan. A pesar de haber firmado también la carta en Le Monde a favor de los estudiantes el 10 de mayo, Lacan fue un firme defensor del estructuralismo en aquella época. En febrero de 1969, en una conferencia junto a Foucault, aseguró que si los eventos de mayo demostraron algo, fue que fueron precisamente las estructuras las que salieron a las calles Es decir, para Lacan fueron las estructuras inconscientes las que llevaron a los estudiantes a movilizarse.
La afirmación de que «descendieron a la calle» colocaba al movimiento estudiantil como un simple síntoma de las estructuras. Debía interpretarse, entonces, en relación con los lazos sociales y sus crisis. La revolución estudiantil revelaba que no era solo una revuelta, sino una destitución que mostraba cómo los vínculos sociales, también en la política, conducían a la reedición de las estructuras relacionales. Por eso, un análisis serio del poder debía centrarse en la constitución, revelación y funcionamiento de esas estructuras.
Lacan reconocía claramente un problema en el enfoque clásico del movimiento de liberación, que intentaba eliminar toda forma de dominación para permitir la aparición de un individuo previamente constituido (o la idea de Sartre de uno por constituirse). Desde su perspectiva, siempre existirán relaciones de poder, formas de dominación y nuevas organizaciones.
Así, la clave no estaba en la mera impugnación de estas estructuras, sino en comprender y gestionar su posible dinamismo. La cuestión fundamental era cómo esas relaciones de poder se configuran y operan dentro de sus márgenes; pero no existía, para él, ninguna posibilidad de una liberación total del individuo ni la acción del independiente del hombre frente a ellas.
Esta visión anti utópica, que acusaba a los estudiantes de inconscientes y determinados por unas estructuras de las que no podían desprenderse, se contraponía de lleno a la actitud de Sartre, que celebraba la «imaginación» pionera de los jóvenes. Para ellos, el estructuralismo de Althusser y Lacan sonaba a rigidez e impotencia. Al fin y al cabo, su filosofía no ofrecía respuestas sobre cómo reaccionar y transformar las cosas si todo estaba ya determinado por las estructuras. La crítica al estructuralismo apuntaba a un exceso de teorización y a la ausencia de un marco de acción. Era una idea paralizante.
La imaginación es un poder creativo, espontáneo y de liberación, ya que permite al individuo romper con las normas sociales y considerar todo el alcance de sus posibilidades. En este sentido, «l’imagination au pouvoir» se convirtió en la fórmula para oponerse a las corrientes estructuralistas y positivistas, negando la rigidez de la sociedad y del pensamiento. Sartre veía en el poder de la imaginación la consecuencia directa de la libertad del individuo.
La capacidad del hombre a «ser otra cosa más que una cosa». Negar esta libertad propia y autenticidad equivalía a caer en la «mauvaise foi» («mala fe»), es decir, esconderse tras costumbres, normas sociales o automatismos para eludir la responsabilidad de elegir. Sartre divulgaba la posibilidad de que cada persona rompiera con los moldes que se le imponen y evitara vivir en el autoengaño de la mala fe. En lugar de estar definidos por estructuras externas, las relaciones sociales y el sentido de la vida se debía producir desde la subjetividad de cada individuo.
El existencialismo, como filosofía de la subjetividad, en la que el hombre existe por la intencionalidad de su conciencia y está condenado a la libertad (y al peso de la responsabilidad que conlleva), encajaba perfectamente con la visión que tenían los estudiantes en el 68. El hombre sartreano existe solo por la intencionalidad de su conciencia, condenado a la libertad porque «la existencia precede a la esencia». Solo la alienación y esta mala fe obstaculizan los caminos de la libertad.
Según el autor Epistemon Anzieu, el Mayo del 68 fue una revancha del existencialismo contra el estructuralismo. El sujeto y la conciencia se impusieron frente a la regla, el código y la estructura. «El levantamiento estudiantil de mayo experimentó por cuenta propia la verdad de la fórmula sartriana: el grupo es el comienzo de la humanidad».
Es evidente que para Sartre, la alienación de los individuos atrapados en lo práctico (inerte); es decir, los productos de la acción humana pasada que se vuelven rígidos, fijos y alienados, limitando la actividad y las relaciones sociales actuales, fue central en mayo del 68. A ello se sumaba su propuesta de ejercer la libertad mediante el compromiso y la fuerza de comunidades unidas capaces de superar el mecanicismo y la mala fe, lo que ayuda a entender mejor la mentalidad juvenil durante la revuelta.
Esta perspectiva resulta más esclarecedora que la conceptualización estructuralista, que enfatiza el peso de las cadenas y determinismos, un sujeto subordinado y la autorregulación del sistema. La propuesta de Sartre de romper con lo que se espera de nosotros, representaba la esperanza de los jóvenes que aspiraban a una organización económica distinta, poniendo a prueba su libertad en los ámbitos sociales, políticos y sexuales.
El existencialismo, como filosofía de la subjetividad, en la que el hombre existe por la intencionalidad de su conciencia y está condenado a la libertad (y al peso de la responsabilidad que conlleva), encajaba perfectamente con la visión que tenían los estudiantes en el 68
Sartre: un papel importante en Mayo del 68
Cohn Bendit fue a menudo citado diciendo que el movimiento del 68 no tiene «maestros del pensamiento» y que la influencia de Sartre era más bien abstracta. Aun así, reconocía que «casi todos los estudiantes habían leído a Sartre». Se podría decir que, pese a la cercanía de Sartre con las ideas fundamentales del movimiento y su posible rol inspirador, la cautela de Cohn-Bendit al admitirlo como referente intelectual venía del miedo a perder la espontaneidad absoluta del movimiento.
Idolatrar a cualquier figura, incluso a Sartre, podía llevar al movimiento a la misma trampa que el estructuralismo, que ofrecía un marco analítico sofisticado, pero demasiado estéril para inspirar a un movimiento que reclamaba acción inmediata. Según Cohn-Bendit, había que evitar barreras y huir de las fuerzas centrípetas de cualquier estructura rígida o acciones comunes, que los poderes políticos podían dominar con facilidad (reducir la revuelta a modelos de acción previsibles).
En resumen, la actitud, la filosofía de la libertad y la figura política de Sartre le dieron un papel clave en el mayo francés. El francés apoyó públicamente a los estudiantes y tomó la iniciativa de entrevistar a Cohn Bendit para poner su prestigio al servicio del movimiento. Su filosofía llamaba a confiar en uno mismo como sujeto y reconocer la propia libertad; a usar la imaginación para un cuestionamiento global y buscar un cambio radical en la sociedad si así se desea, frente a una visión estructuralista paralizante.
En una publicación de Les Éditions John Didier, Sartre reconoció que, aunque el movimiento había fracasado políticamente, triunfó una «gauche sociale» (izquierda social), cuyo espíritu sobrevivía y reaparecía en Francia de vez en cuando en movimientos populares espontáneos. Tal y como le explicó Cohn-Bendit a Sartre en la entrevista, lo importante no era diseñar una reforma del capitalismo, sino abrir una experiencia de ruptura con la sociedad existente. Una experiencia que quizá no durara mucho, pero que pudiera revelar fugazmente otra posibilidad.
En esos momentos de fractura de la cohesión del sistema se abren grietas que podían (y podrán) aprovecharse para imaginar y explorar nuevas formas de vida.
Luis Maurin Hakala (Helsinki) es graduado en Filosofía, Política y Economía por la Alianza 4 Universidades (Universitat Pompeu Fabra, Universidad Autónoma de Barcelona, Universidad Autónoma de Madrid y Universidad Carlos III de Madrid). Como apasionado de la filosofía política, se interesa especialmente por el existencialismo francés. Tiene experiencia en análisis político en instituciones europeas y en investigación sobre políticas de bienestar en tiempos de globalización, así como sobre los derechos digitales en la Unión Europea.
















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