Es uno de los filósofos menos atendidos y estudiados en nuestra lengua en entornos académicos y, sin embargo, Arthur Schopenhauer (1788-1860) es también uno de los pensadores más leídos por el público general. Un auténtico best seller. Este dosier se adentra en los hondos y ricos pasadizos de sus obras, en los que, a pesar de su fama fatalista, podemos encontrar todo un pesimismo que redime.
Las recurrentes y ricas contradicciones que hallamos en la doctrina de Arthur Schopenhauer han sido motivo suficiente para desterrar de la «filosofía oficial» o canónica —corpus confeccionado eminentemente en el contexto universitario— a este capital pensador que se encuentra en un momento histórico muy interesante y fundamental. Mientras la filosofía de mediados del XIX pujaba contra sí misma por descubrir nuevos caminos más allá de las obras de Kant, el movimiento romántico, así como las incipientes filosofías vitalistas, se aferraban a su enorme esfuerzo por superar las barreras que Kant había impuesto a las desmedidas ansias cognoscitivas de nuestra razón.
Como se comprobará a lo largo de este dosier, Schopenhauer encontró desde muy joven en el arte un dispositivo que nos permite comunicarnos sentimentalmente con aquello que, a su juicio, fundamenta el mundo no solo tal y como lo conocemos, sino también y a la vez por lo que es en sí mismo. Más aún, en la música —disciplina que Schopenhauer estudiará en epígrafes estratégicamente situados dentro del conjunto de su obra cumbre, El mundo como voluntad y representación— descubriremos un tipo muy particular de conocimiento que nos pone en contacto con lo en sí, con la esencia de la realidad, afiliada a un género de experiencia que tendría como único cometido enfrentarnos con el impulso que pone en marcha y crea un soberano tejido en el mundo: la voluntad.
Asombro ante el mundo
Sin embargo, precisamente por este desvelamiento de lo esencial en forma de experiencia (artística) intuitiva, fueron numerosos los intérpretes de la filosofía de Schopenhauer que incidieron en la «potencia emotiva» de su sistema, sin prestar atención a la conexión lógica y, sobre todo, metafísica, que su obra magna presentaba en su desarrollo. En una carta fechada en 1851, cuando Schopenhauer comenzaba a disfrutar de cierta fama en el contexto cultural de la Europa de mediados del XIX, explica que sus dogmas fueron tomando forma en su cabeza sin apenas participación de su voluntad, «como un cristal cuyos rayos convergen todos hacia el centro».
Mientras la filosofía de mediados del XIX pujaba contra sí misma por descubrir nuevos caminos más allá de las obras de Kant, el movimiento romántico se aferraban a su esfuerzo por superar las barreras que este filósofo había impuesto a las ansias cognoscitivas de nuestra razón
Como él mismo nos aclara en el primer prólogo a El mundo como voluntad y representación, un «único pensamiento» fue formándose y desplegándose a medida que nuestro filósofo conocía el mundo, así como sus intrincados y misteriosos avatares. Casi tres años antes de la publicación de aquel libro, en 1816, anotaba en sus cuadernos que «mi sistema no es un todo arquitectónico, sino orgánico», que responde a «un único pensamiento», delineando de este modo el objetivo final que se proponía afrontar: «Si hasta ahora todos los filósofos han enseñado de dónde provenía el mundo y para qué existía, nosotros no nos aventuramos a llegar tan lejos, y nos conformamos con examinar qué sea el mundo». La filosofía de Schopenhauer, pues, surge del asombro ante el mundo y de la ambición por desentrañar su contenido, su qué.
El joven Arthur madura muy pronto
Rüdiger Safranski, autor de una de las biografías más completas sobre Arthur Schopenhauer, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, asegura que el filósofo pertenece a lo que puede denominarse así, «los años salvajes» de la filosofía: un tiempo en el que la religión secularizada de la razón comenzaba a dejar paso a un nuevo tipo de pensamiento, caracterizado por abrir una brecha en nuestra propia interioridad. Quizá nos veamos obligados a descender un escalón más en el conocimiento sobre nosotros mismos; las vastas zonas oscuras e inexploradas de nuestro yo cubren con su sombra los parajes que creemos más conocidos.
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