Susan Sontag (1933-2004) no tuvo una infancia fácil. Su frágil salud, además, le enfrentó desde muy pronto a diversas dificultades. Su padre falleció muy pronto (sin apenas conocerlo y cuando la autora alcanzaba apenas los cinco años) y su madre, Mildred, nunca le ofreció la atención ni el cariño que un niño requiere. Pero Susan encontró muy pronto un cobijo en y con el que sentirse segura y alentada: la lectura. A los diez años, Sontag ya era una entregada admiradora de las obras de Poe, uno de sus referentes literarios. Como explica Verónica Abdala en su estudio Susan Sontag y el oficio de pensar, “sus familiares y sus amigos de la infancia la recuerdan como una lectora compulsiva, hasta tal punto que el hombre con quien se casó su madre doce años después de enviudar, un poco en broma y un poco en serio, solía decirle que si seguía tan absorta en sus libros nunca encontraría tiempo para enamorarse”.
Extraña a las aficiones y pasatiempos de sus compañeras, Sontag confiesa que en su niñez “todo parecía despertar mi interés. Mi necesidad de encontrar causas y razones, una cierta compulsión a encontrarle el sentido a las cosas era notoria”. Un interés que más tarde le llevaría a hacer incursiones en el mundo del cine (dirigió un total de tres películas, Dúo para caníbales en 1968, Hermano Carl en 1971 y Tierra prometida en 1973), en el ensayo crítico y comprometido (guerra, enfermedades, periodismo, etc.), y, por último, en la literatura.
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