Hace un par de semanas, nos invitaron a todo el equipo de Filosofía&Co. a dar una charla en el Colegio Mayor Universitario Chaminade, en Madrid, de la mano de su aula de filosofía, una de las múltiples secciones en las que los residentes y estudiantes se organizan para interactuar con aquellos profesionales que les interesan (también hay de música clásica, cine, literatura, etc.). Al acto acudimos Amalia, Pilar y un servidor, acompañados por Carlos Javier González Serrano, filósofo -aunque él no esté de acuerdo con el término-, colaborador y amigo que lleva desde los tiempos de Filosofía Hoy arrimando el hombro donde nosotros, periodistas, filosóficamente nos atascamos (cosa que se agradece).
El caso es que, cuando uno asiste a un evento de este tipo, no es extraño que se le pasen por la cabeza algunas dudas y temores. ¿De qué voy a hablar? ¿De qué puedo hablar? ¿Qué tipo de público me encontraré? ¿Será un ambiente distendido o formal? ¿Acudirá gente interesada de verdad o algunos que simplemente quieren pasar el rato? ¿Llevo pastillas para la ansiedad? –esto último ocurre, créanme, máxime cuando uno, como yo, es poco dado a hablar en público y menos aún a disfrutar de la experiencia–. Una mezcla de incertidumbre y exceso de responsabilidad que cada cual gestiona de la manera que mejor puede.
Sin embargo, y como suele ser habitual, todo temor fue infundado y no tuvimos de qué preocuparnos. En las dos horas que duró la charla-coloquio y en la cena posterior con los responsables del acto, acabamos pasando una tarde-noche formidable. No masiva, porque la filosofía no suele serlo, pero sí agradable, cómoda, interesante y, sobre todo, muy esperanzadora. ¿Esperanzadora? ¿Por qué? Pues porque tiró por los suelos algunos clichés.
Cuando uno asiste a un evento de este tipo no es extraño que se le pasen por la cabeza algunas dudas y temores: ¿De qué puedo hablar? ¿Qué tipo de público me voy a encontrar? ¿Acudirá gente interesada de verdad?
Aunque no sea políticamente correcto decirlo, la realidad es que muchos consideran a «la masa», por lo general, estúpida. Sucesos aberrantes en las noticias, agendas informativas vacías, ofertas de ocio poco edificantes, celebridades de vergüenza ajena e iluminados de todo pelaje que se creen con derecho a sentar cátedra sobre lo humano y lo divino hacen difícil tener esperanzas en la humanidad –mención aparte para la clase política y la fauna que uno se encuentra en el transporte público. Tela–. Hay un gran número de patanes en el mundo. Y a buen seguro nosotros también lo habremos sido en más de una ocasión (en el caso de serlo de manera habitual, deberíamos plantearnos algunas cosas). Habida cuenta de que un servidor es de la opinión de que un memo es infinitamente peligroso, acostumbro a mirar al futuro con un optimismo terriblemente moderado.
En lo que respecta a la juventud también encontramos esa diatriba. Pérdida de valores, simpleza, hedonismo, rebeldía y desinterés parecen ser la norma con que nos apabullan los informativos y el ocio. Eso cuando no sucede al revés, que encontramos una clara apología por la juventud que, en ciertos aspectos, roza lo ridículo –como si el ser joven fuera una garantía de algo y el ser viejo una tara–, como si lo nuevo fuera, por definición, estupendo y lo viejo anacrónico. Un exceso y un defecto que es un buen ejemplo de la estupidez de la que hablábamos.
Volviendo al evento, quizá lo mejor fue la sensación de haber acertado con la idea que impulsó el nacimiento de Filosofía&Co.: la gente no es tan tonta como la pintan. Las personas sí quieren saber. Se hacen preguntas, persiguen una filosofía bajo la cual vivir su vida y les gusta comentarla con quienes les rodean. A poco que uno se fije, puede darse cuenta de que, bajo la capa de estupidez que hay en el mundo, existen muchos ejemplos de lucidez. Personajes que aguantan heroicamente el impulso de la memez, defendiéndose como gato panza arriba y negándose a entrar en su juego. Gente que lee, que piensa, que se hace preguntas relevantes y, por ello, se convierte en gente atractiva, gente que, en definitiva, no está vacía y que merece la pena conocer, estés o no de acuerdo con sus ideas. Y eso es lo que nos ocurrió aquella tarde-noche.
Quizá lo mejor fue la sensación de haber acertado con la idea que impulsó el nacimiento de Filosofía&Co.: la gente no es tan tonta como la pintan
Lo más sorprendente fue encontrar esas cualidades en chavales muy jóvenes que tiraban por los suelos esos estereotipos que tenemos sobre la juventud: chicos y chicas desanimados y casi sin principios, que pasan de todo y solo parecen querer rendirse al placer y eludir responsabilidades. Eso, aunque existirá, no fue lo que encontramos. Estábamos frente a chicos y chicas que demostraban mayor cultura que muchos con el doble de su edad, que eran capaces de expresarse con criterio y fundamentos, que reflexionaban certeramente sobre la vida y obra de Baroja, comparaban las ideas e influencias entre Nietzsche y Schopenhauer, y estaban más al tanto de la actualidad literaria y social que muchos periodistas del ramo –y me incluyo–.
Igual es que pertenezco a otra generación (tampoco mucho más allá), pero no recuerdo tener muchas referencias de gente que pudiera contarme que a los 14 años le había dado por leer filosofía, que llevaba un lustro interesada por la poesía o que encontraba referencias culturales notables fuera del cine y la TV. A mí me dio por leer filosofía en los primeros años de universidad (a pesar de no tener nada que ver con mi carrera) y lo cierto es que ya entonces me sentí un poco como un bicho raro. No lo era en absoluto, pero tampoco es que pudiera ponerme a comentar mis lecturas de Hobbes, Kant, Hume o Epicuro entre pitillo y pitillo. O puede que sí, pero sencillamente no ocurrió. Yo iba a lo mío, con mis ideas bullendo en mi cerebro y bloqueándome una y otra vez con cuestiones que, para otros, eran «tonterías» –literalmente, así fue como las llamó una novia con la que intenté compartir mis tribulaciones»–.
Fue muy gratificante conocer a un grupo de jóvenes que tiraban por tierra ese cliché de una manera tan absoluta. Que se interesaban por esas «tonterías» y tenían preocupaciones más hondas que las inmediatas. Que disfrutaban de libros fuera del best seller de turno y demostraban que interesarse profundamente por la cultura nada tiene de incompatible con vivir esa época dorada que es la universidad como cualquier otro joven de preferencias más «comunes». Fue esperanzador comprobar que hay vida más allá del tuit, el autor de moda, la película de estreno y la canción del verano. Fue bonito ver que quedan justos en Sodoma. Y que seguirá habiendo.
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