Jeremy Bentham ha pasado a la historia del pensamiento, además de por sus revolucionarias propuestas reformistas, por la filosofía en la que éstas estaban basadas y que él mismo fundó: el utilitarismo.
Este término, que obviamente proviene de la palabra «útil», busca cumplir precisamente el significado que le daba Bentham: aquello que resulta del cálculo entre el placer que genera una acción menos el sufrimiento que dicha acción produce en las personas involucradas en ella. Bentham quiso, ante todo, crear una filosofía que fuera clarificadora y práctica, que pudiera delimitar sin atisbo de duda las leyes, la psicología humana, los valores que la rigen o la responsabilidad de nuestros actos.
La felicidad es identificada por Bentham con el placer y la ausencia de dolor, algo defendido ya en Grecia por Epicuro. Bentham establece que, si nuestras acciones promueven la felicidad de aquellas personas implicadas directa o indirectamente, podremos concluir que son buenas acciones. El utilitarismo, al identificar el bien con el resultado de una acción, es una ética teleológica (del griego τέλεος: fin o finalidad) o consecuencialista.
Sin embargo, Bentham es consciente de que el mundo no es en blanco y negro. Una misma acción no siempre produce únicamente dolor o únicamente placer, sino que puede producir ambos. Pensemos, por ejemplo, en el consumo de drogas: a corto plazo ofrecen placer, pero a largo pueden destrozarnos la vida. Se hace necesario, por tanto, introducir algún tipo de mecanismo que nos permita calcular cuánto placer o dolor va a resultar de llevar a cabo tal o cual acción. Para ello, Bentham establece el llamado «principio de utilidad (…), aquel principio que aprueba o reprueba toda acción de acuerdo con la tendencia en que parece aumentar la felicidad del involucrado cuyo interés está en cuestión. O lo que es lo mismo, lo que promueve o se opone a esa felicidad. Y digo toda acción cualquiera, no solo de un individuo privado, sino también toda acción de gobierno».
La base de la conciencia moral del utilitarismo es este principio de utilidad, que trata de alcanzar «la mayor felicidad para el mayor número de personas». La mayor cantidad posible de placeres para el individuo y su comunidad. De esta forma, las cualidades, definidas empíricamente, pueden ser aprobadas o rechazadas según su tendencia a aumentar, o no, la felicidad. Hemos de empezar, por tanto, calculando el valor de todos los placeres y dolores probables que una acción puede causar, atendiendo a su intensidad, duración, certidumbre, etc. Y después de eso, observar qué se impone para decidir si una acción es buena o mala.
La ética social utilitarista se demuestra así como válida no solo para los individuos, sino también para los estados. Según Bentham, hasta entonces las leyes estaban basadas en el pasado. Buscaban la revancha, la venganza por un abuso cometido. Esto cambia con la llegada del utilitarismo, que pone la vista en las consecuencias, es decir, en el futuro. Al ser una ética consecuencialista, trata de alcanzar fines para el mañana, no compensar injusticias del ayer. Se trata de una visión racional y razonada de las leyes para que persigan un bien moral y un beneficio para todos.
La visión de Bentham de la política se sustenta en los mismos principios que el resto de su filosofía. La filosofía utilitarista parte de una base muy concreta: que todo ser humano actúa tratando de alcanzar la mayor felicidad posible. Es por esta razón que se declara defensor de la democracia, ya que, puesto que todo el mundo se guía por sus propios intereses, es lógico pensar que los gobernantes -que también son parte del mundo- harán lo propio. Esto es indignante para el filósofo inglés, para quien es necesario deshacerse de la figura del gobernante único. Un gobierno solo podrá ser bueno para la mayoría si está en manos de dicha mayoría, porque de esta manera el sistema buscará el bienestar de los ciudadanos. Siendo la democracia el único sistema que integra a los ciudadanos en el gobierno, tiene sentido su aceptación por parte del utilitarismo.
El estado tiene una importancia capital en el pensamiento de Bentham, pues niega que pueda haber derechos fuera de él. Considera que el «derecho natural» es una contradicción en los términos, así como una ficción pues, para Bentham, el ser humano no tiene derechos «de serie» y estos no pueden ser establecidos de cualquier manera: «Una razón para desear que un cierto derecho sea establecido no es un derecho. Desear no es aportar. El hambre no es pan».
Puesto que un número de seres humanos que se definen como felices es algo que puede ser calculado, Bentham decide que ese sistema, el cálculo cuantitativo, es el más adecuado para alcanzar sus metas. Es ahí donde entra en escena John Stuart Mill, discípulo de Bentham y quien introduce una nueva medida además de la cuantitativa: la cualitativa.
«La naturaleza ha puesto al género humano bajo el dominio de dos dueños soberanos: el placer y el dolor. Solo a ellos corresponde indicarnos lo que debemos o no debemos hacer». Jeremy Bentham, Introducción a los principios de la moral y la legislación
Las aportaciones de John Stuart Mill
Si bien Bentham es considerado el fundador del utilitarismo, este no puede entenderse correctamente sin la labor de quien estaría llamado a ser su sucesor: John Stuart Mill, verdadero peso pesado del movimiento. Bentham hace una valoración de la utilidad de cada acción a través de un sistema «físico», algo que Mill pondrá en duda.
Como amante de la libertad que es, Mill se da cuenta de que el bien no puede ser únicamente el bienestar de la mayoría, porque eso podría llegar a desembocar en actuaciones muy poco morales en el caso de que esa mayoría impusiera su criterio y aplastara los derechos de la minoría. Por ejemplo, según las tesis de Bentham, sería legítimo sacrificar a una persona si con sus órganos pudiera salvarse a cinco más. A fin de cuentas, eso haría felices a cinco veces más personas, ¿no? Según esa lógica podrían defenderse posturas completamente inmorales (como la esclavitud). Mill, como muchos otros, considera esto una aberración y un peligro, de manera que añadirá al utilitarismo el concepto de individualidad. Una serie de parámetros que garanticen que los derechos de la minoría más pura que existe, el individuo, no sean violados.
«Cada individuo tiene derecho a actuar de acuerdo con su propia voluntad en tanto que tales acciones no perjudiquen o dañen a otros» (el famoso, «mi libertad acaba donde empieza la libertad de mi vecino»). Según esto, en nuestras vidas hay ciertas parcelas de actuación en las que nadie puede entrar. Si una acción llevada a cabo por nosotros solo nos afecta a nosotros, entonces ni la sociedad ni el estado ni absolutamente nadie tiene derecho a intervenir o prohibirla. En cualquier caso, para esto antes habrá que determinar qué es lo que entendemos por daño. Mill, por ejemplo, considera que la ofensa, algo comúnmente esgrimido para vetar la libertad de otros, no es una forma de daño. Huelga decir que los utilitaristas en general, y Mill más que ninguno, serán grandes defensores de la libertad de expresión.
Esta necesaria protección del individuo, frente a la tiranía del poder o la mayoría, la denomina Mill «libertad social» y debe traducirse en una limitación de los poderes del estado, de manera que este no pueda meterse en la vida privada de los ciudadanos ni hacer uso de ese poder para beneficiarse a sí mismo.
Todas estas ideas permiten comprender mejor otra de las facetas que más famoso han hecho a John Stuart Mill: el feminismo; puesto que fue uno de los más activos defensores de la igualdad entre hombres y mujeres, siendo partidario de darles a estas últimas acceso a la educación y al mercado laboral, pues consideraba que esa equiparación de hombres y mujeres solo podía aportar beneficios a la sociedad en su conjunto.
Mientras que Bentham considera que todos los placeres son iguales y que el único barómetro importante es la cantidad del mismo, Mill cree que esa idea es errónea y que el cálculo utilitarista no puede dejar de lado la vertiente cualitativa de los placeres. Esto es: algunos placeres que son mejores que otros. La introducción de este elemento de calidad frente a cantidad será la gran contribución de Mill en este aspecto.
Al igual que hizo Epicuro muchos años antes, Mill se hace una pregunta muy relevante: ¿son todos los placeres iguales? ¿Cuáles son los mejores? ¿Los corporales? ¿Los espirituales? Y la respuesta que encuentra es la misma que en el filósofo griego: los segundos. Los primeros, si bien son importantes, son menos seguros y de menor duración, de manera que es mejor apostar por los placeres espirituales.
Ambas contribuciones, la defensa de la individualidad y el cálculo cualitativo, serán las grandes aportaciones de Mill a la filosofía utilitarista y que le convertirán en el mayor referente de la misma.
El panóptico
Como hemos visto, Bentham defiende que la felicidad solo es posible si maximizamos el placer y reducimos el dolor. Ahora bien, ¿Qué hacer con aquellos que se empeñan en promover el dolor y el sufrimiento en lugar del placer? ¿Cómo puede defenderse la sociedad de los criminales y frenarlos?
Antes aún que filósofo, Bentham fue jurista, y estaba muy vinculado a la tradición que entendía que todo derecho había de estar ligado a un deber, y este, a su vez, tenía que ligarse a un castigo para aquel que no cumpliera con su obligación. Por ello, Bentham afirma que el castigo es algo completamente necesario y justificado, pues en orden a eliminar un mal comportamiento, este deber ir unido a una pena, de la misma manera que una buena acción ha de ir seguida de una recompensa. Así es como se establece en la mente de los sujetos que el bien compensa más que el mal y que es mejor vivir siendo bueno que malo, pues de esa manera será más probable que nos acerquemos al que es el gran objetivo de todo el mundo: ser feliz.
Descontento con el sistema de prisiones inglés, Bentham ideó uno nuevo con estas ideas como argamasa. Su objetivo no era sencillamente castigar para vengar un crimen, sino conseguir reeducar al criminal. Estas conclusiones están plasmadas en uno de sus más famosos tratados, El panóptico, un nuevo tipo de prisión que Bentham llegó a definir como «un molino en el que triturar (metafóricamente) a los pícaros hasta hacerlos honestos». Aunque suene algo dura esta sentencia, la realidad que propone Bentham es bastante más moderna y benigna que los castigos que se venían estableciendo en su época.
La principal característica del panóptico era su estructura geométrica: un círculo en torno a un eje central. Ese punto central es la verdadera clave de todo el conjunto, ya que en ella se colocaría una sala o torre desde la que una persona o grupo de ellas pudiera controlar todo el perímetro. Había un detalle más en este novedoso diseño, y era que el vigilante de la torre podría ver a todos los reclusos, pero estos no podrían verlo a él. ¿Cuál es la razón de esto? Según el inglés, de esa manera, además de ahorrarse personal, se lograría generar en los presos una sensación de intensa paranoia, al no saber si sus movimientos estaban siendo controlados o no. Esto les obligaría a comportarse de la mejor manera posible, al no estar seguros de si su actitud podía costarles un severo castigo. Todos, por su propio bien, obedecerían las normas de lo mejor posible.
Este sistema gustó a muchos y no solo para el sistema penitenciario. Se pensó que podría ser utilizado también en cualquier otra institución que requiriera de un cierto grado de autoridad y control, como escuelas o fábricas.
Hoy, que convivimos con cámaras de vigilancia y nuevas tecnologías de vanguardia, continúa la misma polémica que generó el invento de Bentham. ¿Vivimos hoy en un gigantesco panóptico? ¿Nos ha convertido eso en mejores personas? ¿Ha conseguido sus objetivos? ¿Somos más honrados ahora que sabemos que todo lo que hacemos o decimos puede terminar filtrado a la red o a los medios? ¿Esa falta de privacidad es un precio justo por vivir en un mundo mejor? Muchos son los autores que se hicieron esas preguntas. En 1975, Michel Foucault lo planteó en Vigilar y castigar, y más recientemente -con el auge de las tecnologías que vivimos ahora- hicieron lo propio Zygmunt Bauman y David Lyon con Vigilancia líquida (2013). ¿Y tú, lector, qué opinas?
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