¿La espiritualidad va decreciendo en Occidente? Pese a ser un concepto adoptado por culturas de todo el mundo y desarrollar un papel fundamental en la historia, su empuje parece disiparse poco a poco. Y si es así, ¿a qué se debe?
Por Jaime Fdez-Blanco Inclán
Si miramos a Occidente y los sucesos de su historia, podríamos concluir que el auge que han vivido en los últimos siglos la ciencia y la tecnología pueden estar detrás de esa pérdida de la fe. A fin de cuentas, los avances tecnológicos y científicos han conseguido explicar algunos fenómenos que anteriormente se atribuían a Dios, de tal manera que muchos son los que han dejado de tener fe, de creer sin pruebas, optando por vivir en «la verdad»… o al menos en lo que ellos consideran que lo es.

El papel que han jugado a lo largo de los siglos las grandes religiones formales en los contextos sociales, culturales y políticos también ha generado rechazo en muchas personas, haciendo que se alejen de ellas y de los dogmas que las rigen. Lo curioso es que incluso muchos de los que rechazan la fe religiosa parecen seguir buscando creer en algo: filosofías y saberes propios, religiones de otras culturas, espiritualidades minoritarias, ideologías políticas o el propio ateísmo, que podría considerarse también una forma de fe (la creencia en la no existencia de ningún tipo de divinidad). Un sinfín de premisas que se convierten en sustitutos y que seguramente ofrecen lo mismo que a los creyentes sus religiones: una base desde la que poder gobernar su vida.
Parece que la espiritualidad es un elemento innato en el ser humano, como si necesitáramos de algún modo creer que existe «algo» superior a nosotros mismos que juega un papel vital en el desarrollo y funcionamiento del mundo. Y lo buscamos con ahínco. Una fuerza que lo explique todo y que acabe con nuestras dudas. No tanto por el ansia por abandonar este «valle de lágrimas» como por la terrible certeza de que todo lo que «habita» en nuestra vida es responsabilidad nuestra. Y con ello hemos de apechugar. Si cada paso que damos determina y marca nuestro potencial futuro, si hemos de estar permanentemente en guardia para no desviarnos de lo que es correcto –o, mejor dicho, favorable; lo correcto casi nunca lo seguimos a largo plazo—, la existencia vital se vuelve abrumadora. Pueden contarse por millones aquellos que, a lo largo de la historia, han recurrido a algún tipo de fe para ordenar su vida y volver «al camino».
Muchos pensadores a lo largo de la historia han intuido «algo» que no podemos explicar, pero que lo explicaría todo

Uno de los grandes filósofos cristianos empezó por ahí su andadura religiosa. Estamos hablando de Agustín de Hipona, un buen ejemplo del impacto que puede tener la fe en la vida de alguien y autor de la famosa cita que ha inspirado el titular de este artículo: «La fe consiste en creer lo que no se ve, y su premio es ver lo que se cree». Y es que la filosofía es un campo en el que conceptos como espíritu, creencias o Dios tienen amplia cabida. Desde las miradas a la metafísica que ya empezaron los griegos hasta las vidas reales de Nietzsche, Sartre, Russel, Wittgenstein, Spinoza, Hume, Weil, Séneca, etc. La sombra de la espiritualidad es alargada en la historia del pensamiento.
Bien mirado, el mundo se rige por normas y leyes concretas. Existe un llamativo orden en su desorden: las cadenas tróficas, las adaptaciones de las especies a los distintos ecosistemas, las leyes físicas, los esquemas químicos, etc. Parece haber una estructura universal, unas leyes específicas que dirigen con mano de hierro la realidad. Y si bien es posible que no tengamos la certeza de su existencia, son muchos los pensadores que a lo largo de la historia han intuido «algo» más allá que no podemos explicar, pero que lo explicaría todo. O tal vez es, sencillamente, que queremos hacerlo… y ahí puede estar la clave de la fe. Puede que tenga más que ver con lo que queremos creer que con lo que podemos demostrar.
Es ahí donde entran en juego las religiones y creencias espirituales. Una especie de filosofía añeja que nos facilita de manera inmediata un conjunto de valores asentados, una guía concreta que seguir, unas nociones según las cuales vivir. Un código –más allá de la mera utilidad práctica– que ejerce como válvula de escape del miedo a hacernos dueños de nuestra libertad. No hablamos únicamente del Dios «personal» de las grandes religiones, sino de cualquier espiritualidad, propia o ajena, que ya sea desde el teísmo, el panteísmo el deísmo o cualquier otra postura, ofrezca una visión metafísica sobre la que sustentar la existencia.
La espiritualidad reside en la aceptación del misterio
La idea de Dios, la personificación de la fe, es irrelevante en buena medida. La espiritualidad reside más bien en otra cosa: en la aceptación del misterio; la creencia y aceptación de que hay algo más allá de lo que podemos percibir y demostrar. Llamémosle Dios, Ley natural, Destino, Logos o Nada. Los seres humanos parecemos necesitar creer en algo. Un soporte en el que apoyar nuestra fortaleza y esperanza para que se mantengan firmes. Algo que rellene ese vacío inexplicable en nuestro interior y que el conocimiento, por mucho que avance, nunca será capaz de llenar del todo.
Quizá creemos por la sencilla razón de que queremos creer.
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