Cuando uno pasa cinco años de su vida en la Facultad de Filosofía y Letras sale con una sensación extraña: no sabe si ha leído muchísimo y habita la mismísima biblioteca de Babel o si en realidad ha sido todo una ilusión y no ha leído absolutamente nada. No crean que es cosa mía; he contrastado esta tesis con rigurosísimos datos ofrecidos por los prestigiosos estudios que bridan las conversaciones de la cafetería de la facultad.
A raíz de ello, diría que me llevo dos verdades universales de la carrera: uno, «nadie sabe lo que puede realmente un cuerpo» (gran sabio Spinoza; efectivamente, he visto grandes excesos que el organismo es capaz de asumir sin llegar a estallar); y dos, «nadie sabe cómo acaba realmente un libro». Esta última es de mi propia cosecha, y es que no parece muy probable que alguien se haya acabado un solo ensayo en toda su etapa universitaria.
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