En 1963, después de aparecer su reportaje sobre Eichmann, Hannah Arendt fue atacada con dureza en todo el mundo; es más, fue «excomulgada» del judaísmo. Los desencadenantes de esta risa fueron los protocolos de la toma de declaración a Adolf Eichmann, anterior teniente coronel de las fuerzas de asalto de las SS que, como director de la ponencia del nacionalsocialismo sobre «Asuntos judíos, asuntos de limpieza», había organizado las deportaciones a los campos de destrucción.
Eichmann, después de la guerra, había vivido en Argentina con una identidad falsa, hasta que en 1960 el servicio secreto de Israel lo secuestró y lo condujo a Jerusalén, donde fue sometido a juicio «por crimen contra el pueblo judío» y «crimen contra la humanidad». En los preludios del proceso había sido descrito como «perversa personalidad sádica» y «antisemita fanático»; según se decía, en él iba unido «el insaciable instinto de muerte» con «una inflexible fidelidad al deber».
Y precisamente a este agente nazi, tal como estaba sentado en la vitrina, le daba Hannah Arendt en su relato sobre el proceso el calificativo de «bufón», que por sí mismo no había obtenido sentido ni orientación en su vida. Las acciones le parecían monstruosas, pero el actor le daba la impresión de un hombre demasiado normal y perteneciente al término medio. Arendt lo describía así:
«Eichmann no era Yago, ni Macbeth, y nada habría estado más lejos de él que decidirse con Ricardo III a ser un malvado. Fuera de la disposición extraordinaria a hacer todo lo que podía ser útil a su medro, no tenía ningún móvil; y tampoco ese celo era en sí criminal; sin duda él no habría matado a ningún superior para ocupar su lugar. Manteniéndonos en el lenguaje cotidiano, nunca se hizo una idea de lo que propiamente estaba cometiendo».
Arendt viajó muy gustosa a Jerusalén en 1961, por encargo de la revista The New Yorker, para informar sobre el proceso contra Adolf Eichmann. En el tiempo en que comenzaban a prescribir en Alemania los delitos de los nacionalsocialistas se acumularon muchas preguntas candentes: ¿cómo podían enfocarse en el plano jurídico las acciones de Eichmann? ¿Cómo podían abordarse en el juicio si propiamente no había ningún castigo adecuado?
Por otro lado: ¿por qué tantos reos habían quedado sin castigo? ¿Qué instituciones estaban dispuestas a perseguir esas acciones y cuáles estaban legitimadas para hacerlo? A la postre, en la República Federal de Alemania antiguos nazis ocupaban la mayoría de las altas instancias judiciales. ¿Podía un tribunal israelita juzgar sobre acciones que se habían producido antes de la fundación del Estado, y ni siquiera habían ocurrido en el actual territorio estatal, aunque los delitos se hubieran cometido contra el pueblo judío?
A esto se añadía que Hannah Arendt solo conocía los procesos de Nuremberg por la prensa y por relatos de amigos y conocidos que en 1945 habían tomado parte en el tribunal militar internacional. Quería estar presente físicamente en un proceso contra un agente nazi. Le gustaba estar ante una persona así. La Hannah Arendt que en 1961 viajaba a Jerusalén no era una desconocida.
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