El mal tiene sus formas de expresión que a nadie dejan indiferente. Ya sea por la repugnancia que provoca o por la irradiación de un halo trascendente, tanto de lo sobre-humano como de lo infra-humano, el mal es un misterio fascinante, atendiendo a su etimología latina, fascinare, como resultado de aquello que nos hechiza con su magia oscura. Arendt y Zambrano se sumaron a esta fascinación y lo afrontaron como objeto de estudio: de la banalidad de la que habló Arendt a la idea de Zambrano de que el mal más extremo es aquel que actúa como un abismo.
Un ejemplo evidente lo encontramos en los malvados literarios, sobre todo en los villanos de Shakespeare, quienes acaban embaucándonos por el aura que los aleja del resto de los mortales y que los lleva a cometer actos absolutos; esto es, aquellos que solo unos pocos serían capaces de realizar. Sin poder evitarlo, sentimos cierta admiración inconfesable por la valentía que desprenden esos villanos trágicos que viven su hamartia, su error fundamental, hasta las últimas consecuencias. Søren Kierkegaard dirá que no es la maldad lo que nos atrae de los perversos, sino su profunda desesperación. De lo que se deduce que el ser más desesperado es, también, aquel capaz de cometer las peores perversiones.
Deja un comentario