Hay épocas extrañas en donde la rareza de los acontecimientos requiere el nacimiento de seres excepcionales capaces de seguir en el mundo sin perder la capacidad de reír. María Zambrano y Simone Weil son hijas de un siglo que no supo de instintos maternales. Con la misma aspereza las expulsó a ambas y las mantuvo haciendo equilibrios en la cuerda floja para ser testigo impasible de su caída. Supervivientes de la contrariedad, estaban llamadas a encontrarse allí donde la llama prende con más ardor.
Fue en agosto de 1936 en la ciudad de Madrid. Las dos, profundamente pacifistas, revolotean como mariposas acercándose a la mecha. Weil obedece a la urgencia del tiempo encrespado y participa como voluntaria en la columna anarquista del frente de Aragón durante la Guerra Civil Española. Zambrano, por su parte, relata en Los intelectuales en el drama de España el temblor que recorre aquellos días la ciudad luminosa y espléndida en su tragedia cuando los jóvenes universitarios visten el mono azul obrero. La única sombra que oscurece aquella bendita efervescencia procede de la negación del maestro, Ortega y Gasset, a hablar en la radio a favor de la República.
El reconocimiento entre ambas es inmediato. Sin apenas palabras, entienden que son dos mujeres singulares, devotas de un excomulgado del calibre de Baruch de Spinoza, beguinas a su manera, arrebatadas por las mismas pasiones sociales y políticas, portadoras de un saber heterodoxo que se atreve a sondear el abismo de la mística. Comparten, en un juego de espejos, esa apariencia traslúcida, que se diría inexistente. Inevitablemente, se encuentran y se aman.
Dos mujeres arrebatadas por las mismas pasiones sociales y políticas y portadoras de un saber heterodoxo que sondea el abismo de la mística
Este encuentro que toma la forma de una flecha de amor es relatado en una carta que Zambrano le envía a su joven amigo, estudiante de Teología, Agustín Andreu, fechada en 1974:
«He estado al borde de preguntarte si has leído a Simone Weil y si la quieres. Yo la amo […]. Media hora estuvimos sentadas en un diván las dos en Madrid. Venía ella del Frente de Aragón […]. María Teresa [mujer de Alberti] nos presentó diciendo: La discípula de Alain, la discípula de Ortega. Tenía el pelo negro y crespo, […] morena de serlo y estar quemada desde adentro […]. No nos dijimos apenas nada».
Se sabe que, encendida de aquella emoción inicial, Zambrano quiso traducir al castellano la obra de Simone Weil por encargo de la Editorial Universidad Veracruciana de México. Tal proyecto nunca llegó a realizarse, pasó a ser el colapso de una ilusión más. Queda la huella de la particular trolesse en El sueño creador, en donde Zambrano retoma e interpreta la palabra amiga: «‘La vie est impossible’, ha dicho Simone Weil, añadiendo: ‘C´est le malheur qui le sait’». La vida, sí, resultó imposible para ambas. Esa vida que pretende nacer de una sola vez, descarnada y padeciendo.
María Zambrano y Simone Weil supieron, sin embargo, recrearse para llegar a ser en absoluto, sin condicionamientos ni fisuras en una simbolé del sentir-pensar-vivir.
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