En ocasiones, las relaciones de pareja pueden ser motivo de enormes sufrimientos, especialmente en el caso de una ruptura o cuando se dan situaciones de abuso o poder de uno sobre el otro. Esquemas que oscilan en la dicotomía de volverse el verdugo o el dependiente, el manipulado o el manipulador, el que dice no necesitar ni querer una pareja, pero que en el fondo sí la necesita. ¿Qué hacer para salir de esta lógica?
Por Julieta Lomelí
Si hay algo que difícilmente podemos juzgar y construir a partir de reglas universales —a pesar de la severidad con la que las miradas más conservadoras han ejercido por siglos—, son las relaciones amorosas, o de pareja. Estas funcionan —o medio funcionan, y, muchas veces, definitivamente no funcionan— a partir de una lógica privada y una moral inherente a cada uno de sus protagonistas. Este mecanismo, conformado por dos personas distintas que quieren poner en marcha un tren común, hace de las relaciones de pareja un proyecto complejo.
¿Qué hacer cuando duele el amor?
Como escribieron los psicólogos Raquel Maresma y Marcelo Ceberio en Cuando duele el amor (Herder Editorial, 2022), la pareja es «un sistema relacional que va más allá de los componentes individuales. De ninguna manera puede concebirse como la suma de dos personas; es mucho más que eso, si la entendemos como un sistema con componentes que interaccionan, que intercambian no solo palabras, sino ideas, pensamientos, emociones, sentimientos, ideologías, gustos, y que están dispuestos tácita o explícitamente a negociar en pos de una unidad: la unidad del sistema pareja».
Para conseguir un equilibrio en el cual ambos integrantes de la pareja sientan que están estableciendo una relación horizontal en la que sus necesidades individuales, pero también las comunes, son comprendidas y logradas en aras de esa «unidad», se necesita más que voluntad y amor. Muchas veces hay que buscar la ayuda de un profesional y el trabajo consciente y asertivo de la psicoterapia, tanto en los momentos en que la tormenta no se ve tan cercana, como en aquellos en los que la pareja ya se encuentra en el episodio más álgido de una crisis.
Sobre la complejidad y la desigualdad de las realidades desde las cuales se construyen las relaciones de pareja, recuerdo Uncoupled (creada por Darren Star and Jeffrey Richman), una serie corta de Netflix que dibuja de una manera divertida, cercana y profunda lo que seguramente algunos hemos atravesado en el momento de una separación que se ha dado en términos poco horizontales o ambiguos. Este ejemplo me viene a la cabeza porque, a menudo, en las relaciones no participan dos protagonistas, sino uno solo, junto a un personaje secundario que gira alrededor de la vida y los deseos del primero.
Uncoupled arranca con la historia de Michael (interpretado por Neil Patrick Harris), un romántico hombre de mediana edad que repentinamente es abandonado por su novio, Colin (Tuc Watkins), un hombre mayor y de personalidad más bien fría y calculadora, muy diferente a la dinámica apasionada y sensible de Michael. A Colin le cuesta trabajo comprender, aceptar y expresar sus propios sentimientos, por lo que un día, después de una fiesta de cumpleaños que su novio había planeado en su honor, decide dejarlo sin mayor explicación, tomando una decisión unilateral.
Esta elección envuelve a Michael en una profunda experiencia de sufrimiento provocada por la incertidumbre y el afán obsesivo de encontrar una explicación, de conocer las causas que llevaron a Colin a abandonarlo después de diecisiete años juntos.
Afrontar el dolor y superarlo
Michael atraviesa todas las fases del duelo: la angustia por obtener una respuesta al motivo de su separación, la búsqueda de afirmar su propio ego con relaciones de una noche, la necesidad imperiosa de conseguir que un clavo saque a otro clavo; de ocupar el vacío que le dejó la ausencia de Colin con otra nueva relación.
Ninguna de las opciones parecen funcionarle a Michael. Después de probar cada una de ellas y pasar por una montaña rusa de la euforia a la tristeza, de la sobriedad a la ebriedad y de la soledad a la dependencia, se da cuenta de que hay incógnitas que jamás tienen respuesta, sobre todo aquellas que dependen de ser enunciadas por el prójimo. Y es que la única solución posible —me van a disculpar el spoiler— es aquella que solo depende de uno mismo.
El final de Uncoupled es una provocación que nos invita a ponernos en los zapatos de Michael y preguntarnos qué haríamos si, al haber superado el dolor de una separación y una relación larga y disfuncional, nos volvemos a encontrar con nuestra expareja, quien, por alguna razón que no entendemos de inmediato, pero que a ojos ajenos siempre es más clara, ahora nos encuentra más radiantes y atractivos que en el pasado.
¿Qué deberá hacer después del gran trabajo interno para reconciliarse con su propia soledad, después de los meses de destrucción y resurrección en los que Michael llegó a la conclusión de que no necesitaba a una pareja para ser feliz, si ahora se abriera la posibilidad de un regreso? ¿Dar una oportunidad al verdugo de cambiar? ¿Volver con la expareja conociendo el alto riesgo de quedar atrapado en los sufrimientos pasados?
Lo más lógico sería aprender algo tras la experiencia de sufrimiento provocada por la asimetría afectiva de una relación de pareja. Pero ello no basta, y para no repetirla quizá es necesario también comprender y tomar consciencia de los esquemas de abuso desde los cuales se construye dicha disparidad.
Esquemas que oscilan en la dicotomía de volverse el verdugo o el dependiente, el manipulado o el manipulador, el que dice no necesitar ni querer una pareja, pero que en el fondo sí la necesita para, como escriben Maresma y Ceberio —en Cuando duele el amor—, afirmarse en el «carenciado que proyecta sus carencias, buscando un salvador y construyendo a un ser idealizado, otro que en realidad no existe», siendo el vínculo que el necesitado busca desde su desesperación.
Los autores sugieren —al igual que lo hace de manera lúdica Uncoupled— que para combatir esas relaciones de pareja destructivas y verticales es necesario antes que el individuo se sienta bien consigo mismo y con su propia soledad, para entonces poder hacer una «elección desde una simetría relacional, desde una paridad». Construir una relación que pondere no solo las virtudes del otro, si no también sus defectos y la realidad que el otro puede aportar a nuestras vidas: «La realificación consiste en ver al partenaire en su totalidad, con sus atribuciones positivas y negativas».
Lo más lógico sería aprender algo tras la experiencia de sufrimiento provocada por la asimetría afectiva de una relación de pareja. Pero ello no basta, y para no repetirla quizá es necesario también comprender y tomar consciencia de los esquemas de abuso desde los cuales se construye dicha disparidad
Dar lo que se tiene
Para pasar de la idealización al estatus de la persona real, hace falta que el partenaire acepte y negocie internamente aquellos aspectos del compañero que no son calificados como positivos (virtudes + defectos = ser humano real). Solo así, creen Ceberio y Maresma en Cuando duele el amor, se pueden establecer relaciones de pareja fundadas en una mirada más consciente, adulta y objetiva.
La idea es «que para enamorarse, el fiel de la balanza entre los aspectos virtuosos y los defectos deberá inclinarse claramente hacia los primeros, victoria que garantizará cierto grado de éxito en las lides amorosas. Sin embargo, no es extraño que muchas personas, a pesar de que primen los segundos, insistan en desear estar con el partenaire, forzando la relación amorosa a niveles extremos».
Estas son las personas que más sufren, porque aunque construir un castillo en el aire siempre consigna cierto disfrute, el derrumbe y la caída de dicho castillo, al no tener sus cimientos en tierra firme, puede ser muy doloroso. Así, los pasos a seguir para construir una relación amorosa estable y madura (lo que los autores le sugerirían a cualquiera de nosotros y a Michael) serían, en primer lugar, evitar la posición del que tiene carencia de algo o necesita a alguien para vivir, aceptando la propia soledad: «Si estoy bien conmigo en el tiempo que estoy conmigo, tendré que hacer una buena elección para compartir este tiempo valioso».
En segundo lugar, al encontrarnos bien y en paz con nosotros mismos, también podremos conocer nuestras propias virtudes y necesidades, y así no aceptar, desde la urgencia, cualquier compañía que nos traiga más carencias que virtudes. Volviéndonos más selectivos, y dándonos la posibilidad de «discriminar el objeto amoroso, observando tanto sus aspectos virtuosos como defectuosos. Estos que no son virtuosos y defectuosos por sí mismos, sino desde la perspectiva de la persona que elige, o sea, son atribuciones personales, y como tales, subjetivas».
En tercer lugar, todo esto no deja de implicar un acto de amor y conocimiento propio que nos lleva a la afirmación, tan importante, de que para querer a otro, primero hay que aprender a quererse a uno mismo. El amor a sí mismo es lo único que nos vuelve del todo conscientes de nuestros deseos, lo que no queremos en nuestra vida y qué cosas seríamos incapaces de tolerar. Al mismo tiempo, esto también nos vuelve conscientes de nuestro valor y de lo que podemos ofrecer al otro, y de aquello que no estemos capacitados o dispuestos a dar.
Al encontrarnos bien y en paz con nosotros mismos, también podremos conocer nuestras propias virtudes y necesidades, y así no aceptar, desde la urgencia, cualquier compañía que nos traiga más carencias que virtudes
Como escriben Maresma y Ceberio en Cuando duele el amor, «una relación amorosa puede llegar a constituirse en una relación de pareja. Este es el rito del pasaje del amor ideal (o enamoramiento) al amor real. Remite a realificar el vínculo y a que la relación adquiera ribetes de mayor madurez afectiva». Y para ello también es necesario no caer en los extremos.
La idea no es volverse tan selectivo que entonces se comience a desarrollar una fobia, o un temor a las relaciones de pareja, que nos hagan sentir que el otro es siempre insuficiente. Pero tampoco hay que caer en la posición del necesitado, del que tiene carencias y busca por todos los medios vincularse a una pareja, incluso en relaciones que lo destruyen, que le provocan insatisfacción y que lo mantienen sumido en la tristeza, orillándolo finalmente a sentirse solo, pese a estar acompañado.
Hay una frase lapidaria del psicoanalista francés Jacques Lacan que dice que «amar es dar lo que no se tiene a quien no es». Siempre que la escucho o la leo pienso que a Lacan le faltó agregar un adverbio al inicio para terminar con esa burda generalización. Me gustaría pensar que más bien «algunas veces amar es dar lo que no se tiene, a quien no es», pero que por supuesto algunas otras veces sí es posible dar lo que se tiene a quien sí es.
Dar lo que no se tiene a quien no es y no recibir lo que se quiere de quien no es nos condiciona a enredarnos en relaciones de poder y abuso. Estas relaciones se dan entre quien busca desesperadamente compañía y amor y se conforma con migajas que no cubren sus necesidades afectivas y quien se aprovecha de ello subyugando al otro a sus propias reglas y a ser una pieza más para la satisfacción egoísta de sus deseos. Es necesario combatir ese inconsciente afán autodestructivo y autocompasivo de sufrir por quien no se debe, hasta lograr dar lo que se tiene a quien sí es y a quien lo sepa valorar.
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