«La tendencia más fuerte ha sido siempre creer que
todo aquello que ha recibido un nombre debe ser
un ente o un ser, teniendo una existencia
independiente y propia».
John Stuart Mill
Introducción
En un primer momento, puede parecer absurdo que la filosofía plantee algún tipo de duda o debate sobre la enfermedad. ¿Quién puede dudar de que algo sea una enfermedad? ¿No es —además de algo aparentemente evidente— un terreno exclusivamente científico? ¿No sería similar a dudar que dos más dos sean cuatro? Bueno, en realidad, no es tan sencillo.
Para empezar, en ningún momento ninguno de los filósofos que se han interrogado por esta cuestión (y que traemos en este texto) pone en duda los resultados científicos. Es decir, en el debate no se duda si en la gastritis se inflaman o no las paredes del estómago. La ciencia ha desarrollado técnicas muy complejas y eficaces para detectar la inflamación del estómago, que, por supuesto, es una realidad objetiva. Lo que está en juego en el debate es por qué consideramos que tener las paredes del estómago inflamadas sea una enfermedad (y si esta consideración está basada en hechos objetivos o no).
El debate todavía puede parecer una perogrullada. Alguien podría decir: «¡Es una enfermedad porque duele!». Pero aquí empiezan los problemas. El primero es la arbitrariedad del criterio: ¿por qué es el dolor el criterio para delimitar lo que es enfermedad? ¿Es este un criterio objetivo? ¿O es, en cambio, un criterio valorativo que plantea que el dolor nos parece indeseable? El segundo problema es que no es criterio homogéneo: ¿no hay enfermedades que no duelen? ¿No hay estados del cuerpo que duelen y que no son enfermedad?
Como puede verse, se confronta una visión científica de la enfermedad (posición naturalista) frente a una visión más social o constructivista (normativista). La primera visión trata de ver la enfermedad como un hecho objetivo, sobre el que no cabe disputa. La segunda visión señala que, en realidad, el concepto de enfermedad no es tan científico como parece y se pretenden desocultar sus componentes sociales y culturales.
Así todo, el debate filosófico acerca de la salud y la enfermedad es el debate más importante —y también el más polémico— de la filosofía de la medicina. Este debate se centra en los conceptos de «sano» y «enfermo», unos conceptos que, como afirma el filósofo Cristian Saborido, «establecen una distinción entre estados somáticos o mentales ‘correctos’ o ‘incorrectos’». En otras palabras, la distinción médica entre sano y enfermo, aunque opera aludiendo a realidades científicas, tiene también unas consecuencias sociales, lo que nos permite discutirlo filosóficamente.
Además, los propios conceptos esconden algunas premisas que los filósofos han tratado de desenmascarar en los últimos años. Por ejemplo, y como veremos más adelante, la distinción entre estados sanos y estados enfermos presupone ciertos estados óptimos de funcionamiento y, de una forma u otra, incitan a corregir los estados incorrectos y defectuosos.
El debate filosófico sobre la naturaleza de la enfermedad no discute los resultados científicos, sino que problematiza la clasificación de ciertos estados como «enfermos». No se discute que en la gastritis las paredes del estómago se inflamen o no, sino por qué las paredes inflamadas no se consideran sanas
¿Cómo comenzó el debate?
El debate filosófico contemporáneo en torno a los conceptos de la salud y la enfermedad empezó a adquirir fuerza en 1954, cuando el filósofo de la medicina Lester S. King publicó «What is a disease?» [¿Qué es una enfermedad?] en la prestigiosa revista Philosophy of Science. En ese artículo, King problematizó el concepto de «enfermedad», un concepto que hasta entonces no había sido discutido filosóficamente con tanta profundidad (o, al menos, con tanta popularidad).
Una vez que King abrió la veda, el debate fue cogiendo cada vez más popularidad. De todos los autores que han participado, el más influyente ha sido el filósofo Christopher Boorse, que defendió una postura radicalmente naturalista. Lo veremos más adelante, pero, en resumen, el naturalismo es la postura que defiende que el concepto de enfermedad es un concepto pura y llanamente científico, donde no hay espacio para el relativismo social o cultural.
En el otro lado del debate, encontramos la postura que defiende que es la cultura, o algún otro componente social, lo que determina que creamos que algo y no otra cosa es una enfermedad. Esta es la postura normativista, en la que tenemos, por ejemplo, los escritos de Michel Foucault. Así quedaron configuradas las dos posturas: la naturalista y la normativista, que examinaremos a lo largo de este dosier.
En el contexto del debate, es importante mencionar que gran parte de su popularización se ha debido a eso que se ha venido a denominar como el «giro psiquiátrico», es decir, el auge de los movimientos antipsiquiatría que denunciaban que gran parte de la práctica psiquiátrica se ha basado más en concepciones culturales que en resultados científicos. O, en otras palabras, que no había forma científica de demostrar la «salud mental» o la «enfermedad mental».
Breve historia de la enfermedad
Como señala la historiadora germano-estadounidense Ilza Veith en su artículo «Historical reflections on the changing concepts of disease» [Reflexiones históricas sobre los cambios en el concepto de enfermedad], en los veinticinco siglos que han transcurridos desde los tiempos de Hipócrates, lo que se ha mantenido constante es el binomio sano/enfermo, pero con fuertes cambios en nuestra visión hacia él.
Así, la visión que en la Antigua Grecia se tenía de la enfermedad tenía su base en la teoría de los humores: las enfermedades eran el resultado de desequilibrios en el cuerpo humano y sus humores. Similares causas aparecieron en otras culturas de la época antigua, como la teoría egipcia de los residuos intestinales putrefactos, o wechdu. Durante la Edad Media se recuperó un pensamiento que consistía en entender la etiología de la enfermedad de manera sobrehumana, es decir, como un castigo divino a una humanidad impía. Así todo, era normal que los sacerdotes estuvieran implicados en el oficio médico.
La primera tematización moderna de la enfermedad (basada en causas biológicas) apareció, y seguimos a Veith, con los contagios de las enfermedades infecciosas. Después de todo, la teoría de los humores del contagio no lograba explicar plenamente la naturaleza de este fenómeno. La primera descripción moderna del contagio fue dada por el médico renacentista italiano Girolamo Fracastoro (1478-1553) en su poema Syphilis sive morbus gallicus, donde señalaba su causa venérea. Sin embargo, no se produjo un cambio sistemático a la hora de entender la enfermedad hasta el siglo XIX. Los filósofos españoles Antonio Casado da Rocha y Cristian Saborido señalan de manera muy acertada el cambio:
«Antes del siglo XIX, las categorías diagnósticas estaban basadas fundamentalmente en lo que los pacientes contaban a sus médicos. Pero con la consolidación del modelo patoanatómico, esos síntomas pasaron a un segundo plano y las enfermedades fueron reclasificadas de acuerdo con las lesiones descubiertas en estudios anatómicos, que empleaban diversas tecnologías para encontrar la ‘verdad’ objetiva de la enfermedad, visibilizándola en el interior del cuerpo del paciente, al margen de su experiencia subjetiva. Este proceso fue descrito por Michel Foucault en su libro El nacimiento de la clínica».
A diferencia de las explicaciones teológicas, estas nuevas explicaciones no buscaban entidades sobrenaturales, sino que intentaban explicar el mundo por sus causas naturales (algo que ocurrió de manera similar en varias disciplinas científicas). En la biología del siglo XIX se produce, además, un giro mecanicista que termina por desplazar a cualquier elemento cualitativo sospechoso de no ser natural (elementos que en ese siglo fueron postulados por teorías como el vitalismo). Este giro mecanicista de las ciencias completó el mecanicismo que ya había iniciado la filosofía cartesiana (por ejemplo, con el libro de 1664 de Descartes llamado El tratado del hombre).
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