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La puerta abierta a lo desconocido

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Rebecca Solnit escribe en «Una guía sobre el arte de perderse»: «Deja la puerta abierta a lo desconocido, la puerta tras la que se encuentra la oscuridad. Es de ahí de donde vienen las cosas más importantes, de donde viniste tú mismo y también a donde irás».

Rebecca Solnit escribe en «Una guía sobre el arte de perderse»: «Deja la puerta abierta a lo desconocido, la puerta tras la que se encuentra la oscuridad. Es de ahí de donde vienen las cosas más importantes, de donde viniste tú mismo y también a donde irás».

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Rebecca Solnit, colaboradora habitual de conocidas revistas y activista de los derechos humanos, presenta Una guía sobre el arte de perderse, todo un elogio de la capacidad para desvincularse conscientemente del mundo y adquirir así un renovado interés por él. Quizá no sea tan importante saberlo todo como saber cuándo debemos dejar de querer saber…

Por Carlos Javier González Serrano

Una guía sobre el arte de perderse, de Solnit (Capitán Swing).
Una guía sobre el arte de perderse, de Solnit (Capitán Swing).

A medio camino entre las memorias, el ensayo y la investigación histórica, Rebecca Solnit (San Francisco, Estados Unidos, 1960) indica muy claramente su empeño en las primeras líneas de Una guía sobre el arte de perderse (Capitán Swing, 2020) —en forma de suave y atractivo imperativo—: «Deja la puerta abierta a lo desconocido, la puerta tras la que se encuentra la oscuridad. Es de ahí de donde vienen las cosas más importantes, de donde viniste tú mismo y también a donde irás». Habituados a la sobreexposición de información, a saberlo todo sobre todo (y en todo momento), hemos perdido nuestra capacidad para asombrarnos, nuestra potencia para enfrentarnos al mundo (como escribía Ortega y Gasset) con los ojos en pasmo. Solnit parte en su libro de un interrogante que ya nos lanzara Platón: «¿Cómo emprenderás la búsqueda de aquello cuya naturaleza desconoces por completo?».

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Es precisamente este desconocimiento de lo que deseamos, pero cuya naturaleza desconocemos, el aguijón principal que, por ejemplo, ha hecho ponerse manos a la obra a la práctica mayoría de los artistas y literatos de la historia, pues su labor no es otra que la de «abrir puertas y dejar entrar las profecías, lo desconocido, lo extraño; es ahí de donde proceden sus obras», apunta Solnit. Incluso científicos de la talla de Oppenheimer asumieron que «viven siempre ‘al borde del abismo’, en la frontera de lo desconocido».

Y, sin embargo, hemos dejado de aceptar ese elemento de desconocimiento que nos permite introducirnos en el dominio de la curiosidad, en el «hueco» del que habla el pensamiento oriental. En Occidente nos hemos acostumbrado a llenar todo de Ser: no hay resquicios, no existen las grietas por las que el sentido pueda colarse. Al revés, todo parece consistir en conocer lo que tenemos delante de nuestros ojos. En una dinámica de signo contrario, Rebecca Solnit nos insta a «colaborar con el azar», a «admitir que en el mundo existen algunos misterios esenciales y, por lo tanto, lugares a los que no podemos llegar mediante los cálculos, los planes, el control. Calcular los elementos imprevistos quizá sea precisamente la paradójica operación que más nos exige la vida que hagamos».

Rebecca Solnit nos insta a «colaborar con el azar», a «admitir que en el mundo existen algunos misterios esenciales y, por lo tanto, lugares a los que no podemos llegar mediante los cálculos, los planes, el control

Pero no, resulta imposible, y hasta cierto punto estúpido, querer desentrañar hasta el fondo toda (posible) experiencia humana. Ya escribió el poeta romántico John Keats que tenemos que ser solidarios con nuestra «capacidad negativa», es decir, con «la virtud de encontrarse sumergido en incertidumbres, misterios y dudas sin sentirse irritado por conocer las razones ni los hechos». Tanto Keats como Rebecca Solnit abogan, pues, por dejar ser a la realidad, sin que deseemos irrumpir en ella como sus pretenciosos descubridores.

Frente a ese insidioso imperativo que nos empuja a descubrir, Solnit defiende nuestro derecho —y nuestra necesidad— para perdernos en el universo de lo incognoscible. En lo que los antiguos mapas llamaban terra incognita. Perderse es en el fondo una «rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja». Como ya indicara Walter Benjamin, a quien Solnit cita con mucho acierto, y al contrario de lo que suele pensarse, perderse significa estar plenamente presente, y estar plenamente presente significa que somos capaces de encontrarnos sumergidos en la incertidumbre y en el misterio. «Y no es acabar perdido —apuntala la autora—, sino perderse, lo cual implica que se trata de una elección consciente, una rendición voluntaria, un estado psíquico al que se accede a través de la geografía».

Incluso hemos vedado a los niños esta cualidad tan humana: la exploración de los límites, la frontera entre lo conocido y lo desconocido. Y es que los niños, denuncia Solnit, ya apenas deambulan, ni siquiera en los lugares más seguros: los encerramos en parques, atrincherados en su nido de aparente seguridad. «En mi caso —nos cuenta la autora de este necesario libro—, ese deambular durante la infancia fue lo que me hizo desarrollar la independencia, el sentido de la orientación y la aventura, la imaginación, las ganas de explorar, la capacidad de perderme un poco y después encontrar el camino de vuelta. Me pregunto cuáles serán las consecuencias de tener a esta generación bajo arresto domiciliario».

Rebecca Solnit cuenta en esta guía numerosas anécdotas personales, que acompaña de muchos y muy relevantes testimonios de autores del pasado. Por ejemplo, piensa —junto a Henry David Thoreau— que «perderse en los bosques es una experiencia tan sorprendente y memorable como valiosa». Pues «solo cuando estamos totalmente perdidos —escribía Thoreau en su inmortal Walden— tomamos consciencia de la inmensidad y de la extrañeza de la naturaleza». Solo nos encontramos a nosotros mismos cuando hemos tenido la valentía de perdernos.

«En mi caso —nos cuenta Solnit—, ese deambular durante la infancia fue lo que me hizo desarrollar la independencia, el sentido de la orientación y la aventura, la imaginación, las ganas de explorar, la capacidad de perderme un poco y después encontrar el camino de vuelta»

Tal es la reivindicación fundamental del volumen de Rebecca Solnit en tiempos de sobreinformación y sobreactivación intelectual. En él nos invita, de la mano de Virginia Woolf, a inspeccionar ese yo que no para de hacer, de estar envuelto en la atroz locura de la productiva vida cotidiana, y dejar que sea, sin límites ni corsés, para que pueda perderse en las más extrañas aventuras. Pero, como nos muestra bellamente, «hay cosas que solo poseemos si están ausentes, hay cosas que no están ausentes si de ellas nos separa la distancia».

Para llegar a apreciar esta distancia, este paréntesis entre nuestro yo y la realidad que produce la experiencia de la pérdida, es necesario desentenderse de nuestros habituales mecanismos de enfrentarnos con el mundo. No descubrir, sino dejarse descubrir; no investigar, sino dejar al mundo ser. Al fin y al cabo, el arte de perderse es un sentido estético que encuentra belleza en lo distante: en lo que de ninguna manera se deja comprender.

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