Michael Sandel tiene dos grandes virtudes que lo han convertido en un filósofo muy apreciado por el gran público: es capaz de aplicar el método socrático ante grandes audiencias (lo hace habitualmente en sus clases de Harvard ante un auditorio de más de mil estudiantes) y sabe encontrar los mejores ejemplos que cuestionan los presupuestos implícitos que sustentan nuestras convicciones éticas y políticas para ilustrar las ideas que quiere transmitir (aún recuerdo vívidamente el caso real de aquella pareja de lesbianas sordas que decidieron concebir un hijo que fuese sordo como ellas porque consideraban que la sordera no era una discapacidad, sino un modo de vida). Y así lo ha hecho en su libro Lo que el dinero no puede comprar, publicado por la editorial Debate, que incluye casi medio centenar de ejemplos sacados de la vida real que muestran cómo en las últimas décadas la lógica económica ha colonizado prácticamente todos los aspectos de nuestra vida cotidiana.
¿Puede el dinero prostituir el bien que se busca?
Por ejemplo, ¿te parecería bien que se diese un euro a cada niño de segundo de primaria que leyera un libro, como están haciendo ya en algunas escuelas norteamericanas? ¿O crees que, si se adopta esta medida, podemos modificar radicalmente la valoración que el estudiante hará de la lectura, de tal forma que cuando desaparezca el estímulo económico desaparecerá también su interés por leer? ¿Es decir, que, si introducimos el incentivo económico, estamos «prostituyendo» la actividad de leer y la vaciamos de todo contenido educativo?
Otro ejemplo del libro: ¿te parecería bien que un empresario pague una cantidad de dinero (por ejemplo, 500 euros) a aquellos de sus trabajadores que dejen de fumar durante un año o que pierdan un determinado número de kilos de peso y no los recuperen en dos años? A veces, el dinero puede incluso conseguir lo contrario de lo que busca. Sandel cuenta el caso de unas escuelas infantiles que, para evitar el elevado número de padres que llegaban tarde a recoger a sus hijos, decidieron introducir como elemento disuasorio de esta conducta una multa para los que se retrasasen, con el resultado paradójico de que aumentó casi al doble el número de padres que llegaban tarde. ¿A qué se debió esto? A que los padres cambiaron su sentimiento de culpabilidad al llegar tarde por la sensación de que el dinero extra que estaban pagando por retrasarse compensaba el tiempo de espera de la profesora. El problema fue que cuando, dos semanas después, se eliminaron las multas, siguió manteniéndose la elevada tasa de retrasos. Este ejemplo demuestra de forma palmaria cómo la lógica económica puede corroer los valores no monetarios que mantienen las relaciones sociales. «Una vez que el pago hubo afectado a la obligación moral –explica Sandel–, resultó difícil que el antiguo sentido de la responsabilidad moral se recuperara».
La pregunta fundamental que Sandel nos plantea es si queremos una sociedad en la que todo esté en venta o si, por el contrario, existen determinados bienes que el dinero no puede, o no debe, comprar
Por qué te interesa leerlo
El autor intenta cuestionar la omnipresencia del mercado en los ámbitos más «sagrados» de la vida y repensar el papel que le hemos concedido a los valores monetarios en nuestra sociedad. La pregunta fundamental que Sandel nos plantea es si queremos una sociedad en la que todo esté en venta o si, por el contrario, existen determinados bienes que el dinero no puede (o no debe) comprar. Está firmemente convencido de que «algunas de las cosas buenas de la vida son corrompidas o degradadas si las convertimos en mercancías». El problema para él es que, sin apenas darnos cuenta, hemos pasado de una economía de mercado a una sociedad de mercado donde»las relaciones sociales están hechas a imagen del mercado». El peligro de la mercantilización de todas las cosas es la «palquificación» creciente de la sociedad, es decir, la estratificación cada vez mayor de la vida social en palcos (como los de los estadios de fútbol, con lugares confortables para los ricos y asientos a la intemperie para los pobres), que hacen que «la gente adinerada y la de recursos modestos vivan cada vez más separadas». Y para que la democracia funcione es necesario que los ciudadanos compartan una vida en común. O sea, que como el dinero siga colonizando más y más parcelas de nuestra vida que antes permanecían al margen de su influjo deletéreo, se irá acrecentando la brecha entre los ricos y los pobres y se irá erosionando cada vez más el sentido comunitario que hace posible la democracia. ¿Es eso lo que queremos?
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