En lo que tiene que ver con recolectar e integrar información, los humanos somos una novedad en este planeta. No hay otra especie con nuestra habilidad para mediar con la realidad más allá de los sentidos determinados por la biología. Tenemos herramientas para ver mundos microscópicos, o para indagar evidencia que nos diga cosas acerca del origen del universo.
Por Rafik Neme, biólogo evolutivo
En nuestras conversaciones digitales cotidianas podemos comunicarnos exitosamente sin decir una sola palabra en voz alta. Y con plataformas como Twitter, Facebook o Instagram, podemos incluso hablarle a cientos o miles de personas a la vez, sin necesidad de gritar. Además, somos los únicos en llevar registros perdurables en el tiempo, y gracias a eso tenemos acceso a los pensamientos y acciones de ancestros que pueden llevar décadas o siglos muertos. Todas estas capacidades se hubiesen podido re-interpretar como mágicas o misteriosas en otro momento de la historia (hablar mentalmente con cientos de personas, o comunicarse con los muertos), pero hoy nos parece absolutamente normal.
Hasta hace relativamente poco tiempo, todas estas tecnologías eran más o menos rudimentarias y manejables: duramos miles de años transmitiendo experiencias oralmente, y luego de forma escrita. Para alguien hoy, no es muy difícil imaginar los procesos que convierten un evento en una historia, cómo se cuenta esa historia entre personas y cómo eventualmente se plasma en un libro para ser leído por otros. Esto representa un volumen pequeño de los eventos que se transmiten entre personas y a lo largo de la historia. Y se mantuvo un volumen pequeño por la combinación entre nuestras capacidades cognitivas y los limitantes tecnológicos para registrar y transmitir historias (transmisión oral o escrita en medios físicos). Estas limitaciones llegaron a su fin hace aproximadamente 30 años. Nuestras capacidades para distribuir información crecieron de manera exponencial como material digital, y se hicieron disponibles donde hubiese una conexión y una pantalla.
Las limitaciones a la hora de transmitir historias llegaron a su fin hace aproximadamente 30 años. Desde entonces nuestras capacidades para distribuir información crecieron de manera exponencial
No es difícil suponer que aquellas formas más o menos rudimentarias de producción y acumulación de registros antes de la era digital determinaron los modos cómo concebimos la historia, tanto la del mundo, como la nuestra individual. Y de ahí, nuestra relación con el paso del tiempo, nuestra construcción del tiempo presente, nuestras memorias del pasado y nuestra imaginación de los futuros posibles.
La historia, una suma de defectos
A esto hay que sumarle que toda narrativa que usamos para pensar y construir la historia es necesariamente una simplificación y modificación de la realidad, que muchas veces elimina detalles o conecta eventos que no tuvieron nada que ver. Por otro lado, quien observa no podrá nunca evitar sus sesgos y contingencias alrededor de sus observaciones e interpretaciones, y en nuestro afán de producir historias objetivas e incuestionables terminamos cargando las historias (¿la historia?) de todos esos defectos.
Vale agregar que la rigurosidad que caracteriza ciertas áreas del conocimiento no es uniforme a lo largo del tiempo y, en muchos casos, los estándares que se usaron en el pasado para considerar algo como registro histórico incuestionable, hoy serían insuficientes. En esta disonancia entre la necesidad de historias narrativas y nuestras pretensiones de registros impecables y libres de sesgos, hemos desarrollado historias aceptadas ampliamente, que en sentido estricto no tuvieron lugar.
De la inmanejable maraña de registros a una más cercana objetividad
Esta selectividad en el registro histórico predigital se ve fuertemente contrastada por lo que ocurre hoy unas cuantas décadas tras el inicio de la revolución digital. El bajo coste de acumulación de datos provee registros casi infinitos e irrefutables. Hasta el punto que estos registros también corren el riesgo de volverse irrelevantes: ¿quién duda de la marca que deja una tarjeta de crédito al hacer una compra, o de la marca que deja una persona al visitar una página web? ¿A quién le importa la gran mayoría de esos registros? El destino de estos datos lo podemos comparar con la porción de la realidad que dejamos constantemente sin procesar. Hay tantas cosas que ocurren a nuestro alrededor, y nosotros solo registramos, procesamos y archivamos una minúscula fracción de eso. La realidad contiene mucho más que aquello que nos importa.
En el pasado predigital desarrollamos historias aceptadas ampliamente, que en sentido estricto no tuvieron lugar. En la actualidad se registra casi todo, pero ¿a quién le importa?
El reto en esta era digital, y esto ha sido dicho en muchos y mejores escenarios, está en una recreación o imitación de los sistemas de procesamiento biológico que seleccionan y dan forma a esos torrentes de datos irrelevantes e infinitos, hasta obtener información que nos permita subsistir. Ahora contamos con la posibilidad de enfocar nuestros análisis a datos que existen por fuera de nuestras mentes, con herramientas computacionales que exceden nuestras capacidades individuales.
De alguna forma, podemos decidir qué capas de nuestra cebollezca realidad queremos pelar, y en ese esfuerzo, tenemos más acceso que nadie antes en la historia a la realidad. Naturalmente estos procesos no están del todo libres de esos sesgos que mencionaba antes, pero al estar basados en muchos, muchísimos más datos, nos aproximamos cada vez más a la pretensión de objetividad al saltarnos las versiones anecdóticas de las observaciones. Cualquier lectura de la realidad siempre será incompleta, pero una lectura hecha de más datos es útil, si lo que nos interesa son narrativas más cercanas a la realidad.
Al comienzo de una nueva era
Este momento histórico se me presenta como un tipo de infancia. Por un lado, recuerdo El fin de la infancia, la novela de ciencia ficción de Arthur C. Clarke que describe a la humanidad como existe hoy en términos de infancia y cuya maduración implica la transición a formas mentalmente interconectadas. También pienso en los cambios que ocurren específicamente en infantes humanos y cómo se adquieren paulatinamente habilidades de percepción de la realidad (colores, distancias, sonidos, memorias, manipulación de objetos, la persistencia del tiempo). También, parte de esa transición implica el desarrollo de herramientas que nos permiten «editar» dichas percepciones, filtrarlas y discernir para quedarse con aquellas que son relevantes, y así descartar las partes de la percepción que pueden convertirse en un lastre a la hora de interpretar la realidad.
El autor comparte con Arthur C. Clarke, en la novela de ciencia ficción
El fin de la infancia, la sensación de que la humanidad existe en la actualidad en términos de infancia
Y pienso en las crisis alrededor de estos procesos. En cómo esas crisis son inevitables y hacen parte integral del paso a una realidad más rica en información.
En este sentido, la naturaleza de la historia y de cómo se escribe se están redefiniendo. Mi generación fue probablemente de las últimas en nacer en una infancia como especie y sociedad pobre en datos y rica en narrativas simples y unificadas, y nos espera una madurez en la que tengamos historias que permitan robustez de datos, revisiones múltiples, perspectivas encontradas simultáneas. Y por supuesto, una adolescencia penosa, torpe y quizás dolorosa.
En Colombia, por traer un ejemplo, actualmente vivimos una situación que tal vez valga la pena entender en esta adolescencia histórica. Hay una agenda muy clara por parte de los sectores de derecha política en apropiarse de las narrativas de memoria histórica para justificar los abusos cometidos desde el Estado y sus aliados paramilitares. El gobierno de turno escogió para ello a un académico fuera de la visión del consenso académico, y que por afiliación política sesgada impone como agenda una negación del conflicto en el país, así como una reinterpretación de quienes fueron sus víctimas y perpetradores. Mediados por la validez que da un gobierno elegido «democráticamente», se observa un intento por reescribir la historia reciente por aquellos a quienes no les conviene una narrativa específica. Más de lo mismo que ha existido en nuestra infancia histórica.
La naturaleza de la historia y de cómo se escribe se están redefiniendo
Nuevos retos para la nueva era (virus incluidos)
Sin embargo, resulta ingenuo suponer que estos esfuerzos tendrán el mismo éxito que iniciativas parecidas en el pasado, ante la naturaleza y magnitud de los datos presentes. La capacidad de multiplicidad y difusión de cada registro, así como la inmensa acumulación de datos, solo harán cada vez más evidente el intento de supresión de esa parte de la historia por aquellos a quienes no les conviene que se hable al respecto. La ausencia de discusión de estas partes de la historia en los registros «oficiales» hará más clara la postura sesgada del gobierno de turno. Pero tendremos historias, las memorias y versiones de muchas partes involucradas, que permitirán eventualmente a quienes evalúen y revisen el pasado, entender la multiplicidad de voces y eventos de nuestro conflicto. De la misma manera que, por ejemplo, es casi imposible ignorar la brutalidad policial en Estados Unidos, pues las evidencias digitales producen marcas indelebles: se puede borrar una instancia de una plataforma, pero estos registros tienden a esparcirse de forma tal que terminan encontrando hospederos así las fuentes originales sean eliminadas. El mundo digital es más resistente a las borraduras autoritarias, y la historia en el mundo digital es más resistente a la edición post-hoc de los victoriosos.
Nuestra adolescencia histórica se manifiesta también como otros tipos de crisis. La pandemia del Covid-19, causada por el SARS-CoV-2, ha evidenciado la respuesta de múltiples sociedades ante la capacidad que tenemos hoy en día de poder observar, en tiempo real, cómo se dispersa un virus entre la población. Esta pandemia probablemente no cambiará el rumbo de la especie, al menos no en términos ecológicos o evolutivos, pues afecta a una porción pequeña —aunque no por ello menos significativa— de la población (que además se encuentra más allá de la edad reproductiva humana). Sin embargo, tiene todo el potencial para revelar nuestras ansiedades respecto al aislamiento social forzado, las falencias de las redes hospitalarias, lo peligroso de establecer contratos sociales con estados incompetentes, el entendimiento del verdadero significado de los mercados desregulados (por ejemplo, alrededor de productos de aseo), y el riesgo que implica el enfrentarse como sociedad (no solo quienes tradicionalmente están marginados) a un agente biológico aparentemente incontrolable. Tener tanta claridad y datos acerca del tránsito de un virus entre poblaciones humanas nos afecta de muchas formas, y solo viviendo esas crisis sabremos con precisión.
Estas crisis nos preparan para nuevas formas de memoria, nuevas formas de entender el mundo mediadas por volúmenes de información extracorpórea cada vez mayores. Esto hace parte de un gran proceso de la naturaleza reflexionando sobre sí misma, y de una maduración nuestra —como especie— hacia formas con mayor comodidad respecto a la información.
Crisis como la actual pandemia del Covid-19, causada por el SARS-CoV-2, nos preparan para nuevas formas de memoria, nuevas formas de entender el mundo
Estamos en medio de una transición turbulenta en términos históricos y evolutivos, una confrontación con aquello que damos por sentado, pues ha dominado nuestra forma de pensarnos y proyectarnos narrativamente en distintos escenarios. Nuestras historias probablemente pasarán de ser anecdóticas a ser robustas en datos, y a contener posibilidades de excepción.
Vale la pena empezar a pensar cómo ajustamos cognitivamente a estos retos, en particular cómo hacer caber en nuestra imaginación la posibilidad de un mundo muy mediado por datos, en los que las narrativas adquieran tanto peso como haya datos para soportarlas, y en las que siempre podamos revisar y reevaluar aquello que lo amerite. Debemos hacernos conscientes que esta coyuntura está aquí y que en muchas instancias, locales y globales, ya hace parte de nuestras vidas. Así como también vale la pena preguntarnos desde esta lógica cómo percibimos lo que la realidad nos muestra, cómo utilizamos toda esta tecnología de percepción fuera de nuestros cuerpos para dirigir nuestra atención al mundo y apropiarnos de una forma adulta de la realidad. Después de todo, trabajar con información es una de las cosas que mejor sabemos hacer como especie.
Sobre el autor
Rafik Neme (Bogotá, 1985) es biólogo evolutivo y experto en genómica. Con estudios de posdoctorado en genómica evolutiva en el Max Planck Institute for Evolutionary Biology (Alemania) y en la Columbia University (Estados Unidos), en la actualidad es profesor en el Departamento de Química y Biología en la Universidad del Norte, en Barranquilla, Colombia. También es miembro de REC-Latinoamérica, una red articulada alrededor del pensamiento entendido de forma amplia, creativa y solidaria.
Deja un comentario