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Francisco Martorell Campos: «Las ideas utópicas a veces se cumplen»

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Y esto se consigue, dice, «gracias al empeño de sucesivas generaciones de disconformes que las reclaman contra viento y marea. Mi trabajo busca persuadir al lector de que la utopía no es obligatoriamente irrealizable o totalitaria», explicaba en la entrevista de nuestro dosier Utopías Francisco Martorell Campos. Doctor en filosofía, experto en pensamiento utópico y militante de una utopía sin metafísica, capaz de afrontar retos como el de la renta básica universal, tan actual hoy. Pero esto no era así hasta hace bien poco. ¿Por qué? Aquí, algunas claves sobre el presente y el futuro de una medida que parece estar más cerca.

Por Pilar G. Rodríguez

La editorial La caja books publica obras de distintos géneros ordenadas por temáticas. Esta es la dedicada a la utopía.
La editorial La caja books publica obras de distintos géneros ordenadas por temáticas. Esta es la dedicada a la utopía.

La caja books es una peculiar editorial valenciana que se dedica a agrupar obras de distintos géneros por temas y presentarlos en cajas de modo que el lector pueda elegir su propio unboxing según sus intereses. En la dedicada a la utopía, por ejemplo, el ensayo de Francisco Martorell Campos comparte caja con un original diccionario de Pablo Simón titulado Comprar a Marx por Amazon y con la novela Cartografía de un sueño. Así, en profundidad y bien arropado con múltiples perspectivas y desde diversos géneros se presenta su ensayo Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla. En él, Martorell ofrece una síntesis divulgativa de sus trabajos previos, presenta una estremecedora lectura de la sociedad actual, pero sin desembocar alarmismos distópicos, y como gran novedad el autor se arriesga a alumbrar un espacio y un tiempo propicios para nuevas utopías materializadas en gestos como la disminución del horario laboral o la implantación de una renta básica universal.

¿La utopía está en crisis?
No toda utopía está en crisis. La utopía tecnológica vive ahora mismo una fase muy fructífera gracias al transhumanismo, organización que planea perfeccionar técnicamente el organismo humano. Aunque la tecnología lleva siglos suscitando temores y protagonizando desastres que han quedado grabados en la memoria colectiva, jamás deja de suscitar esperanza. En lo que a ella concierne, hay un equilibrio entre las proyecciones utópicas y distópicas. No sucede lo mismo con la utopía social, ausente desde mediados del siglo XX, salvedad hecha de la segunda mitad de los sesenta y la primera de los setenta, donde reapareció al amparo de los nuevos movimientos sociales. Desde entonces, su presencia apenas pasa de testimonial. Si pensamos en los millares de novelas utópicas decimonónicas y en los debates acalorados que las más sonadas provocaban, captaremos la magnitud cuantitativa y cualitativa del asunto.

«No toda utopía está en crisis. La utopía tecnológica vive ahora mismo una fase muy fructífera gracias al transhumanismo»

¿Por qué? ¿Qué factores la han motivado?
La crisis de la utopía social arraiga en la creencia de que los regímenes totalitarios fueron utopías hechas realidad. El totalitarismo dio mala prensa a la utopía desde el principio, y de poco sirve mostrar que Lenin y Stalin eran más bien antiutópicos. El cliché se ha propagado, sobre todo a raíz de la caída del Muro de Berlín, evento que aprovecharon los poderes fácticos para divulgar el mantra de que la utopía había fracasado y terminado, que en adelante haríamos bien en aceptar que no hay alternativa al modo de vida presente y que buscarla entraña riesgos inaceptables. Lejos de diluirse, semejante relato parece una evidencia tan indiscutible como la ley de la gravedad. Instalado en el sistema de creencias cotidiano a modo de un virus, condiciona las percepciones y obstruye la imaginación política. Nadie, en efecto, se ve capaz de concebir alternativas socioeconómicas al capitalismo global.

En ocasiones decir utopía parece sinónimo de decir lo irrealizable. ¿Es así?
No. Lo ilustraré con un ejemplo. Sumándose a la larga tradición utópica que defiende la rebaja del tiempo dedicado al trabajo, Robert Owen propuso reducir la jornada laboral a ocho horas en 1817, época donde se trabajaba casi el doble, niños inclusive. La AIT (Asociación Internacional de los Trabajadores) adoptó la meta de las ocho horas en 1866, y la AFL (Federación Estadounidense del Trabajo), en 1884. Tras el congreso de 1890 celebrado por las Trade Unions en Liverpool, el conjunto del movimiento obrero pasó a reivindicar «los tres ochos»: ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de ocio.

«Nadie se ve capaz de concebir alternativas socioeconómicas al capitalismo global»

La prensa oficial de aquel entonces argumentaba que los niveles de producción requeridos por la vida moderna no se alcanzarían si se aprobaba la demanda en cuestión, que las empresas quebrarían al tener que contratar a más trabajadores y que estallaría el colapso civilizatorio. Estos augurios económicos se combinaban con otros igual de agoreros referidos a las ocho horas de ocio. Según incontables analistas, los obreros las dedicarían a emborracharse y sucumbir a los bajos instintos, esos que la disciplina fabril neutralizaba. El caso es que los tres ochos se veía como una propuesta insensata y alejada de la realidad que jamás se realizaría. ¡Pues lo hizo! Y sin mediar ningún apocalipsis. Concretamente en Barcelona, el 3 de abril de 1919, tras 44 días de huelga general y 102 años después de que Owen la vislumbrara. La historia ofrece muchos casos similares, casos que demuestran que las ideas utópicas (derechos de la mujer, sufragio universal y un largo etcétera) a veces se cumplen gracias al empeño de sucesivas generaciones de disconformes que las reclaman contra viento y marea. Si el grueso de la población las considera irrealizables durante largos períodos es porque aparecen demasiado pronto, antes de hora. Tal precocidad provoca que no encajen en las coordenadas del sentido común y que susciten burlas, miedo y rechazo.

Usted habla en su libro de microutopías que canalizan las reclamaciones legítimas de diversos grupos, por lo que respecta a su reconocimiento y visibilidad sobre todo. ¿Son estas microutopías un peligro para la gran utopía?
Las escasas comparecencias de la utopía social producidas en los últimos cincuenta años habitúan a adoptar esa mencionada magnitud micro como consecuencia de la fragmentación social y del resultante desprecio hacia el universalismo. Si extrapolamos la terminología de Nancy Fraser a la cuestión utópica, veremos cómo el activista medio ha pasado de desear la emancipación de la humanidad merced a la redistribución de la riqueza a desear la emancipación de grupos o espacios antiguamente oprimidos merced al reconocimiento de su identidad. El mérito de las microutopías (feministas, queer, gays, afrofuturistas, indígenas, ecologistas) es que han añadido al repertorio utópico la defensa de la diversidad y la singularidad, virtudes reprimidas por la utopía macro. Sin ellas, no habrá sueño que merezca la pena.

No obstante, las microutopías presentan varios hándicaps. El primero es que acostumbran a infravalorar las fuentes económicas de la injusticia y a sobrevalorar las culturales; imprescindibles para combatir la discriminación, se muestran superfluas para combatir la pobreza. El segundo es que contestan a la globalización con luchas sumamente especializadas, a veces exageradamente locales, caso del municipalismo. Justo cuando el capitalismo goza de universalidad suprema, los contrincantes se dividen en mil grupúsculos y particularizan las demandas.

«Las microutopías presentan varios hándicaps: acostumbran a infravalorar las fuentes económicas de la injusticia y a sobrevalorar las culturales, contestan a la globalización con luchas sumamente especializadas»

Las microutopías son un peligro para la utopía en tanto en cuanto participan de la hostilidad a pensar en transformaciones materiales a gran escala. De un modo u otro, se resignan a que no hay alternativas al neoliberalismo, y en vez de intentar construirlas o exclamar «¡no las hay por ahora!», orientan el deseo utópico a objetivos compatibles con él. Lo ideal sería que las reivindicaciones imprescindibles que abanderan se incorporaran a una utopía social de carácter global donde el respeto de las diferencias identitarias corriera paralelo a la igualdad económica.

La renta básica universal sí sería un objetivo propio de la gran utopía y usted lo reivindica con claridad en su obra. Hasta hace bien poco parecía el único… ¿Por qué cree que no se reivindican con más  firmeza?
Porque el activismo sufre de estrés postraumático desde 1989 y se ha instalado en el posibilismo más cortoplacista y timorato. Nadie quiere ser etiquetado de radical, y hasta las formaciones con mayor abolengo reivindicativo acatan las directrices anti-utópicas impuestas por el orden neoliberal. El grueso de la cultura se ha derechizado hasta límites insospechados. Los programas socialdemócratas presentados al electorado a mediados del siglo pasado parecen revolucionarios comparados con los presentados en las últimas décadas. La interiorización masiva del «no hay alternativa» no solo convierte en infantil y peligrosa la idea de trascender el capitalismo. Cualquier propuesta mínimamente reformista recibe análogos calificativos.

La renta básica universal y la reducción de la jornada laboral son lo más parecido que tenemos hoy a lo que supusieron los tres ochos en el pasado, programa que fomentó grandes movilizaciones apenas instituido. Muchísimas personas tomaron las calles para reclamarlo. No sucede lo mismo con la renta básica universal y la reducción de la jornada laboral. Es cierto que cada vez son más los economistas y pensadores de renombre que las solicitan, que hay cuantiosas organizaciones que las divulgan e incluso gobiernos que han efectuado y efectúan ensayos al respecto. Pero no están aún en la calle.

«Si alguna vez se aplican la renta básica universal, la reducción de la jornada laboral, la prohibición de los paraísos fiscales y la imposición de cargas fiscales elevadas a las multinacionales, el capitalismo seguirá, pero al servicio de una sociedad posneoliberal, notablemente más justa que la presente»

Tal y como les ocurrió a las propuestas utópicas precedentes, la renta básica universal y la reducción de la jornada laboral son acusadas de sugerencias quiméricas, típicas de vagos que no quieren trabajar. A los paladines de la realpolitik (muchos de ellos izquierdistas) y de la ética calvinista del trabajo les diría que sabemos perfectamente que no son realizables ahora, pero que pueden serlo a medio o largo plazo si empezamos a defenderlas. Gusten o no, se asientan en condiciones materiales existentes, y pronto serán necesarias. Otra cosa es que a causa de los clásicos prejuicios reaccionarios se demore su venida. Aparte de la superpoblación, la automatización seguirá, las máquinas desempeñarán más labores y el desempleo crecerá sin parar. Eso lo sospecha el sistema mismo, que invierte generosas sumas de dinero en estudiar las dos medidas. Si llega el momento, ¿dejaremos que sea él quien aplique su versión y las reduzca a mera beneficiencia y caridad?

Para Kim Stanley Robinson, la utopía social del siglo XXI atraviesa una secuencia de cinco fases: antiausteridad, keynesianismo, socialdemocracia, socialismo democrático y poscapitalismo. No tenemos ni idea de qué semblante tendría la civilización al final de dicho proceso, ni el que adquiriría en secuencias posteriores. Pero, si hacemos caso a Robinson, no hace falta disponer de tal conocimiento ni simpatizar con ideas radicales para quitarnos el derrotismo de encima, comenzar a actuar en pos de un futuro mejor y participar de la utopía. La renta básica universal, la reducción de la jornada laboral, la prohibición de los paraísos fiscales y la imposición de cargas fiscales elevadas a las multinacionales nos meten de lleno en las fases intermedias de la misma. Si alguna vez se aplican, el capitalismo seguirá, pero al servicio de una sociedad posneoliberal, notablemente más justa que la presente. Dadas las circunstancias antiutópicas dominantes, pienso que es un sueño asumible e ilusionante, preámbulo de sueños más ambiciosos.

Puedes leer la entrevista completa a Francisco Martorell Campos en nuestro dosier sobre utopías.

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