Aunque el desarrollo más explícito de esta preocupación aparece más tarde en su obra, la cuestión de la guerra está presente en Sontag desde el inicio. Una escena de su vida merece ser rescatada: el momento en que, por primera vez y sin buscarlo, se encuentra ante las fotografías de los campos de Bergen-Belsen y Dachau, en una librería de Santa Mónica. «Nada de lo que he visto, ya sea en fotografías como en la vida real, me ha marcado de un modo tan doloroso, profundo e instantáneo», escribió sobre ese episodio en Sobre la fotografía.
Doloroso, profundo e instantáneo
Doloroso, profundo e instantáneo: quizá sea esta la expresión más ajustada de lo que una imagen de guerra puede provocar.
Ver esas fotografías supuso un quiebre: «En efecto, me parece posible dividir mi vida en dos partes: antes de ver esas fotografías (yo tenía doce años de edad) y después, si bien transcurrieron algunos años antes de que comprendiera cabalmente de qué trataban. ¿Qué mérito había en verlas?».
Podemos comenzar con varias preguntas: ¿qué relación hay entre la imagen y la guerra? ¿Cómo se sostiene esa relación hoy, y en qué se distancia de lo que Sontag propuso? ¿Por qué miramos imágenes de guerra? ¿Cómo nos llegan? ¿Quién decide su circulación y bajo qué intenciones políticas? ¿Qué parte de la historia pretenden mostrar?
En aquel primer caso, las imágenes llegaron a los ojos de una niña judía que aún no conocía el Holocausto, pero que con el tiempo se convertiría en una de las intelectuales más lúcidas del pensamiento judío antibelicista. Hija de Jack Rosenblatt y de Mildred Jacobson —inmigrante lituana, sobreviviente del genocidio armenio—, Sontag continuó narrando:
«Eran meras fotografías: de un acontecimiento del que yo apenas sabía algo y que no podía afectar, de un sufrimiento que casi no podía imaginar y que no podía remediar. Cuando miré esas fotografías, algo cedió. Se había alcanzado algún límite, y no sólo el del horror; me sentí irrevocablemente desconsolada, herida, pero una parte de mis sentimientos empezó a atiesarse; algo murió; algo gime todavía».
Las imágenes de los campos de concentración llegaron a los ojos de una niña judía que aún no conocía el Holocausto, pero que con el tiempo se convertiría en una de las intelectuales más lúcidas del pensamiento judío antibelicista
¿Qué fue lo que cedió? A Sontag no le gustaría que lo interpretáramos, pero podemos arriesgar una hipótesis: ¿fue la certeza de que aquello había ocurrido realmente? En esa construcción de verdad aparece un punto clave de su pensamiento. No se trataba de una narración, ni de un dato leído en un libro de historia o escuchado en una clase. Eran imágenes: pruebas directas de que personas judías —como ella, como sus padres y abuelos— habían sido exterminadas por el nazismo. Y también hablaban de lo que no se mostraba. Aquí dialoga con Hannah Arendt:
«Como señaló Hannah Arendt poco después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, todas las fotografías y las películas de actualidades de los campos de concentración son engañosas porque muestran los campos en el momento en que las tropas aliadas entraron en ellos».
Sin embargo, a diferencia de Arendt, Sontag no se limitará a los totalitarismos del siglo XX. También se ocupará de genocidios borrados de la historia y de las guerras contemporáneas a su escritura, en particular las emprendidas por Estados Unidos.
A partir de aquí podemos entrar en las tesis que Sontag desarrolla en varios de sus libros sobre la guerra, tesis que casi siempre formula desde la perspectiva de las imágenes. Aunque Sobre la fotografía (1977) ya presenta ideas relevantes sobre los usos de la imagen, el libro donde esta relación se explora con mayor profundidad es Ante el dolor de los demás (2003), publicado el mismo año en el que comenzó la guerra de Irak.
Su mirada en torno a las imágenes, sin embargo, se remonta a mucho más atrás. Allí afirma con claridad: «Desde que se inventaron las cámaras en 1839, la fotografía ha acompañado a la muerte».
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