«Todos los hombres desean por naturaleza saber», escribió Aristóteles en otro comienzo célebre de la filosofía, esta vez de la Metafísica. En tanto seres humanos, un impulso nos recorre, un impulso constante que tiene forma de pregunta y que se dirige sin piedad a todo cuanto vemos: ¿qué es esto? ¿Qué es esto otro? ¿Cómo puede aquello tener lugar? Sin embargo, hay un ente particular cuyo saber nos tambalea, cuya pregunta nos azuza y cuya respuesta nos apremia: nosotros mismos, los seres que preguntamos con tanto apremio.
A diferencia de lo que ocurre con el resto de entes, como la mesa, la pregunta por nuestra identidad no es una pregunta científica que pueda resolverse entre probetas y matraces (por suerte o por desgracia). La pregunta por nuestro ser, en cambio, es una pregunta existencial, una pregunta donde no se busca un «qué» —como con el resto de objetos—, sino un «quién», una existencia, una vida.
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