El olvido de Sartre
Si uno se dispone a leer El ser y la nada, la obra más voluminosa e importante de Sartre, cabe preguntarse: ¿qué sentido tiene replantearse las cuestiones que el filósofo formuló en su período existencialista? ¿Acaso su pensamiento no representa una concepción desfasada, propia de una época marcada por la precariedad y el nihilismo asociados a la Segunda Guerra Mundial? O, considerando la posterior evolución del pensamiento francés, que decretó la muerte del sujeto con el estructuralismo y la posmodernidad, ¿no se trata quizá la filosofía de Sartre de una filosofía de la conciencia ya superada, o incluso derrotada, desde las ideas que vinieron después?
Para responder a estas preguntas, es necesario empezar por indagar por qué Sartre se declaró obsoleto y fue desplazado —por ejemplo, frente a Heidegger— como líder de la filosofía occidental de la segunda mitad del siglo XX. Este alejamiento resulta extraño, sobre todo si se considera que Sartre alcanzó el rango de figura mediática, superando con mucho el ámbito académico y filosófico.
Sin duda, fue el pensador más famoso de su tiempo, un «maestro» —según Gilles Deleuze—. Alguien que no solo enseñó nuevos temas y maneras de pensar, sino que, con su creatividad incombustible y su extraordinario dominio del lenguaje, se atrevió a inventar nuevos estilos de expresión filosófica, opuestos a la forzada y misteriosa jerga de Heidegger.
En resumen, Sartre sacó la filosofía a las calles y, frente al profesor altivo, inaccesible y oscuro que se refugia en su soledad para pensar, encarnó la figura del intelectual comprometido y cercano a la gente común, capaz de expresar de manera viva su pensamiento en novelas, cuentos u obras de teatro y de ejercer una militancia política de base.
Incluso siendo muy mayor, participó en los movimientos de Mayo del 68 en París, donde se manifestó junto con los estudiantes bajo la consigna «La imaginación al poder». No solo firmó manifiestos y dio mítines, sino que incluso entregó personalmente a los transeúntes la revista La causa del pueblo. Es incuestionable que sus escritos, declaraciones y actividades influyeron profundamente en la opinión pública de la época, y prueba de ello es que a su funeral en París asistieron 50 000 personas.
Sartre, en El ser y la nada, exploró el existencialismo, pero su vigencia es cuestionada ante el estructuralismo y la posmodernidad. Aun así, su impacto filosófico y mediático fue enorme, destacando por su compromiso político, estilo accesible y profunda influencia intelectual
Debe reconocerse que las causas de su relegamiento fueron políticas y obedecieron a los importantes cambios históricos ocurridos desde entonces. Al respecto, Bolívar Echeverría señaló en su artículo «Sartre y el marxismo» —publicado en la revista de la UNAM en 2005— que…:
«… los brillantes discursos de los jóvenes que llamaban a que la imaginación tomase el poder resonaban en un ágora que estaba siendo ya desmantelada por una sociedad capitalista diferente, cuyos consensos se construyen en otras partes y de otras maneras, vaciando de contenido e importancia al escenario de la política».
En efecto, veinte años después de los movimientos estudiantiles en París, con la caída del muro de Berlín y la desaparición de los dos bloques antagónicos, quedó claro que el trabajador fabril del siglo XIX, sobre cuya figura el marxismo había construido la identidad proletaria, era sustituido por una figura distinta y más compleja en el modo de explotación.
Así, el «hombre unidimensional» que había anunciado Herbert Marcuse se extendía por todo el planeta. Y, a medida que avanzaba la globalización, se hacía evidente que las decisiones respondían a los intereses de las élites económicas dominantes en el mercado, a grupos sin rostro, diseminados por el mundo y entrelazados por redes virtuales que manipulaban los deseos de los consumidores.
No obstante, el propio Sartre fue en parte responsable del abandono de su primera filosofía, pues señaló públicamente los defectos de su pensamiento existencialista con una honestidad intelectual y autocrítica sorprendentes. En cierto sentido, se convirtió —como afirma en Las palabras— en «un traidor» de sí mismo: se desacreditó y renegó de sus trabajos anteriores, aunque siempre intentó justificar su posición. Así, mientras se reprochaba la falta de compromiso social que condenaba su filosofía a la desesperanza, procuraba corregir sus fallos e intentar poner sus ideas en sintonía con las circunstancias políticas.
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