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Lo absurdo de la muerte está en la forma

La vida y la muerte siempre como siamesas, aunque esta última sea más inquietante que la primera. La vida es amada al mismo tiempo que la muerte es odiada. Muchos, al cometer la reflexión sobre la muerte, se quedan más en la forma (circunstancia) que en el fondo, declarando algunas muertes como absurdas e ilógicas. Pero ¿habría una lógica en cuanto a la forma de morir? Una reflexión sobre lo absurdo de la muerte, si es que lo hay.

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Lo absurdo de la muerte

No coincidimos plenamente ante las cuestiones del por qué vivir, por qué morir, mucho menos en la pregunta idealizada de cómo morir. Imagen original de Canva Pro.

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Algunos ejercen profundamente su calidad racional en cosas que ponen la cabeza más grande de lo normal: la injusticia, la felicidad, la existencia, la vida y la muerte… Lo denominado absurdo nos remite a lo inexplicable, a lo contrario a lo habitual, a lo que, debiendo ser algo, termina siendo otra cosa salida de la «normalidad». Parece que idealizamos el momento y la forma de morir (morir de vejez, por enfermedad y no por accidente, morir en el lecho), que muera el enfermo que nunca se cuidó, pero ¿que muera aquel que velaba rigurosamente por su salud? ¡Absurdo!

Concebimos una lógica sobre el modo de morir representada en la tensión de la idealización humana versus la realidad a veces calificada de absurda. Albert Camus (1913-1960), padre de la filosofía del absurdo, dijo: «Cualquiera puede experimentar el absurdo». Sin duda, todos somos susceptibles, frágiles, inminentes de morir sin acertar en el modo, salvo el suicida, que, según Camus, es un confeso de que la vida le superó o no la entendió.

No coincidimos plenamente ante las cuestiones del por qué vivir, por qué morir, mucho menos en la pregunta idealizada de cómo morir (forma y momento), cuestión que no siempre nos deja una respuesta ajustada y aceptable. La muerte asistida y hasta el mismo suicida constituyen el momento más existencialista de los de a pie y sus comentarios colectivos en cuanto a por qué lo hizo de esa forma, por qué lo hizo a esa edad, por qué si era rico, por qué si era bello o bella. Por lo tanto, condenar una muerte de absurda no se guarda solamente como calificativo para las muertes accidentales, también las «planificadas» se sugieren como absurdas.

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Lo denominado absurdo nos remite a lo inexplicable, a lo contrario a lo habitual, a lo que, debiendo ser algo, termina siendo otra cosa salida de la «normalidad». Parece que idealizamos el momento y la forma de morir

Las condiciones ideales para morir

Un ejemplo de muerte absurda es la que vino de arriba, no de una voluntad o designio divino; literalmente, algo que, cayendo en picada, acertó en la testa de un transeúnte, como lo describe el mito sobre la muerte del griego Esquilo (525–456 a. C.) en cuanto a que una tortuga liberada por un ave en pleno vuelo, para que al caer le dispusiera sus entrañas, atinara por destino o casualidad justo en la cabeza del filósofo. Absurdo, para empezar, por lo poco probable de que algo de afuera, no siendo un autobús, se sobrevenga y mucho más cayendo desde arriba, dado que los advenimientos se esperan a menudo desde el horizonte. Una precipitación menos letal que viniendo de arriba provocó inspiración y ciencia fue la manzana que, según otro mito, recibió Isaac Newton (1643 -1727) en su cabeza. Así las cosas, parece que no se hace fortuito morir por algo que venga del cielo y no sea un trueno.

Un ejemplo más reciente da cuenta de un sumergible que colapsó en junio de 2023 llevando en su interior a hombres acaudalados que murieron luego de pagar por el tiquet de inmersión turística más costoso para bajar privilegiadamente al fondo del mar y ver los restos del Titanic. El coste del «viaje a la muerte» y su calidad de ser millonarios reseñó tal acontecimiento como paradójico y absurdo, porque, pese a su poder económico, quedaron supeditados al confinamiento y a la oscuridad sin rescate pagadero. Los exclusivos millonarios siniestrados, testigos del absurdo en otros, querían ser observadores del siniestro de otros también acaudalados, los, en su momento, pasajeros del exclusivo Titanic (abril de 1912).

En las reflexiones de calle, los mortales divagamos sobre escenarios probables y aceptables a la hora de dejar este mundo. Aunque la estadística descarte la calidad de misterio en los hechos de los hombres, nos vamos acomodando a que la poca ocurrencia de ciertos eventos determine que, cuando acaezcan, tengan un carácter bizarro, excepcional y conmovedor.

La muerte inesperada y casi nunca bien esperada puede percibirse más dramática y acongojante según el contexto en que ocurra, también más paradójica y, por ende, susceptible de comentarios en corrillos. El contexto de modo, tiempo y lugar en el que se deja de existir fundamenta la denominación de «deceso absurdo» y ello se exclama deliberadamente a los deudos por llenar espacio en las condolencias. ¡Ay de quien no manifieste su estupor ante la muerte!

Parece que, por momentos, tuviéramos certidumbre o control sobre las condiciones ideales para morir, hasta se habla de «la muerte del justo», esa que fuera consecuencia de haber tenido una vida virtuosa y bondadosa, la que, además, sería bienvenida en la noche, sin sobresalto y pareciendo una eterna prolongación del sueño. También se comenta de aquel o aquella que «murió en su ley», a modo de explicar que vivió y murió manteniendo sus modos, convicciones y características.

Camus, padre de la filosofía del absurdo, dijo: «Cualquiera puede experimentar el absurdo». Todos somos susceptibles, frágiles, inminentes de morir sin acertar en el modo, salvo el suicida, que, según Camus, es un confeso de que la vida le superó o no la entendió

Lo paradójico de la muerte

Citemos otro paradójico caso de visita del espectro y su guadaña. Alguien pudiera morir de melancolía, pero no es tan factible que lo hiciera de alegría y gozo, a carcajadas, como se sugiere que le ocurrió a Crisipo de Solos (281-208 a. C.) en Atenas en medio de su embriaguez y al mismo tiempo en el que este viera a un burro comiendo higos, ante lo que balbuceó: «Ahora dale al burro una copa de vino para acompañar los higos». Le sucedieron incesantes carcajadas, un consiguiente ahogo, un sin aliento y el consecuente deceso, por lo que se suma a la lista de muertes absurdas dado que el jolgorio y divertimento normalmente no terminan trágicamente.

Otra muerte paradójica, a mi modo de ver, fue la de Antonio Gaudí. El arquitecto y máximo exponente del modernismo catalán fue atropellado el 7 de junio de 1926 por un tranvía cuando se dirigía a la iglesia. Paradójico y absurdo si consideramos que Gaudí fue un urbanista e intervencionista del espacio público, el mismo espacio catalán que intervino, lo vio morir. Paradójico y absurdo, además, que su estilo arquitectónico fundamentado en la curva no le permitiera advertir lo que se le venía encima.

Hace menos tiempo, en julio de 2022, se nos hizo absurdo el asesinato del ex primer ministro japonés Shinzo Abe en el país con más bajos índices de homicidios en el mundo. El homicidio de un líder político que tenía seguridad, aunque escasa, en un lugar donde se cometen pocos, y con un arma no convencional es una cadena de hechos absurdos (el país, la baja estadística, un hombre que debería estar bajo custodia, un arma hechiza susceptible de fallar, un país en el que las armas no son asequibles por civiles). Absurdo sobre absurdo.

¡Ay de quien no manifieste su estupor ante la muerte! El contexto de modo, tiempo y lugar en el que se deja de existir fundamenta la denominación de «deceso absurdo» y ello se exclama deliberadamente a los deudos por llenar espacio en las condolencias

La costumbre de vivir

Terminando los eventos en los cuales la parca absurda, risible y paradójica, es la protagonista, hablemos de las muertes en los jóvenes; en los que no exhibían síntomas físicos o en los que gozaban de buena salud; en quienes hacían apología o defendían la vida; en quienes, practicando la medicina, no se curaron a sí mismos; en el cocinero que se atraganta con su plato estrella; la paradoja de que «en casa de herrero azadón de madera», es decir, donde debiera haber abundancia de algo, justamente se halle escasez en un momento coyuntural, la muerte del que tropieza en su propia trampa o la del domador de leones que, temiéndole a los ratones, muriera de fobia.

La excepcionalidad del acontecimiento, chocante y conmovedor, comúnmente termina en risa o burla: ¿cómo pasó eso que nunca debió haber pasado? La anécdota compartida a manteles termina en carcajada, haciendo memorable el suceso en los comensales que intentan explicar los hechos paradójicos.

Esquilo, los submarinistas que murieron en el Titán y cualquier fulano sometido letalmente por la ley cumplieron la primera y única condición de los mortales: estar vivos; lo demás son detalles que motivan simpáticas conversaciones en las que se habla a la ligera de lo absurdo de esa manera de morir, expresando casi al unísono: ¡qué muerte tan rara!

Persiste el hecho de olvidar que lo raro y absurdo sigue siendo posible. Debiéramos incluso admitir la «absurdez» como sentimiento posible y frecuente que refiere al estado de sinrazón sobre un hecho difícil o paradójico de ocurrir. El absurdismo de Camus tenía más que ver con la vida que con la muerte. Sin embargo, ¿quién puede referirse a una sin la inminencia de otra?

En clave de Camus y el sinsentido de la vida, se plantea en ello mismo la búsqueda de la felicidad. Mas allá del sinsentido o fundamento de vivir y de la trascendencia del morir, nos perturba la forma, de la que se habla más tiempo que de las calidades del finado.

Volviendo al teatro del morir, no queda duda de que hacemos un presupuesto sobre la muerte: cómoda, rápida e indolora, hasta justa si se quiere. No obstante, nos resistimos a la lógica de tenernos que morir, incluso vivimos sin pensar en la propia muerte; cualquier momento y forma se nos haría absurda si de nosotros dependiera morir. La muerte, como otros estados y sentimientos abstractos del hombre, debiera pensarse al menos una vez y nada más. Porque considerarla a diario desteñiría el placer de vivir, amargando a los optimistas. Aunque sondable, no queremos pensar en la muerte, porque, como dijo también Camus (El mito de Sísifo, 1942), «adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar».

Sobre el autor
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Sobre el autor

Sergio Molina (Medellín, Colombia) es doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB), investigador posdoctoral en la Universidad Pontificia de Salamanca, en la Universidad Autónoma de Madrid y en la UPB. Miembro del grupo de investigación Epimeleia, es autor de dos libros: Razonamórate. La importancia de pensar el amor Me voy, y columnista habitual en diarios de Colombia.

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