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F+ María Zambrano: el viaje a la luz

Dosier: Vida y pensamiento de la filósofa de la razón poética

El escritor mexicano Sergio Pitol retrataba así el círculo que rodeaba a María Zambrano: «Cuando llegaba algún grupo de españoles jóvenes, María se crecía. Les hablaba de su juventud republicana, de su maestro Ortega, de los escritores de su generación, de la guerra civil, de la derrota y del exilio. Se convertía entonces en un personaje trágico. Envuelta en el humo de su cigarrillo, mirando hacia lo alto, escanciaba las palabras, como si un espíritu superior visitara su cuerpo, se posesionase de ella y utilizara su boca para expresarse». © Ana Yael

El escritor mexicano Sergio Pitol retrataba así a María Zambrano: «Envuelta en el humo de su cigarrillo, mirando hacia lo alto, escanciaba las palabras, como si un espíritu superior visitara su cuerpo, se posesionase de ella y utilizara su boca para expresarse». © Ana Yael

A los 30 años de la muerte de María Zambrano, su figura filosófica sigue agigantándose y su legado, con la razón poética al frente, alumbrando nuevas interpretaciones para la historia del pensamiento. Pilar Gómez Rodríguez homenajea en este dosier a la filósofa y recuerda que el pensamiento no puede y no debe esquivar el sentimiento.

Era tan pequeña que resulta casi increíble que María Zambrano pudiera recordar cómo antes de cumplir un año su padre la tomaba en sus brazos para alzarla. Pero sí, se lo contó a su amigo, el poeta Antonio Colinas, en la charla que mantuvieron en el año 86, que vale como entrevista y que versa Sobre la iniciación. Ese es el título.

En la introducción a este texto, recogido en el libro Sobre María Zambrano. Misterios encendidos, editado por Siruela hace un par de años, explica Colinas que Zambrano miraba la última luz de los días de mayo apagarse sobre los tejados de Madrid mientras repetía: «Esa luz, esa luz…». Juntos miraban fotos. Zambrano las había seleccionado por la relevancia que habían tenido en su vida: «Seis meses. Quizá ya por entonces hacía yo un viaje en brazos de mi padre; un viaje que iba desde el suelo hasta la frente de mi padre. Eso ha sido decisivo para mí. Yo no podía ir ni más arriba ni más abajo. Era mi viaje, mi ir y venir». Ese ir y venir es un buen resumen de su vida, aunque quizá sería más preciso decir de ella que fue un ir e ir e ir e ir para, finalmente, volver, venir.

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Sobre María Zambrano. Misterios encendidos, Antonio Colinas (Siruela).

El primer ir que recuerda, su primer viaje por tanto, es en brazos de su padre, Blas Zambrano, y es hacia arriba, hacia la luz y hacia el sol a través de las hojas y las ramas de un limonero que había en el patio de su casa natal de Vélez-Málaga, en España, y que María evocaba junto con «la sensación de los frutos rugosos y del perfume en mis mejillas».

Si en la mayoría de las biografías de los filósofos, escritores o de las grandes personalidades de la cultura es curioso detenerse en estos detalles, en el caso de María Zambrano es importante. Su obra filosófica no solo incorpora estas impresiones presentes ya desde sus años de infancia, sino que conceptos como transparencia, luz, claridad y su reverso, la sombra, serán ejes a través de los cuales se pueden trazar las lecturas de su pensamiento. Y no lo son de manera impostada, respondiendo a un esquema prefabricado; lo son porque esas palabras de su vida, de las que se llenaba la boca, eran las líneas que acabaron naturalmente configurando y dando sentido a su universo filosófico.

Filosofía encarnada: una voz diferente

De su padre, por ejemplo, se puede hacer constar que era maestro interesado vitalmente en la enseñanza desde todos los medios; en la escuela, pero también desde los periódicos. María Zambrano habla de Blas Zambrano como de un maestro perenne y al explicar por qué escribe: «Siempre extraía de lo oscuro, lo claro, y amaba la claridad haciéndola, no dándola ya por sabida». Esa es la sabiduría en la obra de la pensadora malagueña, un ir haciendo claro lo oscuro. Y en los mismos términos hablaba de la muerte como la hora de la revelación y la claridad. Lo vio en la de su padre y lo corroboró con su hermana: «Revelación de la claridad en la muerte, de la belleza, de la compostura, de la armonía del vivir (…), la muerte  como revelación de la vida, de la verdad». 

Está describiendo lo que pasó en esos dos momentos concretos de su biografía y lo hace con las palabras que conforman su ideario filosófico. Es muy singular porque pocas figuras existen en la historia de la filosofía que se expresen de la misma manera a la hora de contar lo que ha pasado en su casa y a la hora de desarrollar las ideas en un tratado. María Zambrano posee esa singularidad, lo suyo es un caso extremo de filosofía encarnada. 

Encarnación es la palabra que utiliza el profesor Joaquín Verdú de Gregorio cuando narra, en la primera página de su obra La palabra al atardecer, su primer encuentro con María Zambrano. Era el año 1975, en la Universidad de Ginebra; Zambrano daba una conferencia sobre la Generación del 98 y Verdú descubre la voz diferente de María Zambrano: «Otra voz tan diferente a las que hasta entonces había escuchado en las diversas universidades. Fue como esa encarnación de algo vago que se busca sin percatarse de su posibilidad. Ese fundirse de la palabra, pensamiento y vida, un algo ignoto que insinuaba las huellas de una posibilidad de fundir lo creador, el hálito y el sueño, en la existencia».

«Era mi viaje, mi ir y venir», dice Zambrano. Ese ir y venir es un buen resumen de su vida, aunque quizá sería más preciso decir de ella que fue un ir e ir e ir e ir para, finalmente, volver, venir

Una niña que tiene que pensar

Se pueden consignar los datos: decir que la española María Zambrano nació en Vélez-Málaga el 22 de abril de 1904 y que era hija del ya mencionado Blas Zambrano y de Araceli Alarcón, también maestra; que de niña viajó y se separó de sus padres, al ritmo de los destinos laborales… Pero quizá sea más útil, a la hora de elaborar este perfil biográfico, atender a ciertos comentarios o sensaciones que, con el transcurso de los años, puedan constituir el rastro filosófico de María Zambrano. En este sentido son muy valiosos los textos que componen A modo de autobiografía y que fueron dictados y transcritos en 1987 para la revista Anthropos. En ellos Zambrano parece dar respuesta a la pregunta que en ocasiones se hace a los niños sobre su futuro. A la pregunta sobre qué quería ser de mayor María Zambrano, esta responde:

«Primeramente quise ser una caja de música. Sin duda alguna me la habían regalado, y me pareció maravilloso que con solo levantar la tapa se oyese la música, pero sin preguntarle a nadie ya me di cuenta de que yo no podía ser una caja de música, porque esa música, por mucho que a mí me gustara, no era mi música, que yo tendría que ser una caja de música inédita, de mi música, de la música de mis pasos, mis acciones».

Luego, la niña que era Zambrano se interesó por los templarios y quería ser uno de ellos, pero había un problema: eran caballeros, o sea, señores. Entonces, preguntó «si había que ser siempre lo que ya se era, si siendo una niña no podría ser nunca un caballero, por ser mujer. Y esto se me quedó flotando en el alma, porque yo quería ser un caballero y no quería dejar de ser mujer, eso no. Yo no quería rechazar, quería encontrar».

Tenemos entonces una criatura que quiere tener una música propia, que quiere encontrar… «¿Qué otra cosa quise ser? Pues quise ser un centinela, porque cerca de mi casa, en Madrid, se oía llamarse y responderse a los centinelas: ‘¡Centinela alerta!’. ‘¡Alerta está!’. Y así yo no quería dormir porque quería ser un centinela de la noche».

De nuevo se topó Zambrano con los prejuicios del género: si no podía ser nada, al menos nada de lo que realmente quería ser, ¿qué le quedaba? «Encontré el pensamiento, lo que yo llamaba, sigo llamando, la Filosofía». También esta ofrecía sus resistencias. Su padre le había hablado de una inscripción en la Academia Platónica que rezaba: «Nadie entre aquí sin saber geometría», y ella no dominaba la geometría, de modo que «de tanto en tanto, con mucha impaciencia, le preguntaba a mi padre: ‘¿Pero cuándo me vas a enseñar geometría?’. ‘¿Y para qué?’. ‘Porque yo tengo que pensar’».

Amor por los libros, simplemente amor

La familia se reúne en Segovia en 1910. Es una ciudad importante en la vida de María Zambrano. Allí nace su hermana Araceli, en 1911; es de las pocas alumnas que asisten al instituto; descubre el gusto por los libros y el valor de una buena biblioteca; y su casa es el centro de la vida cultural, social y política de la ciudad con su padre como director de orquesta. Un día este anuncia: «He conocido a este poeta, Antonio Machado, creo que tendremos poco que hablar y mucho que sonreír».

Con su primo, Miguel Pizarro, comparte el tándem imbatible de amor y libros hasta que un verano, en Estoril (Portugal), los amores familiares superan el límite de lo tolerable por Blas Zambrano, que se encarga de desbaratarlos: el muchacho se traslada a Japón como lector de español y ella continúa en Madrid los estudios de Filosofía que había comenzado. Allí María entra con buen pie y paso firme en los círculos intelectuales, universitarios y políticos de la ciudad. Escribe en los periódicos, pertenece a diversas asociaciones y entabla con Ortega y Gasset la relación intelectual que marcará su vida. El frenesí de estos años de juventud hace que se resienta la siempre precaria salud de Zambrano: le diagnostican tuberculosis y tiene que parar.

La niña María preguntó «si había que ser siempre lo que ya se era, si siendo una niña no podría ser nunca un caballero, por ser mujer. Y esto se me quedó flotando en el alma, porque yo quería ser un caballero y no quería dejar de ser mujer, eso no. Yo no quería rechazar, quería encontrar»

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La niña María preguntó «si había que ser siempre lo que ya se era, si siendo una niña no podría ser nunca un caballero, por ser mujer. Y esto se me quedó flotando en el alma, porque yo quería ser un caballero y no quería dejar de ser mujer, eso no. Yo no quería rechazar, quería encontrar»

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