El miedo poco sabe de distancias ni de aquello que distingue lo real de lo ficticio. Tampoco sabe de tiempos concretos, pero sí de incertidumbre, de posibilidad, de vulnerabilidad, de peligro. Sabe también de frío, de temblor, de desamparo. Y sabe –y mucho– de opresión, de malestar, de pensamientos que se agolpan en muros de palabras que imposibilitan la entrada de luz y, con ella, la elaboración un razonamiento claro.
Ante él surgen de pronto bancos de niebla que ahogan esperanzas y oscurecen el juicio. El miedo irrumpe e interrumpe la calma y el sosiego de quien se considera a salvo con la inquietud de un mal que nos acecha, de aquello que hace peligrar nuestra vida, de algo que nos perjudica, de lo que puede causarnos sufrimiento, que nos lo causa ya, de hecho, por nuestro propio miedo o por el miedo también del otro. Y así, arrastrado por la inquietud, quien siente miedo es presa de la angustia ante una situación que no controla y de la que trata, en ocasiones, de huir: se huye a veces corriendo en dirección contraria de aquello que nos atemoriza, se le da la espalda, cerrando los ojos, como si no viéndolo tampoco eso otro pudiera vernos y desapareciera; también pueden tomarse decisiones precipitadas que nos permitan salir de la situación de peligro cuanto antes o se delega en alguien o algo que pueda protegernos. Quien siente miedo siente su incapacidad para enfrentarse adecuadamente a la amenaza.
Quien siente miedo es presa de la angustia ante una situación que no controla y de la que trata de huir: se huye a veces corriendo en dirección contraria de aquello que nos atemoriza, se le da la espalda, como si no viéndolo tampoco eso otro pudiera vernos y desapareciera
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Frente al terror, que implica la aparición de lo impensable que altera abrupta e inesperadamente nuestra vida –es decir, de aquello que ni siquiera concebíamos como posible–, el miedo se siente ante un mal determinado y concreto que está próximo: un mal que nos concierne y nos afecta, que puede alcanzarnos, que es probable que lo haga y que está ya en el horizonte de posibilidades de nuestra vida, que puede intuirse, que se encuentra dentro de nuestro mundo. Y cuando sucede, cuando todo se altera y queda rota nuestra vida, surge entonces ominioso el terror, que aviva los miedos y alimenta la necesidad de seguridad.
Si podemos huir de lo que nos da miedo es porque sabemos qué es lo que nos inspira ese sentimiento, conocemos cuál es la amenaza. El miedo no es por ello algo que tenga que ver con la sorpresa, sino justamente con aquello que se espera. Si nos asustamos, como lo hacemos al ver una película de terror, es por lo inesperado, pero si sentimos miedo es porque sentimos que es posible que nuestro objeto de temor (o nuestra fantasía) suceda realmente. La página o la pantalla que nos separa de lo que acontece en las novelas de terror o en las películas constituye una barrera que nos permite contemplar y disfrutar –incluso con horror– aquello que se muestra como terrible, pero nos garantiza la seguridad de que nada de aquello nos afectará en la realidad. Estamos a salvo. No es miedo al monstruo de la pantalla lo que sentimos, sino miedo a que ese monstruo, a través de nuestra fantasía, nos ataque en la vida real.
El miedo no tiene que ver con la sorpresa, sino con aquello que se espera. Si nos asustamos es por lo inesperado, pero si sentimos miedo es porque sentimos que es posible que nuestro objeto de temor suceda realmente
Se huye de eso que se tiene localizado y cuyo origen se intuye o se sabe con certeza: miedo al desempleo, miedo al abandono, miedo a no ser aceptado, miedo a la oscuridad, miedo a la enfermedad, miedo a perder la vida y miedo, el más peligroso de todos, al otro. Huyen, según Homero en La Iliada, en la que es una de las primeras apariciones de este concepto, los que luchan en el campo de batalla espoleados por Phóbos (miedo), de la familia de phébomai, huir precipitadamente y en desorden. Por eso, cuando Aristóteles aborda esta funesta pasión, lo hará en la Ética a Nicómaco relacionándola con el valor en la lucha para acabar afirmando que el cobarde, por ejemplo, es el que no se encara al peligro. Este mal implica, como sostendrá en la Retórica, la proximidad de lo temible. En esa misma línea, para Hume, que sigue a Cicerón, el miedo ha de asociarse a los males futuros y la aflicción a los males presentes. Sin embargo el miedo puede llegar ser un mal en sí mismo, fuente de la irrupción de mil padecimientos distintos. La reacción ante él nos salva o nos destruye. Si todo miedo está acompañado por la angustia (o, al menos, a un tipo concreto de angustia), esta surge ante la indeterminación por el momento en el que se asestará el golpe que quebrará nuestra vida. No es esta amenaza concreta la que hace tambalear nuestra vida, sino el estado de confusión ligado a la inseguridad que nos lleva, como dijera Heidegger, a perder la cabeza.
El peligro del miedo es el miedo en sí mismo que crea la fantasía de seguridad ante lo que se conoce y asocia el peligro con la diferencia y lo diferente, que imposibilita la distancia suficiente para entender lo que (nos) sucede y conduce al error “al temer lo que no se debe o como no se debe o cuando no se debe” (Aristóteles). No se puede no tener miedo –ni se debe no tenerlo– ante algunas de las adversidades más terribles de la vida, pero lo que puede y debe hacerse es darse tiempo para comprender que la amenaza más cercana radica en cómo reaccionamos ante el terror.
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